La transición impugnada

La sombra de la guerra civil planea sobre España
Xavier Diez
El pasado 30 de septiembre [de 2005], tras una interminable negociación, 120 de los 135 diputados del Parlamento de Cataluña votaron a favor de un nuevo estatuto de autonomía, o lo que es lo mismo, la nueva ordenación legislativa e institucional de una de las naciones más antiguas de Europa. Lo que comenzó como una simple reforma de un estatuto anterior, aprobado veintiséis años atrás en plena Transición, acabó siendo una nueva ley que en el sistema jurídico español posee categoría de Ley Orgánica (la de mayor rango contemplada por la Constitución).

La catalanofobia o la cortina de humo de los poderes fácticos ante el temor republicano.
Nuevo estatuto autonómico, viejo estatus institucional
Tras casi año y medio de discusiones, todas las fuerzas parlamentarias exceptuando el Partido Popular (el mismo de Aznar), que en Cataluña mantiene una representación entorno al ocho por ciento del censo electoral, aprobaron una nueva ley suprema autonómica que trata de adaptar la realidad catalana a los nuevos retos del presente (inmigración, nuevas tecnologías, globalización) y de corregir los errores cometidos a lo largo de las últimas décadas de las instituciones catalanas, así como de modificar las relaciones con España, en la dirección de mayor reconocimiento institucional.
El texto, que debe ser discutido por el Congreso de los Diputados en Madrid y sometido al proceso de enmiendas y correcciones propios de todo proyecto de ley, no tardó ni cinco minutos en ser vilipendiado. Una reacción furibunda por parte de la mayoría de los medios de comunicación españoles arreció contra el nuevo Estatut. En muy poco tiempo, periódicos como ABC o El Mundo, conocido el primero por ser el portavoz del franquismo, de los terratenientes y rentistas católicos, y el segundo, por ser uno de los máximos fabricantes de escándalos durante el mandato de Felipe González, iniciaron sus descargas de artillería alertando sobre el presunto desmembramiento de España, la ruina económica del país y la avidez ególatra de los catalanes. La cadena COPE, una emisora de radio sostenida económicamente por la Conferencia Episcopal española, conocida aquí como Radio Ruanda, emitía juicios de opinadores profesionales en los que se incitaba al odio cultural, al boicot comercial y se difundían noticias palmariamente falsas, como la presunta persecución del idioma español en las calles de Barcelona. Aunque el tema no es nuevo, puesto que una campaña similar se produjo cuando el gobierno socialista de Felipe González se sostuvo gracias al apoyo parlamentario de Convergència i Unió, una coalición nacionalista de orientación demócrata-cristiana (1993-1996), en la actualidad, quien posea una televisión, un aparato de radio o pretenda leer periódicos españoles puede sufrir una intoxicación mediática, en la cual puede resultar difícil distinguir entre información, y propaganda. Los órganos de prensa más próximos al partido gubernamental, como El País son más educados y comedidos, pero la hostilidad tanto al proyecto de ley, como a las instituciones y a la sociedad catalana son manifiestas. Al fin y al cabo, exceptuando a los nacionalistas vascos y gallegos, y al testimonial heredero del Partido Comunista (Izquierda Unida), existe un clamor que no hace sino recordar a la localidad balnearia donde Thomas Stockmann, el personaje aislado de Ibsen, es declarado el enemigo del pueblo.
Los argumentos (por así decirlo) para descalificar el nuevo Estatut son, básicamente, tres. El primero, que la nueva reordenación propuesta por Barcelona pone en peligro la unidad de España, el segundo, que revela el espíritu de insolidaridad de Cataluña con el resto del país, el tercero, que supone una ruptura constitucional. No hay que ser muy sagaz para darse cuenta que los dos primeros, por mucho que nos esforcemos, no se aguantan ni con cola de última generación. En ninguna coma de esta nueva ley se contempla la posibilidad de la autodeterminación, a pesar de que algunos partidos nacionalistas lo intentaran, y así lo defienden, como Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) o Iniciativa per Catalunya –Verds (IC-V) (El primero un partido republicano radical, el segundo, una coalición rojiverde). Estaba claro que al someterse al procedimiento jurídico español, y al estar expresamente prohibida esta posibilidad por la Constitución de 1978, además de pasar por el filtro de los expertos constitucionales del gobierno catalán (el Consell Consultiu), los partidos renunciaban a esta posibilidad. En segundo lugar la presunta insolidaridad esconde la voluntad catalana de extender la glasnost en el sistema de financiación autonómica española. Contrariamente a lo exigible en cualquier democracia, las aportaciones que realiza cada una de las diecisiete comunidades autónomas del país a las arcas del estado, así como los ingresos que perciben, permanecen en secreto desde hace varios años. Esta opacidad hace crecer las suspicacias y alimenta la creencia de la discriminación catalana respecto el reparto de los recursos asignados por el gobierno de Madrid. Los estudios privados, que desgraciadamente no pueden cotejarse con los ocultos datos oficiales, estarían en la línea de dar la razón a los nacionalistas, pero la propaganda oficial o los medios anteriormente citados han extendido la opinión por España de la presunta insaciabilidad de los catalanes.
