Mari Paz Balibrea
Birkbeck, Universidad de Londres
En su amarga visita a España de 1969, después de treinta años de ausencia, el escritor exiliado republicano Max Aub se encuentra ante un país irreconocible y desolador: lugares y personas que están en su memoria, ya no lo están en la realidad, y viceversa, la realidad presente ha sido ocupada por personas y lugares que usurpan los espacios reservados a otros en la memoria del autor y sin saber estar a su altura. La esperada anticipación de la feliz reunión con el ente imaginado, deseado y recordado se ve completamente defraudada. El desencuentro se vive de forma traumática, y Aub sale de él amargado y habiendo perdido toda esperanza de reconciliación con el país. Como había ya anticipado al principio de su viaje, había venido a España, pero no había vuelto, ni lo haría ya jamás.
Nada hay de extraordinario en las implicaciones psicológicas de esta experiencia de extrañamiento, con la que se podrían identificar tantos otros, no necesariamente exiliados políticos, que emprenden la vuelta a un lugar abandonado largo tiempo atrás, o que reanudan contacto con alguien durante mucho tiempo ausente. Lo notable de La gallina ciega, diario de Aub donde se hace la crónica de este viaje a España, es el diagnóstico político y social que su desencuentro permite hacer sobre la España de la época. Porque en la descripción y análisis ferozmente crítico de esa nueva y para él intolerable España, Aub está identificando los signos inequívocos de un país que se ha modernizado irreversiblemente. Y son los condicionantes de esta irreversibilidad precisamente los que le expulsan: un país próspero y bienestante conseguido bajo un régimen político autoritario y un estado criminal; una gran masa social contentada a base de confort material y paz social, y necesariamente, radicalmente, apolítica, acrítica y amnésica. La modernidad que Aub había defendido durante la Segunda República, la guerra y después en el exilio, era incompatible con la que él veía, con horror, materializada en la España tardofranquista. La suya, como socialista humanista, partía de una democracia activa construída con la participación crítica, abierta, libre de todos, y aspiraba a alcanzar el bienestar de la ciudadanía con las herramientas de la educación en los valores de la libertad y de la redistribución de la riqueza. Con ese proyecto de modernidad se había identificado y eso había determinado todos los azares y las más firmes elecciones de su vida. Y le parece a Aub en 1969 que el régimen ha hecho, utilizando una mezcla diabólica de represión, lavado de cerebro y persuasión, un trabajo tan profundo de construcción del nuevo ciudadano español, que cualquier posibilidad de reacción contra el estado franquista es ya imposible. Aub cifraba en esta capacidad de reacción de los españoles que se habían quedado o que habían nacido bajo el franquismo, la posibilidad de reincorporar a España la memoria del exilio republicano. Por eso es su desencuentro tan devastador, porque lo es con aquellos en quienes esperaba encontrar aliados y solo halló conformismo, cuando no alienación. El franquismo había deglutido a sus detractores y conseguido usurpar un proyecto de modernidad para España, y eso suponía, reconocía Aub, su victoria definitiva e irreversible y, de rebote, la completa inutilidad histórica de la débil resistencia que él, y otros en el exilio republicano, habían intentado oponer al régimen. Y con esta constatación, Max Aub, que tan bien demostró entender en sus textos ensayísticos y literarios que la historia es una construcción del presente, un espacio de lucha donde se enfrentan, desigualmente, las versiones de vencedores y vencidos, se dio finalmente por derrotado. La Historia, esa de los vencedores que él en tantos textos había rebatido, subvertido y mofado, la había vuelto a ganar el franquismo, ahora perversamente legitimado, y la habían perdido para siempre los exiliados.
Max Aub murió en la Ciudad de México en 1972 sin haber podido atisbar, no ya el final de la dictadura, sino el del Caudillo mismo. Y, sin embargo, yo encuentro en La gallina ciega uno de los textos más lúcidos para entender el desarrollo de la Transición democrática y el triunfo en ella de una versión del presente de España construida sobre la no incorporación compleja de su memoria desde los tiempos de la Segunda República. Innegable es que Aub exageró en su diagnóstico la ausencia de resistencia contra el franquismo, que no era total ni mucho menos y cuya presencia en actividades y posicionamientos mucho tuvo que ver con el advenimiento de la democracia después de que muriera Franco. Pero para explicarse la aceptación de las grandes masas sociales de lo que polémicamente se ha llamado el Pacto de Olvido acordado entre las élites políticas como mecanismo privilegiado de pacificación y reconciliación social de un país que había vivido durante cuatro décadas bajo la represión franquista, el veredicto de Aub es de gran importancia. Si no hubiera sido España a alturas de los setenta el país fundamentalmente desprovisto de cultura política, desconocedor despreocupado de muchos aspectos y versiones su propio pasado y considerablemente próspero y acomodado que helara el corazón de Aub, no es descabellado pensar que habría sido más difícil contentarle con la versión de democracia que la mayoría aceptó como más deseable.
