Juan José Téllez, Nuevatribuna.es, 11.4.2010
Las banderas republicanas tremolan en estos días al vaivén de las últimas encuestas del CIS, que no dejan bien parada a la monarquía. Una constante entre los jóvenes durante esta década, en el que la institución que asume la jefatura del Estado apenas roza el aprobado. Por no hablar en concreto de los herederos al trono: el diario Público se hizo eco recientemente de que el CIS no pregunta por el Príncipe de Asturias desde 1998, cuando lo apoyaba el 80% de la población. Sería interesante una comparativa.
Pero mientras la España tricolor no sólo apuesta, aún tímidamente por la tercera república, también suele ser estos días una ocasión perfecta para rememorar la segunda que, bajo sus luces y sus sombras, sigue constituyendo el núcleo duro de nuestra memoria democrática, anterior a la Constitución de 1978.
De ahí que resulte tan paradójico que en un estado de derecho como el nuestro, que se enorgullece legítimamente de sus avances en materia de libertades, sea incapaz de reivindicar con plena justicia a los abuelos y bisabuelos que lucharon por la legalidad a partir del golpe de estado fascista de 1936, o de la terrible represión que sobrevino luego cuando, a decir de Pedro Guerra, los vencedores vencieron a los vencidos. La Ley de Memoria Histórica nació chata y todavía tenemos que ir pidiendo de puerta en puerta, por ejemplo, que se absuelva de sus supuestos delitos a título póstumo al poeta Miguel Hernández, cuyo centenario se conmemora este año.
Para colmo, no sólo resulta imposible someter a juicio algunos de los crímenes cometidos por la dictadura europea que más se prolongó en el tiempo a este lado del telón de acero, sino que en el colmo de los despropósitos el sistema permite sentar en el banquillo al juez Baltasar Garzón, el magistrado que se atrevió a intentarlo.
Cecilio Gordillo, uno de los referentes españoles de la CGT y coordinador de su red de memoria histórica anda difundiendo un artículo de Juan Martínez Alier, aparecido en 1975 en Cuadernos de Ruedo Ibérico, cuando aún todavía no se había promulgado la Ley de Amnistía de 1977 cuya derogación parcial o modificación sería interesante para que no quepa la posibilidad de que otros usías corran la misma pésima suerte que Garzón, aquel héroe al que todos aplaudimos cuando fue capaz de detener a Augusto Pinochet en Londres. ¿Por qué a Pinochet si, y a Franco y sus supervivientes ideológicos no? Eso es lo que se pregunta medio mundo, que no pone en entredicho al juez sino a aquellos que ahora van a juzgarle.
El artículo de Martínez Alier, aparecido en Cuadernos de Ruedo Ibérico, naturalmente en París, en el número 46/48 (1), correspondiente al segundo semestre de 1975 cuando iba a morir precisamente el autoproclamado Caudillo, se titulaba “¿Quién amnistiará al amnistiador?”. Y, en su contenido, se hacía eco de unas declaraciones de Eduardo Tarragona, procurador en las Cortes franquistas, concedidas al Diario de Barcelona a 21 de abril de aquel año: “Uno de los defectos de los españoles es hablar de la historia. No se debe hablar de la historia. Considero que es una equivocación de la humanidad. Ahora que se está tratando de la Reconciliación Nacional no es conveniente hablar de cosas que puedan dividir”.
“Se habla todo el tiempo de reconciliación y se pide una amnistía. Se discute la diferencia entre indulto (que supone el perdón de quien delinquió) y la amnistía (que implica reconocer que no se delinquió). Tal vez habría que dar una amnistía o indulto a personas como Fraga (ministro del gobierno que asesinó a Grimau y a otros), o a Pío Cabanillas (ministro del gobierno que asesinó a Puig Antich), o a Areilza, alcalde de Bilbao al ser conquistado por las tropas franquistas: todos ellos, y muchos otros, parece que están dispuestos a reconocer sus errores pasados y lo estarán cada vez más. Pero hay mucha distancia entre amnistiar a unos cuantos arrepentidos y dar una amnistía general a todos los que han llevado a cabo la represión franquista: hay que exigir responsabilidades políticas no sólo a los policías torturadores sino a los organizadores y cómplices de la represión. ¿Por qué? No por ansia de venganza, sino porque la petición de responsabilidades políticas lleva aparejada una necesaria discusión y esclarecimiento a fondo de la represión desde 1936 hasta la fecha, lo cual evidentemente perjudicará mucho más a la derecha que a la izquierda. Una vez esclarecidos y discutidos los hechos, una vez la derecha colaboradora con el franquismo haya sido desacreditada por su papel en la represión, entonces sí que podrá dárseles un indulto o amnistía, y podremos reconciliarnos”.