En el tercer punto, en cambio, sí existen razones que justificarían los temores de muchos. Contrariamente a lo que afirman los redactores del Estatut, esta nueva ley podría suponer una ruptura constitucional. De hecho, podría interpretarse como una impugnación del estado surgido de la Transición. Tras tres décadas de la muerte del dictador y veintisiete años de la instauración de una democracia parlamentaria, la experiencia no ha resultado satisfactoria para muchos. En este nuevo texto autonómico hay mucho de frustración, de expectativas incumplidas en el momento en el que salimos del largo invierno de la dictadura franquista, pero en el que no ha cesado de llover desilusión y desencanto respecto al sistema político y social surgido con el nuevo ordenamiento constitucional. Pero esto es otra historia en la que debemos dar algunos pasos hacia atrás.
La Transición o La Gran Desilusión
El primer Estatut de la Segunda Restauración borbónica, se aprobó en 1979. Recién salidos de la dictadura más sangrienta de la Europa occidental tras el fin de la Segunda Guerra mundial, después de un largo período de represión cultural, y tras largas movilizaciones, se consiguió reconocer jurídicamente una autonomía que ya había sido repuesta, de facto, cuando a Josep Tarradellas, el presidente de Catalunya en el exilio, le fue autorizado su regreso, dos años antes, en el otoño de 1977. El contexto durante el cual diversos ponentes se pusieron a redactar la carta magna catalana no fue fácil. Encerrados en un pequeño hotel de Sau, a unas decenas de quilómetros de Barcelona, su aislamiento no les impedía escuchar el ruido de sables, es decir, la rumorología sobre los más que probables golpes de estado de un ejército que siempre ha visto con hostilidad cualquier cosa con acento catalán, y guardián de las esencias del franquismo. Además, todos los aparatos represores de la dictadura franquista permanecían intactos, desde la policía hasta la judicatura, pasando por unos gobernadores civiles y militares que siempre han entendido sus funciones como una especie de administradores coloniales. Aún así, las movilizaciones ciudadanas (se llegó a celebrar una manifestación, en la fiesta nacional catalana de 1977, con la presencia de cerca de un millón de personas para una población que entonces no superaba los seis), impulsó un acuerdo.
Volviendo atrás, y entendiendo la difícil coyuntura con la que nació la actual autonomía de Cataluña, es necesario realizar un apunte histórico sobre las características y la naturaleza de la Transición. Actualmente este período histórico, definido así para calificar el paso de la dictadura a la democracia, y para el cual la mayoría de historiadores fijan una cronología de 1973 (fecha del asesinato del presidente de gobierno, Carrero Blanco) hasta 1982 (cuando el Partido Socialista entra por primera vez en el gobierno sin que el ejército intervenga), es considerado como un mito fundacional de la historia española. La historia oficial lo ensalza como una especie de ejemplo que los españoles dieron al mundo sobre cómo puede una dictadura transformarse en democracia sin derramamiento de sangre. Un sistema que trató de ser exportado, años después, tanto a Latinoamérica como a las antiguas repúblicas populares del este de Europa. Pero un análisis más detallado de la historia, más allá de toda la propaganda de una cierta historiografía oficial (Victoria Prego, Santos Juliá, Javier Tusell) dibuja un proceso histórico, ni tan limpio, ni tan pacífico, ni absolutamente tan modélico (se constatan más de sesenta muertes, la mayoría de ellas causadas por el ejército, la policía o los grupos fascistas) El hecho de que la Transición se haya convertido en un acontecimiento sacralizado de la España actual no debe hacer olvidar que se trató de un proceso fiel a los principios gatopardianos, los mismos que el Príncipe Salina asume; «que todo cambie para que nada cambie».
Tras un régimen autoritario, que en sus orígenes se trató de una dictadura fascista basada en una represión mayor aún que el fascismo italiano, la mayor parte de España contaba, en los años setenta, con una incontestable hegemonía franquista, en lo que se vino a denominar el franquismo sociológico. Es decir, una vez exterminada literalmente la oposición, y las voces disidentes aplastadas por un régimen totalitario, cuando llegó una cierta recuperación económica, a partir de los años sesenta, provocada por el abandono de los principios económicos ortodoxos del régimen y por las inversiones extranjeras, ese desarrollismo fue atribuido al orden político del régimen del general. Exceptuando Cataluña, País Vasco, y buena parte de las grandes ciudades españolas, allí donde hubiera una mínima presencia de la clase obrera, en las amplias zonas rurales, en las capitales de provincia, la oposición mantenía un papel testimonial.
Las elites franquistas, conocedoras de la necesidad de reconvertir el régimen político hacia un estado homologable a su entorno inmediato, empezaron a diseñar los cambios que, sin duda, se sucederían tras la desaparición biológica del general. En este sentido, resultaba obvio que para obtener una legitimación del nuevo orden posterior a 1975 era necesario incorporar a aquellas fuerzas políticas que estuvieran de acuerdo en mantener la estabilidad y protagonizar un proceso tranquilo, en el cual no se discutieran las responsabilidades del pasado ni los privilegios del futuro. En este sentido, los funcionarios del estado y los poderes fácticos vieron en el PSOE y en Felipe González a su aliado natural. Al fin y al cabo, exceptuando las veleidades bolchevizantes del pasado de dirigentes como Largo Caballero, el Partido Socialista Obrero Español siempre mantuvo la aspiración de jugar la carta de incorporación al estado, en una trayectoria similar a los partidos socialistas que mostraron su interés en incorporarse al Imperio Alemán de Bismarck o a la III República Francesa. Ya de hecho, durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), a pesar de no ser reconocidos como tales, fueron beneficiados por la legislación laboral del citado general. Al fin y al cabo, eran utilizados para contener a la clase obrera, mayoritariamente anarquista y apolítica, y para integrar en el sistema a las clases medias. Durante las últimas décadas de monarquía constitucional, en los períodos en los que ha gobernado (1982-1996) y desde 2004 ha demostrado tener un alto sentido de estado, y sin duda, mucha mayor responsabilidad que el Partido Popular.
