El miedo al conocimiento histórico

Angel Viñas
 
La providencia hecha pública por el juez Baltasar Garzón ha tenido efectos fulminantes. No es para menos. A los 33 años de que el general Francisco Franco pasara a ese estado en que sus responsabilidades como gobernante habrán sido juzgadas por Dios, aunque todavía no por la Historia, Garzón ha emplazado a la maquinaria administrativa a que dé los pasos que permitan estimar si procede abrir algún tipo de procedimiento llamado a arrojar luz sobre el capítulo más sórdido del anterior régimen.

Las reacciones de algunos cualificados representantes del principal partido de la oposición han sido negativas. No hay que «abrir las heridas del pasado». No hay que «echar piedras sobre nuestro propio tejado». Son argumentos que para cualquier historiador, y para un segmento significativo de nuestra sociedad, resultan aberrantes. ¿Qué tiene el pasado español para que su escrutinio deba permanecer cerrado a cal y canto? ¿Qué debe ocultar una democracia que tanto se enorgullece de serlo? ¿Pueden ponerse puertas al viento o encadenar el conocimiento? ¿No tenemos un precepto evangélico que afirma que la verdad nos hace libres? ¿Habrá que transmutarlo en un remedo del obsceno lema nazi de que el trabajo, en los campos de concentración o de exterminio, era lo que «liberaba»? Yo me quedo con la advertencia -que tomo prestada a Hilari Raguer- de alguien a quien nuestra derecha política y judicial probablemente no considerará como un izquierdista travestido: León XIII. La primera ley de la historia es no osar mentir. La segunda no tener miedo a decir la verdad.
Debemos abrir el pasado por, cuando menos, tres razones. La primera es de naturaleza técnica. Las otras dos traducen una valoración axiológica que no debería ser desconocida para nuestra derecha. En lo que se refiere a la primera conviene señalar que es precisamente en estos últimos años cuando han empezado a crearse las condiciones materiales precisas para poder abordar científicamente, desapasionadamente nuestro pasado. Aunque subsisten excepciones -de las que este periódico se ha hecho eco el pasado mes de agosto- relacionadas con los archivos que dependen del Ministerio de Defensa y en los que se remansan los expedientes de miles y miles de causas judiciales, de Consejos de guerra y, por ende, los datos macabros de la represión efectuada por el aparato militar, en general tanto en España como en el extranjero la apertura de fondos sobre la guerra civil ha alcanzado un grado notable. Con lo que ya hay disponible cabe triturar la mayor parte de las interpretaciones aducidas por los servidores de la dictadura y el nunca añorado Ministerio de (des) Información sobre su génesis y desarrollo. Ha llegado, pues, el momento de aprovecharlos.
La segunda razón estriba en evitar hacer el ridículo como país, como Estado, como colectividad, como españoles. ¿Es que acaso tenemos genes que nos hagan incapaces de afrontar nuestro pasado? Los sudafricanos, los chilenos, los argentinos, los rusos, por poner unos cuantos ejemplos, han dejado ya en pañales a quienes nos enorgullecíamos de una transición presentada como modélica.
El juez Garzón ha co-escrito un libro sobre la represión argentina. Me tocó presentarlo hace unos meses en Bruselas. Saltó a la fama mundial con su acoso al nunca lamentado general Pinochet (un alma de la caridad en comparación con Franco). Supongo que es sensible a la experiencia comparada. En esta dirección, ¿sabe nuestra derecha política y judicial algo de los avances que en los últimos 20 años se han hecho, por ejemplo, en Rusia para lidiar con los horrores del estalinismo? Con dificultades, sí, pero sin pausa. Me atrevo a afirmar que el nivel de su conocimiento, tanto allí como en Occidente, gracias a la labor de investigadores rusos, británicos, norteamericanos, franceses, alemanes, japoneses, etcétera, es muy superior al que los españoles tenemos sobre los horrores del franquismo.
