Vicenç Navarro, Público, 16.7.2010
En las últimas semanas hemos visto toda una serie de acontecimientos que están impactando a las clases populares de las distintas naciones y regiones de España. Uno, el más importante, es la enorme avalancha neoliberal, liderada por las derechas europeas (que dominan las instituciones de la UE) con la complicidad de partidos gobernantes de centroizquierda, que está reduciendo significativamente los derechos y beneficios laborales y sociales de la ciudadanía de los países de la UE, incluyendo España.
El otro hecho es el dictamen del Tribunal Constitucional (TC) que recorta significativamente el Estatut aprobado por el Parlament, las Cortes Generales y refrendado por el pueblo catalán en referéndum, y que generó, como protesta a tal dictamen, la manifestación más grande que jamás haya existido en Catalunya. Y por último, el pasado domingo, la selección española (en la que los jugadores del Fútbol Club Barcelona, el Barça –un símbolo del catalanismo identitario–, eran el grupo más extenso dentro del equipo) ganó el Mundial de fútbol, lo cual creó grandes movilizaciones en gran parte de España (incluyendo Catalunya) que las derechas están intentando contraponer a la movilización del día anterior en Catalunya, que supuestamente amenazaba la unidad de España.
Todos estos hechos corresponden a un contexto político común que, por paradójico que parezca, reflejan las mismas coordenadas de poder. La avalancha neoliberal responde a unos intereses de clase bien definidos. El mundo financiero (responsable de la crisis) y el mundo de las grandes empresas y sus instrumentos políticos están consiguiendo (con la ayuda de los medios afines) lo que han querido durante muchos años: el debilitamiento del mundo del trabajo. Mientras que los beneficios del gran mundo empresarial crecieron en el primer trimestre del 2010 un 18,5% (según las cifras de la Agencia Estatal de Administración Tributaria), las rentas del trabajo continuaron descendiendo un 8%. La reducción del gasto público (incluyendo el gasto público social) y la desregulación del mercado de trabajo tienen como principal objetivo debilitar al mundo del trabajo (incluyendo sus sindicatos).
Para ocultar esta realidad, se ha construido todo un entramado ideológico promovido por los establishments mediáticos y políticos neoliberales que argumentan que tales medidas son necesarias para recuperar la confianza de los mercados financieros (es decir, de la banca, que fue la que causó la crisis en primer lugar). Como bien escribió Mark Weisbrot, codirector del Center for Economic and Policy Research de Washington, en The Guardian (09-07-10), los argumentos que el establishment neoliberal de la UE y el Fondo Monetario Internacional están promoviendo carecen de validez científica. En realidad, España fue uno de los países de la UE-15 que cumplió más con la ortodoxia neoliberal, habiendo alcanzado una de las deudas públicas más bajas de la UE-15, y un superávit en los presupuestos del Estado en los tres años que precedieron la crisis. Y, a pesar de ello, España está en el centro de los países que más están sufriendo la crisis. Y ello no se debe al crecimiento “desmesurado” del gasto público (como lo presentan los neoliberales), sino al comportamiento especulativo de la banca (creando el boom inmobiliario) y a las políticas regresivas fiscales, que facilitaron el crecimiento del déficit cuando disminuyó la actividad económica.
Estos sacrificios son enormemente impopulares. De ahí que en España las derechas recurran a las banderas para conseguir el apoyo popular que sus políticas económicas le niegan. La derecha nacionalista española es heredera del Estado fascista que dominó España durante 40 años y que justificó el enorme daño que conllevó (España tenía el PIB per cápita de Italia en 1936; en 1975, el PIB de España era sólo un 64% del de Italia), con el argumento de derrotar al comunismo y al separatismo, defendiendo “la unidad de España” (el eslogan utilizado por el fascismo y el posfascismo para justificar la imposición de una España radial, uniforme y excluyente). En defensa de unos intereses de clase, impusieron el mayor retraso económico, político, social y cultural que haya habido en Europa. Los datos hablan por sí mismos (ver mi libro El subdesarrollo social de España).
Sus herederos –el Partido Popular– han continuado haciendo un enorme daño a las clases populares de las distintas naciones y regiones de España, habiendo sido el Gobierno del PP el que, con sus políticas de desregulación del suelo y políticas fiscales regresivas, originaron la crisis actual. Y ahora, en su intento de capitalizar el anticatalanismo (que sembró la dictadura en la población española), se ha opuesto al Estatut que fue aprobado por los representantes del pueblo catalán y del pueblo español, argumentando que rompería España. La sentencia del TC, que ofendió (en su procedimiento, en su narrativa y en su dictamen) al pueblo catalán, ha creado tensiones totalmente innecesarias. Si el TC hubiera aprobado sin más el Estatut, España hubiera continuado unida. En realidad, se ha ido implementando durante cuatro años sin que apareciera ni siquiera una fisura. El Estatut representaba una redefinición de España. Es la resistencia a esta redefinición liderada por la derecha española la que está estimulando la rotura de España, pues el independentismo se está alimentando de esta insensibilidad hacia aceptar una España que respete su plurinacionalidad.
Pero España es plural, y el mejor indicador de ello es la selección española de fútbol, en la que precisamente el contingente del Barça jugó un papel clave en la victoria. Cuando el Barça ganó la Champions y sus jugadores expresaron con orgullo “Visca Catalunya!” en un Camp Nou lleno de senyeras, varios medios madrileños presentaron tal movilización como prueba de un incipiente separatismo. La mejor prueba de tal falsedad es que, el pasado domingo, estos “supuestos” separatistas jugaron un papel clave en dar la victoria a España. ¿Hasta cuándo continuará la derecha dividiendo a España?
Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra y profesor de Public Policy en la Johns Hopkins University