Por supuesto, la incorporación del Partido Socialista tenía el precio de lo que sería la contención en la calle (los últimos tiempos del franquismo contemplaron grandes movilizaciones en Cataluña, en el norte industrial del País Vasco-Asturias y en la capital de España), la desarticulación-domesticación de los diversos movimientos de la oposición al franquismo (sindicatos, asociaciones de vecinos, grupos anarquistas, feministas,…). Pero, las elites franquistas impusieron un alto precio a todo aquel que pretendiera ser aceptado en el selecto club del estado: la aceptación de toda la simbología de la España fascista; la bandera, el himno y la monarquía. Al fin y al cabo, el general Franco designó a Juan Carlos de Borbón su heredero particular (hecho sancionado mediante una ley de sucesión) y a quien le ordenó, en su lecho de muerte, que mantuviera obsesivamente la unidad de España. Hasta el Partido Comunista de España, con Santiago Carrillo al frente, tuvo que aceptar lo que supuso una humillación pública: aquella bandera y aquel himno que representaban al fascismo durante la guerra civil, y a una monarquía impuesta (saltándose por cierto al padre del rey, Juan de Borbón) que venía a simbolizar la continuidad del régimen.
La obsesión por excluir a todo aquel que osara desafiar al nuevo-viejo orden no impidió, aún así, que tuviera que arrastrarse el problema del desafío nacionalista vasco. De hecho, hasta el momento, ETA sigue siendo todavía un problema no resuelto ( y probablemente sin solución en las circunstancias actuales) porque su esencia va contra la España de 1939 (y su restyling de 1978). Los vascos siguen persiguiendo su independencia política, y desafiando, por tanto, la España constitucional y su obsesión por mantenerse como resto de un imperio que no dejó de retroceder desde la batalla de Rocroi. Tanto es así, que el estado no ha dudado en prohibir el partido independentista vasco por excelencia (Herri Batasuna) que representa a la quinta parte del electorado, o de cerrar los diarios en la lengua propia de la comunidad (Egunkaria), mediante la Ley de Partidos, de 2003.
La excepción catalana
El otro núcleo difícil de dominar para esta lógica del estado, ha tenido su epicentro en Cataluña. Podría considerarse a Barcelona como la capital de la oposición al franquismo, que ya desafió de manera contundente al régimen franquista en 1951 con una huelga general (la huelga de los tranvías) y que ha sido la sede del movimiento obrero, de los grupos vecinales, de la oposición estudiantil, y más allá, de la CNT, o de diversos grupos comunistas heterodoxos y de un profundo sentimiento republicano. Pero además, la capital catalana ha contado con un gran número de disidentes, con unos intelectuales mucho más conectados con las corrientes europeas y con un nacionalismo de resistencia comparable al irlandés en su complejidad, pero también al checo en sus formas. Es decir, una ideología transversal, que acogería a católicos, pero también a republicanos radicales, a clases medias, y buena parte de la clase obrera, pero un movimiento mayoritariamente pacífico, de raíz más cultural que política, con una capacidad de organización, sublimación y resistencia que ha desconcertado a todos aquellos que han intentado su destrucción o neutralización, que no han sido pocos.
La reclamación nacionalista, que acogería a aquellos que buscarían un reconocimiento cultural sin llegar a la ruptura con el estado, hasta los independentistas que buscan un estado segregado, ha sido uno de los ejes transversales políticos que han marcado tanto la historia de Cataluña como los equilibrios políticos en España. Para los administradores del estado, las dinámicas propias de la política catalana siempre han supuesto problemas importantes, porque la ciudadanía catalana, con unas tradiciones políticas bastante diferenciadas de las madrileñas, nunca se ha sometido a los guiones establecidos por el poder. Así, en los años setenta, el proceso de la Transición, estrechamente controlado por las elites, tuvo que enfrentarse a la Asamblea de Cataluña, que, como el término mismo afirma, se trataba de un movimiento asambleario, constituido por grupos políticos clandestinos, instituciones, intelectuales o ciudadanos particulares, que desafiando al estado franquista, eran capaces de funcionar como gobierno alternativo, autónomo y autogestionario, que contaba con la capacidad de reunir a más de un millar de disidentes en la capital catalana, en reuniones clandestinas en las iglesias. Para desmontar tal iniciativa, el gobierno de Adolfo Suárez hizo regresar precipitadamente al presidente de Cataluña en el exilio (Josep Tarradellas) y restaurar al gobierno legítimo catalán que había permanecido desde 1939 en Francia. Esta situación, en la que se perseguía neutralizar a una izquierda poderosa, se dio la paradoja que durante más de un año, Tarradellas era la única autoridad legítima, desde el punto de vista del derecho internacional, en todo el territorio español, por encima del propio rey, quien no disponía todavía del referendo constitucional de 1978.
