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Introducción


España es una víctima, preparada por sus elementos naturales y su evolución histórica al desgarramiento que hoy sufre. Este país se despedaza entre monárquicos y republicanos, alfonsinos y carlistas, unitarios y federales ; entre castas privilegiadas y una masa pasiva y miserable; entre moros, cristianos y judíos, católicos y protestantes después; entre una región septentrional en progreso, de industria desarrollada, que mira hacia Europa, y una región meridional en decadencia, africana ya, donde la agricultura sobrevive a sí misma; entre provincias vueltas hacia el mar y otras recogidas sobre sí mismas porque numerosas cordilleras las condenan a la asfixia.

España no es una sino múltiple, y las líneas de fractura coinciden raramente en tan diversos planos. A despecho de engañosas apariencias, el país está desprovisto de unidad. Esta ha sido fabricada artificialmente contra el Islam, algo más naturalmente contra Francia, pero nunca se ha solidificado realmente. En cuanto deja de amenazar el enemigo, la diversidad reaparece. España vuelve a sus querellas y los problemas quedan en suspenso.

Si se observa la península en vísperas de la Revolución francesa o, cien años más tarde, tras la primera República, hay que rendirse a la evidencia. España no avanza; gira sobre sí misma por los mismos caminos y tropieza con los mismos obstáculos: reforma social, reforma fiscal, reforma religiosa, reforma agraria, reforma constitucional. En tiempos del despotismo ilustrado con Carlos IV, Fernando VII y María Cristina como en la época de la Monarquía constitucional con Isabel II, el país se muestra incapaz de acción reflexiva y sostenida. Está agitado por sobresaltos, movido por el pronunciamiento más que por el encadenamiento ordenado de los acontecimientos. Estas sacudidas y estas querellas impiden solucionar los problemas que plantean la política y la economía.

En el plano político, la fragilidad del trono se hace notar de dos maneras. Existe un conflicto entre el rey y el pueblo; existe otro dentro mismo de la casa real.

El conflicto rey-pueblo se debe a la incapacidad de la monarquía para realizar las reformas indispensables y a su debilidad en sus relaciones con Napoleón. Si su expedición a España fracasa, se debe menos a la acción de Carlos IV -¡ qué revelador es el cruel cuadro de Goya!- que al levantamiento en masa del pueblo español.

Dejando a un lado los caducos mecanismos monárquicos, éste comienza a gobernarse a sí mismo con ayuda de técnicas populares -juntas, cortes-, que aplican los principios democráticos lanzados por la Revolución francesa a través de Europa: soberanía nacional, supresión de privilegios, igualdad ante la ley. Por primera vez una constitución -la de 1812- menciona la existencia de la nación: " El carácter netamente español de esta lucha merece atención. La voluntad del pueblo pasaba por encima de la abdicación del Estado. Ello venía desde abajo, de los pueblos y de la gente; y por primera vez se producía un despertar de este tipo. La conciencia nacional nacía en la cólera " (1). Pero la nación se deshace cuando se marchan los franceses. Reaparece el rey, apoyándose en un pronunciamiento para recuperar su absolutismo y no deber nada a su pueblo. Este, a su vez, usa armas revolucionarias. España se gobierna a base de golpes de Estado, hasta el punto de que el conflicto se internacionaliza y Chateaubriand, ministro francés de Asuntos exteriores, aprovecha tan hermosa ocasión de "rehabilitar la escarapela blanca". Restablecido en su trono por los franceses tras esta segunda guerra de España, Fernando VII instituye de nuevo el absolutismo; después del terror blanco, otro terror blanco. Al final de cada lustro se reproduce el mismo fenómeno, hasta el momento en que la querella carlista debilita a la casa reinante y la obliga a pactar con sus adversarios, a reemplazar el despotismo ilustrado por la monarquía constitucional. Pero el absolutismo está incrustrado en el corazón de estos monarcas, y la Constitución de 1837 no se respeta. Exilada un momento, María Cristina, reina y después regente, no deja de ser el verdadero dueño de España, ya sea porque inspire a su hija Isabel II, ya sea porque gobierne ella misma, reprimiendo vigorosamente las manifestaciones españolas de la revolución europea de 1848. Isabel sigue su ejemplo, hasta el día de septiembre de 1868 en que el éxito del pronunciamiento del general Prim en Cádiz provoca la caída de los Borbones, la partida de la reina y la llegada, en breve plazo, de una primera experiencia republicana. El conflicto que oponía el rey al pueblo ha minado el primer puntal del trono, mientras que el conflicto dinástico atacaba al segundo.

Este conflicto dinástico se materializa en las guerras carlistas, que enve- nenan la atmósfera de España durante todo el siglo XIX. A la muerte de Fernando VII, en 1833, estalla una querella entre la regente y su cuñado (2), y en el origen del establecimiento de una monarquía constitucional, se encuentra esa lucha por el trono.

