Xavier Vidal-Folch
Los trinitarios eran una orden religiosa medieval dedicada a la redención de cautivos. Pero también algo más actual, los habitantes del coqueto palacio madrileño de La Trinidad. En 1978 el entonces ministro de Adolfo Suárez para las relaciones con Europa, Leopoldo Calvo Sotelo, lo habilitó como sede de su flamante ministerio, luego secretaría de Estado.
Habitantes raros, aquellos altos funcionarios de distintos ministerios que constituían el núcleo del mando único negociador con Bruselas. Entre ellos destacaba ya un joven Pedro Solbes, el único superviviente dedicado, hasta hace unas horas, a la cosa pública. Los demás derivaron hacia las finanzas (Matías R. Inciarte, en el Santander; Juan María Nin, en La Caixa), otros afanes privados (Daniel de Busturia) o la jubilación (Raimundo Bassols, Camilo Barcia, Gabriel Ferrán). Su tarea fue bien descrita por Bassols en España en Europa (Política Exterior, 1995).
La segunda leva, bajo Felipe González, fue la que cerró brillantemente en 1985 la negociación de ingreso en la actual UE. Consagró a Manuel Marín (hoy en la Universidad de Alcalá y presidente de la Fundación Iberdrola), a Carlos Westendorp (hoy asesor del Grupo de reflexión sobre la UE que capitanea González), a Javier Elorza (secretario general de Asuntos Migratorios), a Ramón de Miguel (Iberdrola Ingeniería), Alberto Navarro (embajador en Lisboa) y Javier Conde (Sociedad Estatal de Exposiciones Internacionales), entre otros. Y de nuevo, a Pedro Solbes.
La Trinidad fue punta de lanza en la gesta de modernizar la economía y las administraciones españolas. Casi toda la adaptación económica de este país ha pasado por las manos de sus potentes técnicos, no en vano el 70% de la legislación nacional reverbera la fraguada en Bruselas. Ha sido escuela de políticos: ministros como Westendorp (Exteriores), como Solbes (Agricultura y Economía, vicepresidente económico, comisario de Finanzas) o Marín (vicepresidente de la Comisión con Jacques Delors, presidente del Congreso). Ha sido taller de negociación permanente (en un país más bien inclinado a la imposición), realidad reflejada en textos como el incunable, e insólito en el panorama librero español, Manual del negociador en la Comunidad Europea, de Enrique González Sánchez (OID, 1992).
Ha sido un laboratorio de ideas para los sucesivos Gobiernos, y el anclaje de cierta continuidad europeísta de España, incluso bajo el hiperatlantismo aznarista, pues logró mitigarlo, gracias al ultradinamismo de Elorza. Ha sido el acicate de una revolución en la diplomacia española, del deje aristocrático al pragmatismo burgués-profesional: desde la retórica y las recepciones inanes, hacia la economía, el comercio, los intereses reales de la sociedad.
Y sobre todo ha sido un paradigma, por desgracia no multiplicado, en los métodos y organización de la Administración: la Trinidad sustituyó los pesados departamentos y las inútiles comisiones interministeriales eternamente empantanadas, por el método ágil, transversal, de grupos de trabajo de gentes (pocas y muy cualificadas) de distintos ministerios. «Les di el lema de la doble lealtad», recuerda Solbes rememorando su época de secretario de Estado, «hacia la Trinidad y hacia su propio ministerio: debéis explicar mucho en cada sitio, pero nunca todo».
El exilio interior del ex vicepresidente económico baliza el fin de la fructífera era de los trinitarios, aunque aún sobrevivan en el tajo español de la UE Carlos Bastarreche, embajador/representante permanente en Bruselas y Miguel Ángel Navarro, secretario general en la secretaría de Estado de la UE; y algún otro en las instituciones comunes. Lástima: ese fin no se debe al relevo generacional (¿quién les sustituye?), sino a la escasa porosidad del Estado a la innovación, al declive de la pasión europeísta. La historia entera de su aventura queda por escribir.
In El País, 17/9/09