La voluntad de que la Transición resultara un proceso político tranquilo forzó a las autoridades del momento a transigir con la voluntad autonómica catalana. Pero España, que había sido uno de los estados más centralistas del mundo, y que durante su historia contemporánea ha realizado denodados esfuerzos para diluir las identidades no castellanas, no acabó de digerir que se otorgara un reconocimiento diferenciado a vascos y catalanes, y por ello, sin que esto estuviera expresamente diseñado en la Carta Magna de 1978, inició lo que sería el “Café para todos”, otorgando autonomía a quince comunidades más, muchas de ellas con nula tradición histórica, e incluso inventadas (Castilla se dividió en cinco comunidades diferentes), con el objeto de tranquilizar a muchos españoles y ofrecer la impresión que lo que sucedía en España no era tanto la aceptación de las diferencias nacionales como una simple descentralización administrativa. Cualquier manifestación independentista, a su vez, aparte de ser investigada seriamente por los cuerpos policiales y el servicio de inteligencia del ejército, era denunciada, reprimida o vilipendiada con una fuerza abrumadora por la propaganda oficial y de unos medios de comunicación excesivamente sumisos a los poderes fácticos, y especialmente a los residuos franquista. Al fin y al cabo, a lo largo de los casi tres decenios de restauración monárquica, el estado español ha demostrado resultar una democracia de baja calidad, una especie de democracia a la turca en la que el estado de derecho es relativo, donde puede criticarse al poder político, pero no puede cuestionarse la unidad del estado, ni cuestionarse seriamente sus símbolos (bandera, himno, rey). De hecho, la quema de una bandera española puede suponer seis años de cárcel, o, como ha sucedido recientemente, el líder del partido independentista (clandestino) Herri Batasuna ha sido condenado a un año de prisión por “injurias al rey” al afirmar que Juan Carlos de Borbón “era el jefe de los terroristas” pensando en que es el más alto mando del ejército.
En cierta manera, el nacionalismo es una religión, y en el caso español, se trata de un monoteísmo que no soporta la competencia, y que incluye el ninguneamiento, e incluso la persecución contra todo aquel que no se someta a sus principios teológicos. Para el nacionalismo español, adherido fuertemente en el subconsciente colectivo, las identidades alternativas, o bien resultan incómodas invenciones, o disidencias que resultan imperdonables, que se pueden a veces tolerar, a veces reprimir, pero nunca aceptar. Sorprende a muchos que el catalán sea una lengua de cultura y de expresión habitual en las universidades. Un ejemplo. A principios de 2004, mientras se fraguaba el atentado fundamentalista del 11 de marzo, que costó doscientas víctimas en Madrid, las unidades especiales antiterroristas, más de una decena de agentes retirados precipitadamente del seguimiento de la trama islamista, fueron destinados a investigar, y finalmente detener a un adolescente de catorce años que envió correos electrónicos a diversas empresas para instarlas a que etiquetaran sus productos en catalán. A pesar de que el contenido de los citados mensajes no incluía amenazas ni nada que pudiera hacer pensar que se cometieran ilegalidades, la firma, “el ejército del Fénix” hizo sospechar a los responsables de seguridad, de que se encontraban ante un nuevo grupo terrorista. Probablemente no se habían parado a pensar que aquella expresión no era otra cosa que un préstamo literario. El ejército al cual se refería la identidad del chico de Lloret salía de uno de los libros de Harry Potter. El caso es que el menor fue duramente interrogado por la Audiencia Nacional, e incluso tuvo que someterse a los análisis clínicos de una psicóloga que veía como una anomalía mental que el chico se definiera como independentista catalán. A pesar de haber sido absuelto de todos los cargos, aún está esperando a que le devuelvan el ordenador que le intervinieron.
Tormenta sobre Cataluña
Como comentamos en un principio, a pesar de que grandes nubes se agitaban durante el largo proceso de gestación, el mismo día de la aprobación, tras un complicado acuerdo de todas las fuerzas catalanas exceptuando a la minoritaria sucursal del partido de Aznar, una amplia tormenta de declaraciones y amenazas cayeron sobre Barcelona. El primero, con tono de advertencia, no podía ser de otra forma, provino de la cúpula militar del ejército, que consideraba las aspiraciones autonómicas moderadas como un primer paso hacia la independencia, y a la vez, recordaba que pertenece al ejército velar por la integridad territorial de España. Más o menos, venía a recordar que las fuerzas armadas españolas, a pesar del mucho dinero utilizado en hacerlas más presentables, estaban dispuestas a seguir su larga tradición de considerar como enemigo principal a los civiles desarmados de su propio país, empeñados en su “minimilitarismo teatral”, como diría Emmanuel Todd. Posteriormente, la cúpula de la iglesia, con las objeciones, claro está, del episcopado vasco y catalán, sugerían lo pecaminoso del documento, reafirmando su papel de pilar del estado forjado a partir de 1939, desde una mentalidad fuertemente nacionalista (especialmente desde el sentido que recuerda a su participación en uno de los bandos de la guerra civil). Por supuesto, no podían faltar los pésimos presagios de los grupos empresariales, anunciando catástrofes económicas futuras, y obviando, por supuesto, que aun en el hipotético caso de una ruptura, los estados resultantes continuarían formando parte del mercado único que impone la Unión Europea, y que no hay cosa más insensible a las ideologías que el mundo de los negocios.
Todas estas reacciones desproporcionadas (los únicos con derecho a quejarse respecto al Estatut son los filólogos, dada la confusa y precipitada redacción del documento), y hasta cierto punto, ridículas, constatan un hecho que muchos veníamos años denunciando. Todos, españoles y catalanes, estamos pagando el alto precio de no haber puesto en marcha un más que necesario proceso de desnazificación que hubiera excluido del poder a aquellos con amplias connivencias con el más mortífero de los regímenes políticos de la Europa Mediterránea. La no celebración de unos juicios de Nüremberg, de comisión de la verdad sobre la dictadura y sus colaboradores ha enseñado los límites de una democracia vigilada. En la actualidad, y como ejemplo, no resulta muy difícil seguir la genealogía de los jerarcas franquistas y sus aristocracias financieras desde los años cuarenta, hasta la actualidad, cuando muchos de los más fanáticos fascistas y sus descendientes continúan controlando medios de comunicación, grandes empresas estatales ahora privatizadas, sedes episcopales o sagas militares. La España nacional, la que aplastó a una legítima república mantiene su hegemonía, y también sus obsesiones xenófobas. El tiempo pasa, pero sus valores permanecen.
