Jaime Sartorius
Ahora que se encuentra en trámite la llamada Ley de la Memoria Histórica con un texto mejorado, merced a las numerosas enmiendas introducidas, distintas voces desde el principal partido de la oposición intentan desacreditarla haciéndose portavoces de un supuesto espíritu de la transición, a la que tantas trabas pusieran en su momento, defendiendo el borrón y cuenta nueva que supuso la Ley de Amnistía de octubre de 1977.
Treinta años que, por momentos, no parecen haber cambiado nada en una derecha política que no es capaz de asimilar sin reticencias su condena a la Guerra Civil y a la dictadura del general Franco, cuando en su seno existen mimbres generacionales que, sin lugar a dudas, sostienen posturas inequívocamente democráticas sobre la cuestión, desmarcándose de ese periodo negro de la historia de España.
Negar la evidencia de la historia no tan lejana de España es tanto como negar que destacados miembros del Partido Popular se encontraron muy cómodos durante la dictadura, pero treinta años después de su desaparición y con el caudal informativo sobre las injusticias y sobre el retraso que supuso en todos los órdenes, sociales, culturales y políticos, parecería acertado que la ciudadanía percibiera signos evidentes de readaptación a los nuevos tiempos que, dicho sea de paso, serían recibidos como una lección educativa a los nostálgicos.
En esa reticencia a condenar la injusticia se encuentra, sin duda, la base del clima de crispación de esta legislatura en la que se ha creado una tensión innecesaria que, en ningún caso, se basaba en factores objetivos y que afortunadamente parece ir remitiendo.
Cómo entender si no las continuas alusiones sobre el alcance de lo que supuso la Ley de Amnistía. Alusiones que desbordan el contenido de la misma, que declaró exentos de responsabilidad penal todos los actos de intencionalidad política tipificados como delitos y sus conexos, realizados antes del 15 de diciembre de 1976, pero que en ningún momento tuvo la pretensión de provocar el olvido de la historia y menos todavía el ser un freno a la reivindicación moral y política de los que sufrieron por defender la legalidad republicana y la instauración de las libertades.
El doble rasero y unas ciertas dosis de hipocresía son los elementos que parecen inspirar a los defensores del borrón y cuenta nueva. Y para muestra un botón: mientras se afirma que esta norma rompe el consenso de la transición por reconocer derechos elementales a los represaliados políticos -muchos de cuyos restos se encuentran todavía en fosas comunes y cunetas- no existe el menor problema para que la Iglesia, dentro de la más absoluta normalidad, beatifique a cientos de sacerdotes y religiosos ejecutados en el enfrentamiento armado. Como si sólo los vencedores de la contienda, como fue el caso durante decenios, tuvieran el derecho a reivindicar la memoria de las víctimas.
Pero, si hablamos de memoria histórica, sería bueno en este debate recordar que hace ahora treinta años se aprobó la Ley de Amnistía por las Cortes españolas, eso sí, con la abstención de Alianza Popular, que no quiso participar ni siquiera en la comisión redactora del proyecto, pese a que constituida ésta y por unanimidad de sus integrantes se invitó reiteradamente a sus representantes, sin resultado alguno.
La de Amnistía fue una de las leyes claves de la transición. Discutida y aprobada tras las elecciones de junio de 1977, en plena discusión de los Acuerdos de la Moncloa y con ruido de sables al fondo, cumplía una reiterada aspiración de las fuerzas contrarias a la dictadura y daba credibilidad al proceso democrático. Se trataba de amnistiar a las decenas de miles de represaliados, muchos de ellos exiliados, que cometieron la imprudencia de oponerse al franquismo.
El acuerdo sobre la ley no fue fácil, aunque las discusiones entre los representantes de los partidos políticos estuvieron presididas por la voluntad del consenso. Hubo un gran debate sobre la fecha de aplicación en tres fases y la razón de las exclusiones habidas en cada una de ellas; la autoridad aplicante; las garantías de aplicación y el plazo máximo para ello.
El acuerdo en la Comisión redactora parlamentaria fue general en casi todos los casos, pero desde el primer momento se pudo constatar que el escollo se producía en tres aspectos concretos: la amnistía laboral; la de los presos de ETA que habían cometido delitos de sangre y la de los militares represaliados.
La amnistía laboral era necesaria para permitir a miles y miles de trabajadores y funcionarios que fueron despedidos de sus puestos de trabajo por razones políticas reintegrarse a ellos sin pérdida de derechos, cubriendo el Estado las cotizaciones a la Seguridad Social.
La amnistía de los presos condenados o acusados por prácticas terroristas, que tenían las manos manchadas de sangre, sobre todo ETA, fue harina de otro costal. Desde el primer momento UCD se opuso frontalmente a esa posibilidad, alegando esencialmente que la sociedad no lo entendería y que los militares no lo aceptarían.
En algún momento pareció que el acuerdo devendría imposible y no fue hasta el último momento del último día que el Gobierno lo aceptó, al recordársele que las objeciones carecían de fuerza moral, cuando las condenas se habían aplicado por un régimen político que basó su legitimidad en un levantamiento armado contra un Gobierno elegido democráticamente, que consolidó su existencia en la victoria en una cruenta Guerra Civil -que destrozó al país-, en la supresión absoluta de las libertades públicas y en una represión masiva y brutal contra sus opositores.
Lo cierto es que la Ley puso en libertad a todos los condenados por terrorismo, pese a la resistencia del aparato militar que les tenía encarcelados.
La gran frustración de los representantes de la izquierda en la Comisión parlamentaria redactora de la ley fue la clara insuficiencia de la amnistía militar, sobre todo la que se refería a los oficiales y mandos que fueron condenados por pertenecer a la Unión Militar Democrática, a los que no se les reintegró en sus puestos en el Ejército. La posición de UCD fue inamovible. Se podrían reconocer los derechos económicos, como se hizo, de los mandos apartados del Ejército. Se prometió que más adelante se resolvería su situación, pero su posición no cambió. La aprobación de la propia Ley se tambaleó y estuvo a punto de irse a pique. Dejar fuera a los militares demócratas constituía una injusticia flagrante, muy difícil de aceptar. Pero los representantes de UCD fueron explícitos: el vicepresidente del Gobierno, Gutiérrez Mellado, en sus intentos de neutralización al Ejército, se había comprometido con sus altos mandos en que mientras estuviera en su puesto los miembros de UMD no volverían a las Fuerzas Armadas. Y si la Ley acordaba lo contrario dimitiría de la vicepresidencia.
Antes de que se produjera esa situación, los integrantes de la delegación de UCD transmitieron la que afirmaron era la decisión del presidente Suárez. No podía permitirse la dimisión de su segundo en el Gobierno y antes de ello daba carpetazo a la Ley de Amnistía y se replanteaba la continuación de los Pactos de la Moncloa. Puesta en tal disyuntiva, la oposición entendió que se había alcanzado un acuerdo en muchas cosas positivas y no merecía la pena arriesgarse a perderlas todas.
Y ese fue el espíritu de la transición al que algunos aluden constantemente, pero en el que, en ese caso, como en muchos otros, se negaron a participar.
En El País, 31/10/2007
Jaime Sartorius es abogado.