Utilizo conscientemente el término de «horrores» en los dos casos no porque sean similares en número e intensidad (las más recientes estimaciones sobre los muertos en la Unión Soviética en el período de las grandes purgas, años 1937-1938, los cifran en torno a un millón de personas) sino porque responden al mismo intento de liquidar físicamente al mayor número posible de presuntos oponentes.
Habrá, sin duda, lectores de buena fe que se escandalicen ante tal afirmación. ¿Cómo atribuir tal propósito a un soldado católico, adicto al palio y al nacionalcatolicismo? Cabe demostrarlo. No, desde luego, con páginas entresacadas de sus inexistentes diarios sino, como en el caso de Stalin, por sus acciones mismas, esas que no se reflejan en los discursos ni en los periódicos pero que dejan huellas en el secreto de los archivos. Precisamente el tipo de fuentes que nuestra derecha política y judicial parece querer mantener cerradas bajo el lema de no ahondar las heridas del pasado. Franco no condujo la guerra con criterios esencialmente militares, como hubieran hecho muchos de sus generales, sino siguiendo postulados estrictamente políticos. Que se sepa no era asiduo de Clausewitz pero sí consciente de que la guerra era una forma de política que se llevaba a cabo por otros medios. Desde el primer momento se preocupó de poner en práctica lo que eufemísticamente denominó la «purificación» de España. Es difícil que tuviera el menor remordimiento cuando el cardenal primado, Isidro Gomá, y siguiendo sus instrucciones máximo inspirador de la Carta Colectiva del Episcopado español, podía escribir que «los rojos matan por sistema. Nosotros matamos, a pesar de nuestros deseos contrarios, obligados por la justicia».
Sólo que en el caso de Franco la referencia a esta última sobraba. Un soldado que alargó deliberadamente «su» tipo de guerra, sin tener en cuenta lo que la prolongación implicaba en términos de víctimas y de destrucción, tanto en las filas contrarias como en las propias, no iba a detenerse ante tales escrúpulos que probablemente eran, además, espurios.
La tercera razón tiene que ver con el precepto de honrar a los muertos. Es algo que suele hacerse en todo tipo de sociedades, también en las católicas. Si los nombres y cadáveres de las víctimas del terror que la sublevación militar desencadenó en zona republicana han sido honrados desde el final de la guerra, un número indeterminado, pero muy significativo, de los ejecutados sumariamente en la franquista todavía yace en fosas olvidadas, en rincones perdidos, en lugares ignotos. Es más, a juzgar por lo que se afirma en un libro reciente sobre las víctimas de la represión en Valencia, en ocasiones ha habido que recurrir al Juzgado ante la posibilidad de que pudiera ocurrir algo con las pruebas documentales sobre las inhumaciones en el cementerio municipal. Se estima que más de 26.000 personas fueron sepultadas en fosas comunes desde el 1 de abril de 1939 hasta el 31 de diciembre de 1945 en la ciudad del Turia. Es un número que se acerca al de las víctimas de la dictadura argentina. Que haya que utilizar tales procedimientos para que no se «pierda» el reflejo del pasado es, pura y simplemente, una vergüenza.
El deseo de querer cerrar las puertas al conocimiento es pueril. No lo ha logrado ninguna sociedad. Los horrores del nazismo, del fascismo, del comunismo se han documentado, aunque sea con lagunas. La Alemania de Adenauer intentó parar el proceso durante algún tiempo. Desde De Gaulle a Mitterrand se quiso echar el cerrojo sobre la complicidad del Estado francés en la Shoah bajo el régimen de Vichy. Los análisis internos sobre el terror estalinista no salieron a la luz en los años cincuenta del pasado siglo. Más tarde se convirtieron en una pieza fundamental para desentrañarlo. ¿No habrá aprendido nada nuestra democracia? ¿Acaso temblarán sus fundamentos porque se documenten la extensión y profundidad de la represión franquista en la guerra civil y en el montaje de la dictadura? La respuesta es negativa. Nos merecemos otra cosa.
En El País, 05/09/2008
Ángel Viñas, historiador, va a publicar próximamente El honor de la República.

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