Desde este control de los auténticos mecanismos del poder, el discurso contra el estatuto de Cataluña, que, como hemos afirmado anteriormente, impugna los resultados de la Transición, se ha convertido en algo hegemónico, y a partir de la propagación de falsedades o del atizamiento del sentimiento anticatalán, está deveniendo un peligro para la convivencia. La hegemonía de los discursos, vehiculados por los medios de comunicación estatales, privados o públicos, impiden cualquier debate serio, donde aparezcan todos los puntos de vista y se admitan discusiones constructivas. Para poner un ejemplo, poco antes de la defensa del proyecto de ley en el congreso el 2 de noviembre, Maria Teresa Campos, conductora del programa matinal líder de audiencia, invitó al actual presidente de Cataluña, Pasqual Maragall a exponer sus puntos de vista. Los tertulianos que la acompañaban, sometieron al político socialista a un duro interrogatorio y a reprimendas públicas diversas en lo que constituyó una humillación impropia de un país democrático. En los debates televisados, no se invita a nadie que defienda el punto de vista del gobierno autonómico, y sí en cambio, algunas cadenas de radio, como la citada COPE estimulan campañas de boicot contra los productos hechos en Cataluña, mientras se habla con desdén de sus ciudadanos.
Pero, más allá de todo el ruido producido por la manipulación informativa (al fin y al cabo, el problema de ETA mantiene un tratamiento similar, y todo aquel que defiende el derecho de autodeterminación vasco corre el riesgo de acabar como Orhan Pamuk, el novelista procesado en su país al recordar el genocidio armenio y kurdo perpetrado por el estado turco). Lo que resulta especialmente significativo es como Cataluña (y el País Vasco) trata de manera absolutamente diferente el pasado reciente respecto a los discursos oficiales del estado español. Desde Barcelona, y su pequeño núcleo de medios de comunicación, se han realizado trabajos de investigación que han divulgado los aspectos más duros y sangrantes del franquismo. Hace dos años causó una gran impresión un reportaje sobre los secuestros de niños robados a sus padres republicanos o comunistas, por parte de los jerarcas franquistas, en unas dimensiones que harían palidecer a las argentinas abuelas de mayo. De la misma manera, se han puesto al descubierto los aspectos más lúgubres de la represión policial y militar durante los años de la Transición o sobre la trama civil y militar, con pistas que apuntan incluso a la casa real, sobre las connivencias que llevaron al intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981, cuando la guardia civil ocupó el Parlamento. A pesar del éxito de audiencias, y de diversos premios nacionales e internacionales, los citados documentales jamás se han pasado por ninguno de los canales de ámbito estatal. Es más, los programas que tratan aquella época, como los reportajes de Victoria Prego o los inspirados por Gortázar, que contribuyen a reforzar la leyenda rosa sobre este período de plomo, siguen reponiéndose una y otra vez, mientras que historiadores aficionados, como Pío Moa, siguen plagiando los libros de propaganda redactados durante los años cuarenta, rescatando la propaganda franquista sin el más mínimo complejo, y evidentemente, negando las evidencias. Es como si el revisionista David Irwing, el negacionista del holocausto, trabajara como programador televisivo.
Por supuesto, nos encontramos ante un estado que está silenciando a sus disidentes, y que no acepta visiones alternativas a las oficiales. Uno podría pensar que aquellos que no comulgan con las historias oficiales, simplemente como ajenos a los núcleos de poder, permanecen en una marginación política y canónica, como realiza el mundo capitalista con sus propios objetores ideológicos, pero, teniendo en cuenta que en 2003 se llegó a aplicar la ley antiterrorista a Martxelo Otamendi, director del diario Egunkaria, y según indican algunos indicios, torturado a pesar de que la Audiencia Nacional no tenía pruebas sólidas o acusaciones concretas, es para ponerse a temblar. Por cierto, Egunkaria, el único diario escrito en euskera, y no especialmente nacionalista ni mucho menos radical, fue clausurado en aquella época, y a pesar de no hallar nada que pudiera inculpar a nadie, permanece fuera de la ley, con su archivo y sus fondos intervenidos desde hace dos años.
En fin, después de toda esta tormenta, uno no puede dejar de pensar que esta fobia antinacionalista, y anticatalana, tiene muchos elementos comunes con el antisemitismo desatado en la Viena de finales del siglo XIX, y posteriormente aumentado durante la Alemania nazi. De hecho, los medios presentan el proyecto de Estatut, como una especie de nuevos protocolos de los sabios de Sión, un documento inventado por los servicios secretos rusos para poder iniciar su campaña de progroms con total impunidad. Al fin y al cabo, como decíamos anteriormente, el Estatut, y la disidencia catalana, impugnan esta forma de concebir España. Catalanes y vascos, como inasimilables a la religión monoteísta del nacionalismo español, acaban siendo paganos infieles a quienes combatir.
Puntos calientes
Según todos los detractores del nuevo Estatut existen tres puntos calientes o inaceptables para las autoridades del estado. La propuesta de una relación de bilateralidad, la definición de la comunidad catalana como nación y la del financiamiento autonómico.