Calmada en 1840 a consecuencia de un desastre, la guerra recomienza en 1848-1849; la agitación que se generaliza en Europa ofrece una ocasión tan propicia que el pretendiente haría mal no aprovechándola. La llegada en 1857 de un obstáculo insuperable para los carlistas en la persona de un heredero varón, el príncipe Alfonso, hijo de Isabel II, no les desalienta sin embargo definitivamente; en 1872-1873 se lanzan a salvar el honor. Hasta 1876, el pretendiente carlista, vencido en esta tercera guerra, no renuncia de hecho a sus pretensiones y se exila a Francia.

Este doble conflicto pone de relieve la inestabilidad política de España. Los motores de la vida política son el golpe de Estado y la guerra. Las constituciones se ven raramente respetadas. La corona agota todos los medios, legales e ilegales, antes de estrellarse ante la coalición de sus adversarios. Entre ella y la nación ya no hay entendimiento posible.

En el plano económico, esta primera mitad del siglo XIX es el momento de la agonía del antiguo régimen. España es un país cuya actitud a este respecto siempre ha sido extraña. En la época de la conquista de América se apoderó de inmensas riquezas pero no supo invertirlas. Según un dicho de la época, España se come al Nuevo Mundo pero son los Países Bajos quienes engordan.

" España saca de América el oro que necesita para comprar sin fabricar. Toma del otro lado del océano lo que entrega al otro lado de sus fronteras y todo ocurre como si el país no sirviera sino de intermediario fastuoso... Esta fortuna que los galeones traen a los muelles, a la tierra de España, no sirve para edificar una prosperidad española. El oro se iba de España como había venido, camino de las plazas comerciales de Genova, Brujas, Ostende, Rouen, Anvers, de Nuremberg y Augsburgo, donde llenaba las arcas de los banqueros Fugger, grandes prestamistas en otro tiempo de Carlos V, que les había concedido el privilegio de recaudar los impuestos en España... El drama de España cubierta de oro caminando hacia la pobreza ha sido descrito por el economista español Carande: "Los metales preciosos entraban por Sevilla y pasaban fugitivamente (reservándose sin embargo un quinto para el Estado) sin que la economía española pusiera en marcha las fuerzas capaces de detenerlos y dirigirlos hacia los canales estrechos de la producción nacional. Para reforzar ésta conforme a las exigencias de la situación hacían falta hombres para los campos y los talleres, productos y manufacturas para los mercados españoles, previsión y sentido económico en las clases dirigentes ". Pero la España de la Inquisición y del Escorial carecía por completo de estas cualidades " (3).

Así pues, España es artificialmente rica desde la época del siglo de oro, ya que no emplea más que una pequeña parte de esta riqueza traída del exterior, ya que no emplea el oro americano en explotar sus yacimientos naturales europeos. Pero, a partir de la Revolución francesa Europa está en llamas, el país queda separado de sus colonias, que se emancipan o caen en la órbita de Gran Bretaña. Es ya demasiado tarde para remediar los males acumulados por siglos de errores. En 1850 la producción siderúrgica no alcanza más que la quinta parte de la producción siderúrgica belga; la de carbón apenas supera el millón y medio de toneladas, mientras que Francia extrae seis veces más de sus minas. El conjunto de la población obrera comprende 260 000 personas en el momento en que sólo la ciudad de París supera la cifra de 400 000. El desinterés manifestado por los hidalgos por las cuestiones de finanza y comercio, el anterior derroche de las riquezas americanas impiden las inversiones de capital español y abren las puertas al capital extranjero, en cuya colonia se convierte España. La especulación, el agio, la exacción tienen amplio curso. España no se moderniza por sí misma, la modernizan los países vecinos, propietarios de minas y fábricas. La formación de una industria española poderosa e independiente se ha frustrado para siempre. El censo realizado en 1858 testifica que solamente existe, en este país de 16 millones de habitantes, un 3% de industriales y un 5,5% de obreros. La desigualdad de la distribución por sectores es puesta en evidencia por ese mismo censo: España cuenta con un 66% de agricultores.