La paradoja ya resultaba clara en aquel momento histórico. El articulista subrayaba que lo realmente curioso era que “la izquierda, o la llamada izquierda. no está discutiendo si va a exigir responsabilidades políticas a los franquistas o si les va a perdonar ya de entrada sin una investigación previa y detallada de la represión desde 1936 hasta ahora, sino que la izquierda está reclamando que los franquistas le den una amnistía ¡a la propia izquierda! Realmente, el colmo. La izquierda solicita perdón y clemencia en vez de denunciar la ilegitimidad de los poderes actuantes, y en vez de insistir en la cantidad de muertos que Franco y los franquistas han producido, ante la complacida aquiescencia de obispos y generales y del borbónico sucesor (de quien no se recuerda que, por ejemplo, intercediera cuando Puig Antich fue asesinado ni que denunciara la brutalidad policial cuando, poco tiempo después de ser nombrado sucesor, varios obreros fueron asesinados en Granada, El Ferrol y otros lugares). Ni que, ya más cerca de la herencia, hiciera otra cosa que aprobar mediante hipócritas cláusulas de estilo el asesinato de las últimas cinco víctimas de Franco. La izquierda, así, ayuda a que el poder se consolide”.
Todos recordamos lo que vino después. La dictadura no cayó por una revuelta popular que secundara las proclamas de la platajunta democrática. La dictadura, como diría Georges Brassens, murió por sus ideas pero lentamente, de muerte natural, que vino a coincidir más o menos con la de su máximo referente. Y la democracia se fue construyendo en tenguerengue, pisando huevos y poniéndole sordina al ruido de sables.
En aquél entonces y bajo ese clima, lo urgente era sacar a los presos políticos de las cárceles y aquella Ley de Aministía lo logró. Aunque a cambio se acordara el sorprendente compromiso de no revisar los crímenes de Estado contra el propio pueblo soberano. Mientras las calles españolas y de medio mundo bullían de muchedumbres que gritaban “Amnistía, libertad, gobierno provisional”, Martínez Alier, en las páginas de aquella heroica editorial del exilio parisino, consideraba que “eso de pedir amnistía no es sólo desmovilizador sino que es un poco ridículo”.
“En todo caso –añadía-, a la vez que se pide amnistía, habría que discutir si se amnistiará a los eventuales amnistiadores. Una amnistía que permitiera al franquismo y a la sucesión del franquismo sacarse de encima, a última hora, como quien no quiere la cosa, a cientos de miles de muertos y todo lo que cuelga, sería una mala operación para la izquierda, pues le privaría de una buena arma de ataque contra la derecha. La izquierda debería anunciar que exigirá responsabilidades políticas (que no quiere decir, necesariamente, penas de muerte, sino, por ejemplo, inhabilitación para la vida pública) a los miles de personas que desde 1936 han colaborado activamente, e incluso con silencio cómplice, en la represión”.
La historia, lamentablemente, le ha dado la razón. Aunque Goya ya nos avisara de que el sueño de la razón produce monstruos. Y ver a Baltasar Garzón sentado en el banquillo por intentar enjuiciar al franquismo y a partir de una denuncia de Falange Española, resulta sencillamente toda una monstruosidad nacida de la sinrazón.
(1) NdE: Este artículo se puede leer en http://www.ruedoiberico.org/blog/page/9/
Juan José Téllez es escritor y periodista, colaborador en distintos medios de comunicación (prensa, radio y televisión).