Bilateralidad
En los inicios del período constitucional, y como ya quedó claro en los primeros puntos de este artículo, se desarrolló una relación bilateral entre Cataluña y el estado. La restauración del legítimo gobierno autónomo republicano así lo exigió. De la misma manera, la Constitución de 1978 reconoció el derecho a la autonomía, aunque sin citar a los entes territoriales que la disfrutarían. Esta omisión, sin duda, implicaba el proceso pensado para disolver la identidad catalana con el nuevo mapa de diecisiete comunidades autónomas, buena parte de ellas sin ninguna voluntad inicial de serlo o sin ningún proceso histórico que avalara su inclusión en un mapa autonómico. Pero lo cierto es que el proceso de descentralización llevado a cabo por el estado supuso un fuerte estímulo para las economías de las diversas regiones autonómicas, e incluso para la autoestima colectiva. Al fin y al cabo, algunas ciudades consiguieron capitalidades que implicaron un gran desarrollo y se crearon puestos para un gran número de funcionarios, universidades, y un diseño de infraestructuras que mejoraba enormemente las posibilidades de estos territorios. De hecho, éste fue uno de los motivos por los cuales se frenaron las migraciones interiores durante la década de los ochenta. Hoy nadie aceptaría renunciar a este sistema, provocado por las ansias nacionalistas vascas y catalanas, pero que tantos beneficios han otorgado a las diversas regiones españolas.
Pero claro está, que las intenciones de establecer un nuevo mapa autonómico no consistían en satisfacer unas inexistentes tendencias a la descentralización. La división de España en diecisiete autonomías perseguía diluir las aspiraciones de reconocimiento diferencial de vascos, catalanes, y en mucha menor medida, gallegos. Se constituyó una política denominada de café para todos, es decir, a pesar de las diferencias evidentes, un mismo trato para todas y cada una de las autonomías, o lo que es lo mismo, tratar por igual al País Vasco, donde el sentimiento favorable a la independencia es mayoritario, que La Rioja, una comunidad inventada que anteriormente había sido una provincia de la Castilla histórica, con nulos sentimientos nacionalistas.
Para lograr ese giro hacia la neutralización de tendencias centrífugas, un papel importante jugó el intento de golpe de estado de 1981. Como han puesto de relieve investigaciones recientes, la cúpula del ejército, muy preocupada por el reconocimiento de las comunidades nacionales, se pronunció claramente a favor de “la unidad de España”, es decir, del aplastamiento de las aspiraciones de los nacionalismos periféricos. A pesar de la derrota de los golpistas, nunca un fracaso tuvo tanto éxito, y una de las primeras medidas del gobierno, aceptado por las izquierdas y derechas españolas fue la redacción de la LOAPA, una ley que permitía recortar la autonomía de catalanes y vascos, y ponerla al mismo nivel de aquellos territorios de clara obediencia española.
Esta resistencia a no aceptar la pluralidad nacional del país merecería ser analizada, más que desde la historia, desde el ámbito de la psicología colectiva. España, a pesar de sus formas democráticas, continúa siendo en su mentalidad, un imperio postfeudal incapaz de aceptar relaciones de igualdad con sus semejantes. Como antigua potencia colonial fracasada desde el siglo XVII trata con desdén y superioridad aquellas naciones que dominó, como puede ser el caso de muchos estados latinoamericanos o su vecino Marruecos, o con un complejo de inferioridad a aquellos estados europeos o norteamericanos que lo derrotaron en alguna ocasión y que demuestran poseer más fuerza e influencia. Como antigua potencia que no ha protagonizado ninguna revolución social exitosa, sigue excesivamente preocupada por su imagen internacional y despreocupada por el crecimiento y desarrollo interior, es decir, sin importarle aspectos como la cohesión social o territorial, frente a la idea de prestigio internacional o de firmeza política. Cree que la descentralización es un signo de debilidad, más que de inteligencia. Su economía es todo un reflejo de esta actitud. Grandes grupos financieros que no dudan en recolonizar latinoamérica o estados débiles, grandes empresas estatales privatizadas con intereses extractivos (petroleras, eléctricas) o de prestación de servicios a precios abusivos (Telefónica), y gran peso de la especulación de todo tipo, especialmente la inmobiliaria, financiera y comercial. A la vez, una gran cantidad de economía sumergida en prestación de servicios de bajo perfil (turismo, restauración) y un desdén absoluto por la economía productiva, (industria) siempre periférica y dependiente de las inversiones foráneas, y desinterés por el desarrollo tecnológico. En cierta manera, esta forma de entender la producción, siguiendo a Max Weber, iría en la dirección de una mentalidad feudal de desprecio por el trabajo, antes que una ética protestante del capitalismo.
En estas circunstancias, y más adoptando la forma de la monarquía, la mentalidad española no acepta la idea de igualdad entre ciudadanos, sino que únicamente tolera un plano de supeditación propia de súbditos. De hecho, en su cultura política, los españoles no suelen participar directamente, no poseen la tradición de tratar de tú a tú con sus políticos, ni suelen reunirse para tratar de resolver problemas, sino que suelen quejarse mucho, buscando la protección de líderes y personajes poderosos, aceptando la monarquía como sacralización del poder, y en caso de conflicto, suelen preferir la fórmula de antiguo régimen del motín desorganizado y nihilista. Vascos y catalanes, por su parte, poseen una larga tradición asamblearia y pactista, y en el caso de estos últimos, un importante substrato libertario, esto es, la tendencia a prescindir de las instituciones para crear redes alternativas al estado. Y sobre todo, el mantenimiento de un espíritu republicano que amenaza con contraatacar simbólicamente el poder e impugnar el resultado de la guerra civil. El choque de culturas políticas, resulta, por tanto inevitable. La bilateralidad propuesta es vista como algo normal por parte de catalanes; los ciudadanos pactan directamente con el poder. Para el estado, los intentos de bilateralidad son concebidos como una imperdonable insubordinación. Los súbditos no pueden tratar al rey de tú a tú.
