José Álvarez Junco, El País, 3.1.2009
Para la mayoría de quienes la vivieron, Manuel Azaña personificó, como ningún otro de sus protagonistas, la Segunda República. Para sus partidarios, encarnaba los valores cívicos y laicos del régimen, como para sus enemigos los demoniacos y antinacionales. Para bien o para mal, él era la República. Y con razón, según se deduce de este libro de Santos Juliá. Un libro muy esperado por quienes habían seguido la trayectoria de este autor, que sobre Azaña publicó ya en 1990 una biografía excelente -aunque parcial, pues sólo cubría la política y sólo los años 1930-1936-, prologó en 1997 los Cuadernos robados y recopiló e introdujo el año pasado las Obras completas. Nadie, pues, más cualificado para ofrecer, como hace ahora, una biografía completa del segundo y último presidente de aquel régimen iniciado en la euforia multitudinaria de abril de 1931 y hundido en el sangriento enfrentamiento de 1936-1939.
Este volumen es mucho más que una repetición o resumen de ideas o páginas anteriormente publicadas por Santos Juliá. Se trata de una obra nueva, coherente y cerrada en sí misma. Una obra, además, centrada en el personaje, pues debatir los problemas políticos del largo periodo que cubre hubiera exigido una extensión inabarcable. Su tema no es la política española de 1900 a 1939: es Manuel Azaña, su evolución intelectual, estética y política, su psicología íntima, los dilemas específicos con que se enfrentó, las soluciones que ideó y defendió para ellos; y, en especial, los instrumentos políticos que utilizó, lo que casi equivale a decir sus discursos.
Respecto de la imagen conocida de Azaña, lo más innovador que ofrece esta biografía es que no fue un oscuro funcionario catapultado al escenario público por el 14 de abril y que se adueñó de la situación un poco por azar y un mucho por influencia de tenebrosas logias. Juliá dedica casi trescientas páginas al Azaña anterior a 1931, en las que sigue con detalle su formación intelectual y política. Deshace ahí la imagen, que el propio biografiado cultivó, de «señorito benaventino». Nada de bohemia ni de indolencia; por el contrario, trabajo metódico, cuidadosa preparación de conferencias, lectura de libros de difícil acceso en el Madrid de la época; y actividad trepidante, con años en los que pudo ser a la vez secretario del Ateneo, funcionario de la Dirección de Registros y Notariado, pensionado en París, activista aliadófilo y director de revistas literarias como España o La Pluma. Nada, tampoco, de genialidades o giros políticos caprichosos; coherencia, en cambio, alrededor de una idea fija: la transformación del Estado, como instrumento de modernización de la sociedad. Y, pese a ello, tampoco jacobinismo: por el contrario, implicación seria en la opción posibilista dirigida por Melquíades Álvarez hasta que, tras concluir que la monarquía era el obstáculo más insalvable para la democratización y modernización del Estado, se sumó a quienes llamaban a la revolución republicana.
Lo que sí confirma esta biografía es que Azaña era un político «intelectual», en el mejor sentido de este término, es decir, alguien que estudiaba a fondo los problemas, tanto a partir de la historia española como por comparación, en especial del modelo francés. Pero intelectuales metidos en política había habido en España desde hacía décadas: desde Salmerón o Azcárate hasta Ortega, pasando por los noventayochistas y los trágicos exégetas del «problema español». ¿En qué se diferenciaba Azaña? De la generación del 98, en que veía en ellos pura rebeldía sin objetivo político, sin plan alguno para reformar el Estado; en que proponían caudillos, hombres providenciales, «cirujanos de hierro», sin comprender que sólo la democracia asentaba la legitimidad del sistema. De Azcárate u Ortega, que no piensan en política, sino en principios ético-filosóficos o en tarea pedagógica. Aunque cabría preguntarse si el propio Azaña no relegó también la política. Porque su propio planteamiento de estadista, sus serios y coherentes diagnósticos histórico-políticos -que hacían de él un ser tan «raro»-, son la base de su convicción y de su atractivo, pero también de su insoportable sentimiento de superioridad, de su convencimiento de que todo lo podía resolver con un discurso. Lo que le llevaba a no dedicar tiempo a organizar un partido, a crear redes de clientelas, a buscar acuerdos con intereses corporativos; que son la esencia de la política.
