Gerardo Pisarello, SinPermiso, 4.7.2010
El presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero se ha mostrado entusiasta con el fallo del tribunal constitucional sobre el Estatut de Catalunya. Acorralado por una crisis que no consiguió anticipar y por las presiones de la Unión Europea, las agencias de calificación de deuda y los poderes fácticos locales, parece haber recibido la noticia de la sentencia como un alivio. Como una suerte de respiro que, como mínimo, le permitirá quitarse de encima un “embrollo” que lo persigue hace cuatro años. Al igual, empero, que en otras cuestiones, el optimismo gubernamental parece basado más en el wishfull thinking que en un análisis realista de la situación.
Y es que la sentencia, sin ser la peor de las posibles, adolece de dos vicios insalvables. El primero, que resulta insuficiente, a estas alturas, para sanear la pérdida de legitimidad de un tribunal cuyo papel de árbitro en materia territorial se encuentra profundamente cuestionado, sobre todo desde un punto de vista político. El segundo, que el propio tribunal, para alcanzar una decisión, se ha visto forzado a hacerse eco del sentido común medio dominante en el PSOE y el PP. Para ello, ha trazado sus líneas rojas en torno a las dos cuestiones respecto de las cuales el Estatut podría haber supuesto un cierto avance: la consolidación de una mayor cultura federal y un genuino reconocimiento del pluralismo nacional.
El gobierno se ha apresurado en sugerir que el fallo podría haber sido más restrictivo, sobre todo si el ala más conservadora del TC hubiera conseguido imponer su criterio en torno a una mayoría que incluyera a algún miembro del sedicente sector “progresista”. Eso es parcialmente verdad y en muchos casos el arsenal argumentativo más centralista acabará engrosando los votos particulares sin afectar, como se podía temer, la decisión final ni los fundamentos jurídicos mayoritarios. Es posible, por tanto, que el fallo no sea el que los sectores más extremistas hubieran querido. Pero de allí a pretender convertirlo en una “derrota” de las tesis del PP y en una confirmación del Estatut aprobado en las Cortes existe un largo trecho.
El PP había impugnado 114 artículos y 12 disposiciones del Estatut. De este total, el TC ha declarado inconstitucionales y nulos 14 preceptos, aunque es probable que dichas nulidades incidan en un sentido restrictivo en la interpretación de otros preceptos impugnados. Más allá de la cuestión cuantitativa, en todo caso, el problema de fondo radica en otro sitio: en la abierta desconfianza que la sentencia proyecta sobre aquellos temas que podrían suponer una superación, en términos de autogobierno y de pluralismo, de la lógica autonómica vigente en los últimos años.
Algunos de esos temas tienen que ver sencillamente con el impulso, dentro del marco constitucional, de una auténtica cultura federal. Las limitaciones impuestas por el fallo, por ejemplo, al Consejo de Justicia, y con ello, a las posibilidades de una mayor desconcentración del Poder Judicial, así como al Consejo de Garantías Estatutarias, afectan a cuestiones que resultarían naturales en la mayoría de ordenamientos federales. Y lo mismo ocurre respecto de los límites a la llamada legislación básica del Estado central, que como el propio TC ha reconocido, ha sido un instrumento frecuente de vaciamiento de competencias autonómicas.
Es verdad que mucho de lo que el Estatut pretendía hacer en estos ámbitos podría impulsarse a través de la propia legislación estatal. Con todo, la experiencia de los últimos treinta años (y la de los últimos siglos, si nos remontamos a las amargas consideraciones de Valentí Almirall o del propio Pi i Margall en torno a las posibilidades de una federalización “desde arriba”) justifica un elevado grado de escepticismo respecto de estas vías.
Este escepticismo crece, en rigor, cuando lo que está en juego no es sólo la cultura federal sino el reconocimiento de la pluralidad nacional del Estado. También aquí las preocupaciones del TC parecen consistir en mantener a raya algunas exigencias que, en el caso de Catalunya, pero también de Euskadi o Galiza, se remontan como mínimo a los tiempos de la transición: el estatuto de las lenguas propias y cooficiales como lenguas vehiculares, cierta bilateralidad en la relación con el Estado, un régimen de financiación razonable y la admisión, en general, de los símbolos y de la identidad nacionales.