La nación
El primer artículo del Estatut define a Cataluña como nación. A diferencia de lo que proclama la propaganda españolista, este enunciado es la expresión mayoritaria de la mayoría de sus ciudadanos. Esta identificación no impide, también a esta mayoría, compartir su sentimiento de pertenencia a la nación catalana con el de la nación española. La mayoría de ciudadanos de la comunidad dominan ambas lenguas y comparten referentes, aunque de una manera diferente a la del resto de ciudadanos españoles. Para los barceloneses, por ejemplo, no se considera de buen gusto exhibir los símbolos de la nación, especialmente banderas y los actos de exaltación nacionalista. De hecho, la izada de una monumental bandera española, probablemente la de mayores dimensiones de Europa, en la plaza Colón de Madrid, suscitó entre los medios de comunicación catalanes grandes ironías. Un acto similar sería considerado como algo absolutamente kitsch, o en un lenguaje más actual, freaky. Pero ello no supone que no exista interés por España, al contrario. De la misma manera que el nacionalismo catalán resulta básicamente cultural, existe un gran interés por la cultura española. De hecho, Barcelona sigue siendo la capital editorial en español, existen numerosos escritores catalanes en español como Vázquez Montalbán, los hermanos Goytisolo, Javier Cercas o Eduardo Mendoza (que por cierto, mantienen singularidades que los diferencian claramente del resto de España), existe una gran industria de música española, y las relaciones culturales y académicas son fluidas. Esta compatibilidad de identidades implica un cierto politeísmo nacionalista. Y ya sabemos que, en el fondo, el politeísmo implica la desacralización de las religiones, y que muchos relativizamos el peso de la nación en los ámbitos cotidianos.
Pero, para las religiones monoteístas, las del Dios o la Nación única, el paganismo o la relativización de las creencias identitarias suponen un desafío imperdonable. La denominación de nación a Cataluña ha desatado otra tormenta política, y es considerada como algo inaceptable para la mayoría de ciudadanos españoles. Grandes presiones caen sobre el gobierno de Zapatero para que sea retirado este primer artículo y se busquen algún tipo de sucedáneos que impidan hacer realidad el deseo de una amplia mayoría de ciudadanos catalanes. Esto ya sucedió en 1978, cuando se redactó la constitución española actual, y se impidió, gracias en cierta manera a las presiones militares, esta polémica palabra, substituyéndola por el eufemismo nacionalidad. Estos intentos de regular legislativamente los sentimientos colectivos no suelen tener excesivo éxito, y una generación después, el problema sigue igual, e incluso tiende a radicalizarse.
Parecería una simple cuestión semántica, pero no debemos olvidar que uno de los motivos de la guerra civil fue acabar con la identidad infiel. No es gratuita la persecución secular de sus lenguas y signos identitarios. Setenta años después la mentalidad intransigente del nacionalismo de estado ha demostrado permanecer invariable, y dispuesta a organizar más conflictos. El hecho dramático de estos últimos años reside en que, si bien durante los primeros años de la Transición pareció llegarse a un acuerdo por el cual se aceptaba la autonomía y el hecho diferencial, la derecha, por cuestiones meramente estratégicas, ha vuelto a resucitar el nacionalismo español en su versión más excluyente y restringida, para combatir otras maneras de concebir España, como la idea propuesta por el presidente de Cataluña, Pasqual Maragall, de la España Plural, un estado que acepte sin complejos sus diferencias, sin renunciar en absoluto a una unidad, y más preocupado por los contenidos de un estado compuesto por naciones que cooperan en un nuevo marco europeo. Esta idea es presentada en la actualidad por el Partido Popular y su séquito mediático, más que como una disidencia, como una pura herejía a combatir a sangre y fuego. La idea de la España, una, grande y libre, lema de la España Nacional de Franco es la que continúan defendiendo.
La financiación
Éste es uno de los temas claves del documento, y el que probablemente más preocupa a muchos. La diferente estructura económica de Cataluña respecto del estado comporta una discriminación fiscal evidente. El hecho de que en la comunidad autónoma la industria, especialmente la pequeña y mediana empresa siga siendo la base económica, y que exista un porcentaje más elevado de asalariados que en el resto del país hace que las rentas sean mucho más controladas por el fisco, y que la recaudación de impuestos tenga mucho más peso que en otras áreas en las que puedan existir grandes grupos multinacionales o próximos al poder, y por tanto con grandes facilidades para evadir, o un alto porcentaje de economía sumergida, especialmente en el sur de España. Junto a ello, encontramos que los clientelismos locales de derecha (en el centro y norte-noroeste español) y de los socialistas (sur de España) provoca que los gobiernos tiendan a concentrar inversiones en aquellas regiones donde poseen intereses electorales. Esto provoca que Cataluña, con un 16% de población española y entorno al 18-19% del PIB, contribuya a la hacienda pública alrededor de un 21% del presupuesto español, y en cambio reciba inversiones alrededor del 11%. La discriminación, por lo menos muchos lo consideran así, ha provocado que incluso aquellos sectores más conservadores opinen que la situación actual resulta insostenible.