No podemos afirmar tampoco, por otra parte, que la construcción ideológica y discursiva de la democracia como objetivo deseable y por fin al alcance de la mano, prescindiera completamente de toda alusión a la memoria y la herencia de la Segunda República. En otro lugar he estudiado cómo una clave para entender el tratamiento que recibe la memoria del periodo republicano durante la Transición es distinguir entre el que recibe políticamente la República como forma de Estado y de gobierno, y el que le dan culturalmente con referencia a sus intelectuales, y cómo discursivamente se solapan ambas vertientes con efectos altamente ideológicos (2007:32-38). En cuanto a lo primero, la cuestión política, la República fue denostada y sistemáticamente descalificada como forma viable o deseable de Estado en un momento muy delicado en el que España estaba saliendo de una forma de Estado autoritaria y necesitaba encontrar otra democrática. En cuanto a la cultura, por otra parte, fue habitual, aunque no sistemático, el reconocimiento público ofrecido a conocidos intelectuales y artistas del exilio republicano: María Zambrano, Rosa Chacel, Pau Casals, Rafael Alberti, son algunos de los nombres más conocidos. Su reintegración a España contribuía a un proceso de reconciliación nacional que pretendía simbólicamente unir lo que la guerra y el franquismo habían separado. Lo que se buscaba en la conexión con ellos eran unos valores de apertura y tolerancia que validaran la legitimidad y el pedigree democrático de la aventura transicional. En este caso, por tanto, no es de lamentar que se prescindiera completamente, o que se antagonizara la memoria de la República, como ocurrió con su vertiente política, sino más bien que se trivializara su presencia y se utilizaran sus representantes políticamente para jugar un papel totémico y fosilizado en la Transición: ancianos venerables, figuras de un pasado que convocaban de forma sentimental y abstracta para las generaciones que no lo habían vivido, conectables en su simpática solidaridad democrática con las aspiraciones sociales de la Transición, pero insalvable y tranquilizadoramente remotos, limadas todas las aristas de su previa radicalidad o posición crítica, cuando la había habido. Ellos, seguramente más que ningún otro símbolo (los demás –bandera, himno, iconografía– se descartaron) sirvieron para establecer esa hilación buscadamente débil entre Segunda República y Estado democrático. Para las instituciones que los agasajaron y homenajearon, para los medios de comunicación que durante un tiempo los representaron, para las masas entregadas que fervorosas les aplaudieron, para esa España en puertas de la postmodernidad, fueron ese signo trivializado y en dos dimensiones que lejos de invitar a la reflexión sobre la influencia del pasado en el presente del país, actuaron como pantalla para evitarla. De las fotos de rigor con las autoridades, pasaron, unos después que otros, al cómodo compartimento estanco de sus respectivas disciplinas, al rincón de las fundaciones erigidas en sus respectivos lugares de nacimiento, futuros objetos de estudio crítico super-especializado, carne de tesis doctoral.
Es este aspecto precisamente del tratamiento de las figuras de la intelectualidad republicana durante la Transición el que quiero explorar con más detenimiento en este ensayo. No me importa aquí perseguir en ningún caso el encaje o desencaje disciplinario e historiográfico en sus respectivas áreas de producción literaria después de su vuelta. Sobre lo que quisiera reflexionar aquí es en qué medida y cómo su vuelta a España durante la Transición significó su reinserción (o no), no sólo en los discursos culturales de la época, sino especialmente, y a través de éstos, en los discursos socio-políticos. Dadas las limitaciones de espacio, escojo dos personajes de procedencia bastante similar, amigos entre sí, ilustres miembros de la generación del 27 (Bergamín siempre quiso llamarla de la República) e intelectuales comprometidos durante la República y la guerra, pero antagónicos en cuanto a cómo se enfrentaron a y a cómo fueron tratados por la España de la Transición. Se trata de Rafael Alberti y José Bergamín, la cara y la cruz, la luz y la sombra de la relación del exilio republicano con la Transición.
