Julián Casanova, El País 17/04/2010
A las dos y cuarto de la tarde del domingo 23 de noviembre de 1975, una losa de granito de 1.500 kilos cubrió la tumba que se había preparado para Francisco Franco en la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. La losa que selló el sepulcro era tan pesada como el legado que Franco dejaba, después de cuatro décadas de guerra de exterminio y paz incivil. De eso han pasado ya casi 35 años y los españoles seguimos opinando -aunque con mucho grito, poco debate y menos fundamento- sobre las virtudes y defectos de la democracia que construimos sin necesidad de derribar el armazón de la dictadura.
La corrupción política, con políticos que la ignoran, y el procesamiento del juez Baltasar Garzón a instancias de los herederos ideológicos del franquismo, nos sitúan de nuevo en la disputa. Recordemos cómo empezó todo y adónde hemos llegado.
Apenas muerto Franco, muchos de sus fieles partidarios dejaron el uniforme azul y se pusieron la chaqueta democrática. La desbandada de los llamados reformistas o «aperturistas» en busca de una nueva identidad política fue a partir de ese momento, sin prisa, pero sin pausa, general. Muchos franquistas de siempre, poderosos o no, se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. Debería dejarse claro, por lo tanto, frente a la opinión sesgada de algunos ilustres ex franquistas que se han apropiado de la transición a la democracia, que el armazón de la dictadura que controlaba el poder cuando Franco murió no contenía el embrión de la democracia y tampoco el Rey, el nuevo Jefe de Estado, ofrecía en ese momento las mejores garantías.
Los políticos y burócratas formados en la Administración del Estado franquista tenían en sus manos el aparato represivo y el consentimiento de una parte importante de la población educada durante años en la desconfianza hacia los cambios políticos, identificada con los valores de la autoridad, la seguridad y el orden. Sin Franco no habría franquismo, pero los franquistas que abanderaron entonces la democracia se beneficiaron de los miedos que ellos y su querida dictadura habían difundido durante décadas: el miedo a los desórdenes y protestas, la machacona propaganda negativa vertida sobre los partidos políticos «rojos» y de la oposición, y el recuerdo traumático de la Guerra Civil, con el temor siempre tan manido de que se pudiera repetir.
Es verdad que desde abajo hubo una poderosa presión social que, ejercida por asociaciones de vecinos, estudiantes, sindicatos, comunidades cristianas, intelectuales y profesionales, trataba de quebrar las posturas inmovilistas, del bunker, que impedían el tránsito hacia un sistema de libertades. Pero el proyecto de Ley para la Reforma Política ideado por Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda pasó por las Cortes franquistas, tras ofrecer importantes concesiones al grupo de notables que, alrededor de Manuel Fraga, acababa de fundar Alianza Popular (AP), y fue aprobado en referéndum el 15 de diciembre de 1976 con una elevada participación, el 77% del censo -aunque en el País Vasco se quedó en el 54%-, y un 95% de votos afirmativos, pese a que la oposición democrática había pedido la abstención. Las promesas de paz, orden y estabilidad fueron la gran baza de Suárez para marcar el ritmo y las reglas del juego y para movilizar a mucha gente que con ese apoyo a la reforma política descartaba la «ruptura democrática» y una consulta popular para decidir sobre la continuidad de la Monarquía.
En los dos años siguientes, la historia se aceleró en medio de acuerdos, pactos, decisiones fundamentales y participaciones democráticas. El proceso de reforma legal que desembocó en la celebración de elecciones generales en junio de 1977 -40 años después de las últimas que pudo presidir la Segunda República- y la aprobación de la Constitución a finales de 1978, fue acompañado de una Ley de Amnistía, aprobada el 15 de octubre de 1977, por la que se renunciaba, entre otras cosas, a abrir investigaciones o a exigir responsabilidades contra «los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas». Hay quienes creen que ese pacto político de olvido del pasado, sellado por las élites procedentes del franquismo y las fuerzas de la oposición, marcó a la democracia española. En realidad, el miedo a las Fuerzas Armadas y el recuerdo traumático de la guerra y de la represión condicionaban el discurso público y la cultura -o incultura- política de millones de ciudadanos. El escenario estaba dominado entonces por la crisis económica, los conflictos sociales, el terrorismo de ETA y de la ultraderecha, y la amenaza de involución militar. Ese proceso democratizador se basó en la transacción y negociación de las élites políticas con partidos, a izquierda y derecha, de estructuras rígidas y listas cerradas que no estimulaban la afiliación ni la participación de la sociedad civil. La mayoría de la gente aceptó que eso fuera así y las voces disidentes no pudieron, porque tampoco contaban con recursos disponibles, avanzar por otros caminos.
La consolidación de la democracia a partir del triunfo socialista en las elecciones de octubre de 1982 trajo enormes beneficios a la sociedad española, con el desarrollo del modelo autonómico, la extensión del Estado del Bienestar -con políticas fiscales de redistribución de la riqueza-, la integración de España en las instituciones europeas y la supremacía del poder civil sobre el militar. El militarismo pasó a la historia y, pese a la existencia de ETA, un legado de la dictadura que la democracia no ha podido destruir, la violencia ya no es entre nosotros un vehículo de la acción política.
Pero pronto pudo comprobarse también que la democratización y modernización española iba acompañada de altas dosis de prácticas corruptas, de especulación y fraude, de negocios privados a costa del gasto público, a los que no quisieron poner freno ni los gobiernos ni los partidos políticos. Partidos, por otro lado, rodeados de amigos, de personas fieles, que defienden al jefe y a sus propios intereses y que rara vez suelen diseñar un plan de decisiones coherentes destinado a perdurar.
La evolución política, social, económica y cultural de las últimas tres décadas constituye el mayor periodo de estabilidad y libertad de la historia contemporánea de España. Poco o nada queda ya de la visión romántica y aventurera de los viajeros extranjeros que, hasta hace muy poco, tan sólo unas décadas, veían a España como un territorio preindustrial alejado de Europa, a caballo entre la tradición de algunas regiones y la modernidad de otras, obstinado en su atraso e incapaz de superar su traumática historia. Un territorio, como todavía lo describía Gerald Brenan a mediados del siglo XX, «enigmático y desconcertante».
Paradójicamente, cuando más asentada parecía la democracia, después de dejar atrás las partes más funestas del legado autoritario del franquismo, nuevas coacciones y amenazas nos hacen dudar de nuestro modelo político. Algunos poderes fácticos impiden mirar e investigar libremente nuestro pasado violento y, con ello, la reparación política, jurídica y moral de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura. Y muchos políticos, además de no hacer nada frente a eso, muestran una actitud cínica ante la corrupción que les salpica, ufanos de la tutela tan segura que ejercen sobre su electorado. Los ciudadanos estamos muy distantes de los lugares de decisión política y los partidos políticos concentran el poder de forma excesiva en sus líderes y amigos más allegados. Nadie parece estar dispuesto a emprender cambios y reformas que mejoren la calidad de nuestra democracia, sitúen a las instituciones democráticas por encima de los intereses corporativos y partidistas y refuercen a la sociedad civil. Así está el patio.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, autor, junto con Carlos Gil Andrés, de Historia de España en el siglo XX (Ariel).