Otro aspecto en el que esta biografía pulveriza la imagen acuñada por los enemigos de Azaña es el de su supuesto antipatriotismo. Azaña defiende el sentimiento nacional, pero en la línea de Cicerón o Maquiavelo: como orgullo de pertenecer a una sociedad capaz de dotarse de instituciones libres. La nación, así entendida, es para él un instrumento de modernización. Las identidades culturales se forjan, sin duda, a lo largo de siglos, pero sólo son naciones modernas cuando se asocia a ellas el sentimiento de soberanía colectiva sobre el territorio que convierte a los súbditos en ciudadanos. De ahí que las naciones, lejos de ser eternas, sean necesariamente recientes, observación en la que Azaña se adelanta a los enfoques hoy dominantes sobre el tema. La nación en la que él piensa es, además, compleja, y permite el reconocimiento de identidades culturales diversas. Lo que le hace defender el Estatuto catalán (a diferencia de Ortega, que sólo predica «conllevar» el «problema»), como instrumento de modernización, como avance hacia la adecuación del Estado a la realidad social. Siempre, claro está, que no fomente sentimientos patrióticos basados en la identificación étnica, que responden -en palabras del propio Azaña- a un «concepto islámico de la nación y del Estado» y cuyo modo de expresión es el «alarido».
En conjunto, el retrato que de Azaña ofrece Santos Juliá es muy positivo. Se identifica, en buena medida, con su biografiado, en el que apenas aprecia carencias o errores. No se plantea si la actuación de Azaña durante el segundo bienio no coadyuvó al triste final del régimen. No pidió, sostiene Juliá, la disolución de las Cortes tras los resultados electorales de 1933. Pero su pasividad como diputado en 1934-1935 no es coherente con su reiterada defensa del Parlamento como eje de la democracia; y su participación en las maniobras para desbancar a los radicales tras el asunto del estraperlo ayudó a liquidar el centro político en los cruciales meses anteriores a febrero de 1936. Ante la intentona revolucionaria de octubre de 1934, Juliá reconoce su ambigua actitud; y detalla sobre sus iniciativas en pro de una mediación británica durante la Guerra Civil, que en alguna ocasión sobrepasaron sus atribuciones constitucionales.
Los últimos momentos de la vida de Azaña son sobrecogedores. La Guerra Civil, drama personal y colectivo para todos, lo fue en especial para él. Era lo peor que podía imaginar. Todo su esfuerzo por civilizar el sistema político, por crear una nación de hombres libres, se venía abajo. Ante la tragedia sintió horror, asco, tentaciones de dimitir, en especial cuando le llegó la noticia de los asesinatos en la Modelo de Madrid, entre otros el de su antiguo jefe, Melquíades Álvarez. Pero eso no quiere decir, insiste Juliá, que fuera una «tercera España». Supo siempre muy bien que los culpables de la matanza eran quienes habían urdido y perpetrado el golpe de Estado, un crimen de lesa patria. Los siguientes, en orden de culpabilidad, eran las democracias europeas, que habían abandonado al régimen republicano a su suerte. Pero atribuía también responsabilidad a los «leales», por ser incapaces de imponer disciplina e impedir los desmanes de sus grupos más radicalizados. Todo ello explica su aislamiento y su depresión, que le acabó llevando a su shakespeariana agonía de 1940, en un hotel provinciano, protegido por la bandera mexicana de los nazis y los comandos enviados por Serrano Suñer para raptarle y poderle fusilar en España.
Un libro apasionante. Será, durante mucho tiempo, la biografía de referencia de Manuel Azaña.
Santos Juliá, Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940), Taurus Madrid, 2008, 394 pp,