Jaime Pastor, Diagonal 18.5.2010, nº 126
Dice el poeta Juan Gelman que desaparecen los dictadores de la escena y aparecen entonces los organizadores del olvido. Nos recuerda Reyes Mate: “La forma más perversa de olvido consiste en privar de significación y de actualidad a la injusticia pasada”. Ambas reflexiones son especialmente atinadas para hablar de la Ley de Amnistía, aprobada por el nuevo Parlamento ‘democrático’ en 1977. Casi a la vez que se firmaban los mitificados Pactos de la Moncloa: el “consenso” sobre el olvido del pasado acompañaba así a unos acuerdos destinados a respetar al bloque económico en el poder y a frenar la dinámica ascendente del movimiento obrero.
En realidad, esa ley intentaba completar las medidas de amnistía parciales que se habían tomado desdel verano de 1976 y que habían permitido ya la libertad o el retorno del exilio de un número significativo de antifranquistas.
Faltaban, sobre todo, presos –y “extrañados” o deportados– de ETA, junto con algunos del Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario y del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, condenados por delitos de sangre. Además de muchos trabajadores despedidos por motivos “políticos”. Entonces, en el tercer trimestre de 1977, se produjo la más intensa movilización en Euskadi para liberar a todos esos presos.
La respuesta a esa presión por su puesta en libertad (al final fueron en total 153, según el fiscal del Reino) llevó a la aprobación de una ley que amnistiaba “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, implicados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976” (fecha del referéndum sobre la Ley de Reforma Política de Suárez). Sin embargo, la UCD aprovechó esa “concesión” obligada para introducir, con el apoyo tanto del PSOE como del PCE, la amnistía para “los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes de orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley”; y “los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas”. Se ‘perdonaron’ así tanto “delitos” cometidos por quienes habían luchado por las libertades democráticas como la represión franquista.
Se trataba de algo inédito en la Europa posterior al nazismo. Por eso, se presentó la Transición como “modélica”, pese a ser todo lo contrario, como bien recuerda Jon Elster: “El caso español es único dentro de las transiciones a la democracia por el hecho de que hubo una decisión deliberada y consensuada de evitar la justicia transnacional”.
Ése fue el altísimo precio que pagó la llamada “oposición democrática antifranquista” en nombre de una ilusoria “reconciliación nacional”, bien utilizada por Suárez y los “poderes fácticos” para asegurarse el control de la Transición. Éste tendría su “consagración” en la aprobación de una Constitución que no hace mención al rechazo del Franquismo y blinda, en cambio, la monarquía, la “indisoluble unidad de la Nación española” y los privilegios de la Iglesia, herencias todas ellas de la dictadura.
Luego, se quiso convertir esa ley de “punto final” en referente para otras transiciones. Como comprobamos en Chile o Argentina, leyes similares no han resistido a la lucha por recuperar la memoria y a las conquistas logradas en el ámbito del Derecho Internacional y de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad.
Se comprueba así por desgracia que, como escribió el ya fallecido Pepín Vidal Beneyto, “el sepultamiento de la memoria política durante la Transición, que se tradujo en una primera fase en una banalización de la dictadura, se ha transformado en una naturalización histórica del franquismo”. Hoy, pese al enorme coste que esto ha supuesto, la extensa lista de apologistas de aquella Transición todavía insiste en que la aprobación de aquella Ley era necesaria e incluso inevitable. Por el contrario, quienes nos opusimos entonces a la misma seguimos pensando que otro camino, el de la intensificación de la movilización desde abajo hasta la ruptura y la exigencia de justicia para las víctimas del Franquismo, era posible.
INTENTOS DE DEROGACIÓN
La petición de derogación de la Ley de Amnistía, expresada en enero de 2009 por el Comité de Derechos Humanos, después por el Comité contra la Tortura en noviembre y finalmente por el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzosas en diciembre, todos ellos dependientes de la ONU, sigue tropezando con la resistencia no sólo de un amplio sector del poder judicial, sino también de la mayoría de la derecha política, económica y mediática. Pero también de un sector nada despreciable de la izquierda oficial. La conocida como Ley de Memoria Histórica tampoco llegó a cuestionar la impunidad del Franquismo.
Y un testimonio:
La amnistía de 1977
por José María Benegas, El Siglo, Nº 761 5/11/2007
Entre el recuerdo de los Pactos de la Moncloa y la conmemoración de los veinticinco años de la victoria del PSOE en octubre de 1982, el treinta aniversario de la Ley de Amnistía ha pasado casi
desapercibido.
Me correspondió el honor de representar al Grupo Socialista en el pleno del Congreso de los Diputados que aprobó la ley. Era la primera vez que intervenía en el hemiciclo. Fue una sesión solemne. La amnistía fue una de las más queridas y sentidas reivindicaciones de la izquierda. No podíamos empezar una nueva etapa democrática con juicios del pasado pendientes, gente en la cárcel y
todavía miles de personas viviendo en el exilio político.
Como todo en aquel entonces, la Ley de amnistía fue producto de un pacto en el que los vencidos de la guerra civil y perseguidos durante cuarenta años nuevamente tuvimos que guardarnos nuestros sentimientos y demostrar generosidad política para poder avanzar en el proceso democrático. Lo digo porque la Ley de Amnistía de octubre de 1977 fue una ley de punto final en virtud de la cual nada de lo ocurrido entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de junio de 1977 podría ser objeto de reclamación, como ya he explicado recientemente en estas páginas. Es decir, renunciamos a revisar el pasado y exigir las responsabilidades generadas durante cuarenta años de dictadura.
En aquel discurso invoqué el recuerdo «para todos aquellos que hoy deberían ser amnistiados y no pueden participar de este momento, porque sus vidas quedaron truncadas en el camino y en la espera de una libertad ansiada que no llegaron jamás a ver; recuerdo para quienes han sufrido en este país, persecución por sus ideas y convicciones, para quienes han sufrido cárcel, ignominias, tortura, desprecios, vilezas y no desmayaron ni un instante en la defensa de la libertad; recuerdo para los miles de hombres y mujeres que han vivido día a día en el exilio, movidos por el señuelo de la caída de la dictadura, esperándola cada día y cada noche, añorando la vuelta a su tierra, a sus pueblos, a sus casas a España y que han fallecido lejos con esa esperanza alentada durante tantos años, rota por una muerte en tierra ajena».
Así vivíamos y sentíamos en aquella época. «Las cosas tienen, en distintos días, distintos modos de acontecer y lo que ocurrió bajo la lluvia sólo bajo la lluvia puede ser contado» (Rafael Sánchez Ferlosio). Discutir y recordar nuestro pasado no es malo, es bueno y conveniente. La cuestión reside en el cómo se discute y con qué
intenciones se invoca nuestra historia. Los motivos del recuerdo deben ser limpios porque, en caso contrario, un pasado de enfrentamientos se convierte en un presente de confrontación sobre el pasado.