Estos son en su mayoría simples jornaleros que cultivan la tierra sin poseerla. Afincados frecuentemente en los inmensos latifundios del centro y del sur, viviendo en condiciones cercanas a la carencia absoluta, estos hombres forman un proletariado agrícola a la espera de una reforma agraria indispensable para su supervivencia. A finales del siglo XVIII la creación de " tierras comunales " para los campesinos y la organización de arriendos a largo plazo han constituido un paliativo que permite retrasar esta reforma, que no puede ser realizada sin desagradar a los privilegiados que constituyen la clase dirigente y que no trabajarán nunca contra sí mismos (4). El aplazamiento de la reforma agraria aumenta los riesgos de guerra social. No obstante, en 1836 los acontecimientos hacen pensar que la reforma va a realizarse. Para ganar a los campesinos a la dinastía de los Borbones y lanzarlos contra el carlismo el primer ministro Mendizábal, deseoso además de sacar a flote las finanzas del Estado, hace votar la llamada ley de desamortización, que permite poner en venta las tierras comunes, las propiedades corporativas y las eclesiásticas sin acometer, sin embargo, una verdadera redistribución de las tierras. Para llegar a este resultado haría falta que los pequeños campesinos y los jornaleros, carentes del dinero necesario, pudieran obtener préstamos del Estado. Pero no hay que pensar en ello ya que el ministerio, en busca de fondos, no podría plantearse tales préstamos. Quién podrá entonces adquirir las tierras puestas en venta (5) sino los que ya poseen dinero, los grandes propietarios o los especuladores. La estructura agraria del país no se modifica; los terratenientes acrecientan su poder, los jornaleros se hunden en la miseria donde se les unen los pequeños campesinos, a quienes la venta de las tierras comunales ha dado un golpe decisivo. " La mayoría de los españoles continúa trabajando la tierra mientras la nobleza propietaria vive en Madrid o en las capitales de provincia. Un " administrador " lleva los asuntos. A veces este mismo administrador se convierte en el jefe político de la circunscripción, el "cacique"; campesino rico que representa al señor, nuevo feudal sin castillo y sin grandeza. El mejor símbolo del " orden " económico, político y social en los campos españoles es la Guardia civil, creada en 1844... " (6). Hay que prever en efecto crisis gradualmente más violentas, pues los motivos económicos de descontento se añaden ahora a los motivos políticos. El primer sindicato -la asociación de los tejedores- se forma en Barcelona poco antes de 1840; disuelto a partir de 1841 por el gobierno, ha mostrado sin embargo el camino a seguir y su ejemplo cunde rápidamente. La primera huelga general estalla en 1855. Cinco años más tarde, la revolución social agrícola toma el relevo de la revolución social industrial. La ley de desamortización ha disminuido de hecho el número de campesinos y aumentado el de jornaleros, que alcanza 2 290 000 en una población activa de 6 175 000 personas. Estos proletarios de la agricultura inician a partir de 1860 un movimiento campesino que resurge periódicamente.

En el momento en que la monarquía se hunde, la destrucción de los bienes de manos muertas, de los mayorazgos, de los bienes comunales se ha consumado; España está en trance de perder sus colonias y de venderse al extranjero. Esta decadencia y estas transformaciones traen consigo la ruina de la pequeña nobleza y del campesinado, el nacimiento de cierta burguesía y del proletariado. Por consiguiente, en 1868 la crisis política se empareja con una crisis económica y con un desequilibrio social. Los problemas esenciales, planteados ya cien años antes, siguen siendo los mismos. Todo está dispuesto para la explosión.

Un siglo más tarde las explosiones se han producido en cadena, y los problemas siguen siendo los mismos en sus grandes líneas. España ha conocido dos repúblicas, la monarquía, dos dictaduras. Sin embargo, sigue estando en crisis. Esta afirmación exige una explicación y una justificación.

Amarrada al continente evolucionado de forma más duradera, habiendo conocido siglos de gloria, dominado a Europa, conquistado un imperio más allá de los mares, España no ha sabido desprenderse del pasado. En ella lo anormal ha sido lo normal, escribe lúcidamente Ortega y Gasset. Sufre una crisis cuyo análisis constituye la primera parte de esta obra.

En 1969, el régimen político del general Franco ha celebrado su trigésimo aniversario. Un espacio de tiempo semejante es suficiente para fundar perdurablemente instituciones políticas, económicas, sociales. Los elementos que caracterizan la vida actual de España, ¿ permiten pensar que España ha salido del marasmo, que ha encontrado la estabilidad que necesita un Estado moderno ? ¿ Qué balance puede establecerse, qué perspectivas se ofrecen ? Estas son las preguntas a las que la segunda parte se esfuerza en dar respuesta.



NOTAS


1. Dominique Aubier y Manuel Tuñón de Lara: Espagne, París, 1966, p. 66-67.

2. A la muerte de Fernando VII (29 de septiembre de 1833) estalla la primera guerra carlista: María Cristina, cuarta esposa y única viuda de Fernando VII, reina en nombre de su hija Isabel II, menor de edad, y lucha contra don Carlos. En diversas ocasiones a lo largo del siglo las constituciones reconocerán el derecho de las mujeres a reinar (pero prefiriendo a los hombres en igualdad de grado) sin convencer a los carlistas. Si creemos a Alvarez del Vayo (Les batailles de la liberté. París, 1963, p. 8), el verdadero problema no era la presencia de una mujer en el trono: " Los partidarios de don Carlos temían ver a una princesa sin firmeza y sin experiencia dejarse influenciar por algún politiquillo liberal que se convertiría en consejero o amante suyo. Es el odio del liberalismo lo que esencialmente animaba a los carlistas. "

3. D. Aubier y M. Tuñón de Lara: Op. cit., p. 52, 54, 55.

4. La situación es idéntica respecto a la reforma fiscal. " En la constitución de la España "moderna" [...] lo que domina las costumbres de vida, las fórmulas de pensamiento, será la herencia [...] de la larga lucha medieval, la concepción territorial y religiosa de la expansión, y no la ambición comercial y económica" (P. Vilar: Histoire de 1'Espagne, París, 1968, p. 25).

5. La Iglesia, que consigue suspender la aplicación de la ley entre 1844 y 1855, es indemnizada por el Concordato de 1859.

6. D. Aubier y M. Tuñón de Lara: Op. cit., p. 76.