De todos estos aspectos en los que el TC interviene en términos restrictivos desde la perspectiva del autogobierno, la cuestión “nacional” es quizás una de las que más debates ha concitado. Naturalmente, resulta legítimo discutir el sentido de la afirmación de Catalunya como nación, democráticamente inscrita en el Preámbulo del Estatut. No obstante, las extensas disquisiciones del TC acerca de dicha categoría y de sus límites, con constantes y obsesivas apelaciones a la unidad e indisolubilidad de la nación española, sólo reflejan un nacionalismo de Estado que, a más de treinta años de la muerte del dictador, debería estar desterrado de la cultura política y jurídica. Si lo que se pretende, con estas disquisiciones, es impedir cualquier posibilidad futura de ejercicio del derecho a decidir por parte de quienes viven en Catalunya, el empeño será seguramente vano. Como ya apuntó en su momento el Tribunal Supremo de Canadá, cualquier gobierno -democrático, claro está- quedaría obligado, más allá de lo que estipule la Constitución, a negociar en caso de que una mayoría clara, articulada en torno a una pregunta clara, propusiera una reformulación de la organización territorial del poder (incluso si dicha reformulación condujera a la secesión o a la creación, desde abajo, de un nuevo modelo federal o confederal).
Al menos por lo que se conoce hasta ahora, la sensibilidad federalizante y pluralista del TC ha sido mínima, la justa como para contentar a unos partidos mayoritarios que, en el fondo, querían quitarse de encima un asunto percibido como un “problema”. Poco ha pesado la vía especial de acceso a la autonomía que la propia Constitución reconoció en su momento a Catalunya, precisamente en razón de su singularidad histórica y de su específica voluntad de autogobierno. O el hecho de que el Estatut haya sido aprobado con amplias mayorías en el Parlament de Catalunya y en las Cortes Generales -donde fue debidamente recortado con el objetivo declarado de “ajustarlo a la Constitución”-, además de en referéndum.
Más que con la presunción de constitucionalidad -que debería ser especialmente fuerte en aquellas normas con mayor legitimidad procedimental- el TC ha preferido operar –queda por constatar hasta qué punto- con la lógica de la inconstitucionalidad preventiva, una lógica de la sospecha y de la desconfianza similar a la ya utilizada para juzgar en su momento la ley de consultas vascas e incluso el Estatuto valenciano de 2007.
En un contexto de crisis que parece haberlo reducido a la más absoluta impotencia, se entiende que el gobierno Zapatero pretenda leer la decisión del TC como un triunfo de las propias tesis y como un “objetivo cumplido”. Sin embargo, una lectura democrática, pluralista, pero también más realista de la cuestión territorial, no admite semejante auto-complacencia.
Que Manuel Fraga haya reaccionado a la sentencia con un: “Este Estatuto no vale. ¡¡ Viva España !!”, o que José María Aznar haya entendido que el tribunal ha establecido los límites más allá de los cuales “no hay Estado”, no supone necesariamente que sea el centralismo más cerril el que se haya impuesto a lo largo de este proceso. Pero sí deja en evidencia, tras cuatro años de recortes, demoras e instrumentalización partidista, los límites de las lecturas abiertas y federalizantes que la Constitución española supuestamente admitía. Cerrada esa vía, y con el tribunal constitucional deslegitimado como “árbitro” en la materia, el escenario para la desafección y el mutuo recelo está servido. Y dicho escenario, combinado con el de la crisis económica, puede ser un cóctel explosivo de imprevisibles consecuencias.
Gerardo Pisarello, profesor de derecho constitucional en la Universidad de Barcelona, es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.
El texto de la sentencia: http://imagenes.publico.es/resources/archivos/2010/7/9/1278677521174Sentencia%20del%20Estatut.pdf