Pero todo esto tampoco podría explicarse sin tener en cuenta los precedentes históricos. Cataluña fue asimilada a España, perdiendo sus instituciones autónomas, a principios del siglo XVIII, iniciando este proceso en el que las recaudaciones de impuestos eran más consideradas exacciones forzosas que contribuciones voluntarias. Pero, además, Cataluña, como neta perdedora de la guerra civil, acabó, en cierta manera, pagando reparaciones de guerra a la España nacional, y en especial a la capital de España como, no lo olvidemos, el centro simbólico y real de un poder al cual nadie está dispuesto a renunciar. Esto puede concretarse, por ejemplo, en diversos gestos muy significativos. La red de autopistas catalanas, especialmente necesaria en una economía exportadora, tuvo que ser autofinanciada, y son mayoritariamente de peaje, a diferencia del resto de autovías españolas. Contra toda lógica, el primer tramo de alta velocidad, inaugurada en 1992 no conectó a España con la frontera europea, sino a Sevilla con Madrid, es decir, el único tramo de ancho de vía internacional existente en el país, no comunica con ningún otro país, sino entre la ciudad natal de Felipe González y su entonces, lugar de trabajo. El hecho es que no existirán comunicaciones ferroviarias de ancho internacional por lo menos hasta 2009, diecisiete años después de inaugurarse la primera!
Pero a pesar de todas estas evidencias (e ineficiencias!), los discursos emanados desde el poder, son absolutamente tergiversados, y actualmente existe en España la creencia generalizada de que Cataluña, mediante sus políticos nacionalistas que suelen pactar con el partido de gobierno, realizarían un presunto “chantaje” al gobierno (es de destacar la nula cultura de coalición en un estado con vocación bipartidista) y se dedica a esquilmar los recursos públicos y a “robar” a los españoles. Uno de los portavoces de este discurso de tintes xenófobos es Juan Carlos Rodríguez Ibarra, el presidente de Extremadura, una de las comunidades con menor PIB por cápita, y que fundamenta su economía en subvenciones europeas y fondos públicos, y a su vez, una de las regiones con mayor concentración de poder y riqueza (con grandes latifundios de grandes aristócratas de España). Este personaje, con una actitud política de Hooligan, impropia de un representante político, es quien más duramente ha combatido cualquier cambio a favor de mayor transparencia fiscal, que sabe que le perjudicaría personalmente. Al fin y al cabo, aquellos que basan su poder clientelar en la asignación de recursos, verían peligrar su posición si se conocieran los balances fiscales y si hubiera un sistema de financiación autonómica que dejara de perjudicar a Cataluña.
De hecho, el nuevo Estatut pretende recaudar directamente los impuestos y pactar, mediante acuerdos bilaterales, las inversiones y el importe destinado a la solidaridad interterritorial, o lo que es lo mismo, acabar con la opacidad y arbitrariedad en la gestión de los recursos públicos. Ante esta perspectiva, muchos se han puesto más que nerviosos. Una situación de este tipo supondría que muchos notables locales verían cuestionada su posición de privilegio al dejar de ser repartidores de recursos, hasta la fecha generosos. Ello implicaría transformaciones en los equilibrios de poder de las cuales podrían salir muy perjudicados. O lo que puede representar un problema mayor aún: En el intento por mantener esta posición, lo único que podría compensar la pérdida de lo que muchos nacionalistas consideran el “expolio fiscal” del estado, forzarían a hacer pagar impuestos a las clases altas, eximidas de hecho, mediante las permisividades de la ley, y por el resultado de los pactos de la Transición, o por tratar de controlar una economía sumergida que campa por sus respetos, especialmente la vinculada a la especulación inmobiliaria o a la delincuencia internacional que tiene en las costas andaluzas su capital europea. De hecho, España es el país de la zona euro con mayor cantidad de billetes de 500, que circulan con alegría en las tiendas de vehículos de lujo, o en los despachos de los notarios, en el boyante negocio de la compra-venta de viviendas.
Conclusión
Es evidente que, ante este panorama, los que más pueden perder no tengan ningún dilema moral a la hora de tratar de diluir su papel y responsabilidades mediante una peligrosa campaña de confrontación interterritorial. Aquellos que consideran que el poder les pertenece por derecho natural, por derecho de conquista o por haber superado la prueba de la Transición sin excesivos sobresaltos no toleran que nadie les vaya exigiendo más democracia o transparencia. El franquismo sociológico, los nostálgicos de la España imperial y adictos a una visión mítica de la nación, los caciques de comunidad autónoma, los aparatos de los partidos, las clases altas temerosas de los cambios y de la transparencia democrática, han hecho una arriesgada apuesta por atemorizar a los políticos y a la sociedad catalana anunciando grandes catástrofes si se empeñan en impugnar el proceso de la Transición, y el orden actual de las cosas. Más allá de la retórica patriotera, lo que les da miedo es su pasado, y su futuro. Por ello no sienten ningún prejuicio moral por emponzoñar el presente. Estas elites manipuladoras , habiendo leído a Maquiavelo, consideran que los fines justifican los medios, y peor aún, que más vale ser temido que ser amado. Probablemente, esta consciente campaña de intoxicación e intimidación no lleva a otra cosa que a radicalizar los extremos, y quien sabe si a provocar aquello que, en teoría no desean, una hipotética independencia catalano-vasca. De momento, para ganar votos en España (estas campañas catastrofistas poseen muchos adeptos) parecen bastante preocupados en aumentar la producción de independentistas.
Girona, noviembre de 2005

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