Parece contradictorio pero fueron las posturas del militante comunista ateo Alberti las integradas y las paradójicas y sui generis del comunismo católico (Una de las frases más celebradas de Bergamín era la de: “Yo, con los comunistas, hasta la muerte, pero ni un paso más”) de Bergamín las tachadas de radicales y consiguientemente rechazadas. Ambos, que fueron grandes amigos toda su vida, se enfrentaron de formas opuestas, primero a la posibilidad, y luego a la realidad de la vuelta a España, tal y como se anticipa en su epistolario publicado por la revista Litoral, de X a X: Bergamín desde la crítica más exigente al presente de España, Alberti desde la nostalgia cada vez más insoportable de la patria, que en la alegría de una vuelta tan celebrada como la suya, limó todas sus aristas ideológicas. A su regreso, Alberti ejerció sin tregua de “poeta en la calle,” mientras que Bergamín, fuera de su fracasada presentación al escaño en el Senado por Izquierda Republicana, y de aisladas adhesiones y solidaridades con personas y causas, rehusó participar en una “cosa pública” cuyos principios consideraba no legítimos. A pesar de sus trayectorias transicionales diametralmente opuestas, en ambos casos podemos decir que a través de sus figuras mediatizadas en la prensa, la radio y, cada vez más, en la televisión, se vehicularon y reforzaron ideas sobre la República, la guerra y el exilio, que contribuyeron a cimentar, no solo una particular memoria de éstas, sino también el entendimiento y el grado de satisfacción con el presente de la Transición. Tanto Alberti como Bergamín sabían por experiencia lo que era ser un intelectual público, ambos habían ejercido consciente y orgullosamente como tales durante la República y la guerra, y en menor medida, y sobre todo Alberti, habían mantenido una voz pública durante el exilio. Pero ese protagonismo y transcendencia suyas de entonces, ese convencimiento de su rol imprescindible en la salvación del pueblo, tan característicos de los intelectuales españoles de estirpe moderna, institucionista y liberal, ya no era posible en la España quasi postmoderna de la Transición. La clase política transicional los alabó cuando convino, y los relegó cuando le incomodaban, escogiendo con mucha eficacia en cada momento lo que más le interesaba de cada uno.
Rafael Alberti vuelve a España en olor de multitudes el 27 de abril de 1977, para convertirse inmediatamente en icono de la democracia y celebridad mediática. La fotografía del poeta, el brazo en alto en gesto de saludo, la melena blanca al viento, descendiendo sonriente por las escaleras del avión que lo traía de su exilio romano, es una de las imágenes más conocidas del periodo y que mejor encapsula esa idea de la Transición como meta feliz de la historia de España. Las palabras de su discurso lo corroboraron:
Salí de España con el puño cerrado, pero ahora vuelvo con la mano abierta, en señal de paz y reconciliación con todos los españoles. (citado por Fermín Partido, 204)
Hasta su muerte en 1999 se prestó a participar en numerosos actos públicos de defensa de la democracia, la paz y la autonomía. Igual que su partido, el PCE, estuvo dispuesto a abdicar de la bandera tricolor para concentrarse en las consignas de democracia y libertad. Éstas eran las que subyacían en los mecanismos de movilización que acabaron por imponerse en la Transición y por tanto no es descabellado decir que la abundantísima presencia pública de Alberti en la España de la época contribuyó eficazmente a validar el proceso de la Transición tal como se estaba produciendo. Por ello Alberti es probablemente el intelectual español republicano mejor y más complejamente aprovechado por la Transición, lo cual no quiere decir que no tuviera críticos tanto por la derecha como por la izquierda. El poeta gaditano resultó que reunía unas condiciones particularmente propicias para ese momento histórico. Para empezar, tenía vocación de “poeta del pueblo” y, muertos Antonio Machado y Miguel Hernández, no había otro mejor que él. Alberti traía consigo el prestigio de un rapport con el pueblo español mártir que venía de esa relación particular que en la República y la guerra cultivaron los intelectuales leales a la República. La imagen del intelectual que con su literatura o arte se pone al servicio del pueblo y el progreso de España es central en la memoria progresista española del siglo XX, y había sido muy difundida en la mitología del antifranquismo. Como gran poeta moderno de su generación, Alberti dominaba las formas populares de la poesía, y se había caracterizado durante casi toda su carrera artística por ponerlas al servicio de la política, entendida como servicio al pueblo. Alberti era un animal político y una de las figuras más cosmopolitas de su tiempo: había viajado por todo el mundo como famosa personalidad pública desde sus veinte años. En el escenario sabía enardecer a las masas, pero también sabía tratar con todo tipo de personalidades. Sus años de exilio a las espaldas le daban una legitimidad, una autoridad moral colosales, aún más cuando se materializaban en aquella figura tan atractiva del abuelo grande y de cabellos largos, blancos y alborotados, algo travieso, y despistado, vestido de marinero. Alberti decía de sí mismo como figura del exilio que era “una especie de Virgen de Lourdes de la emigración” (La arboleda, 316). Como militante comunista, aceptó la disciplina del partido, empezando por su aceptación de presentarse como candidato del comunismo al Senado por Cádiz en las elecciones del 1977 (dimitiría a los dos meses), hasta su participación en numerosos mítines del partido. Dado el papel que el PCE tuvo en la Transición, hay que pensar que Alberti fue un baluarte que contribuyó a extender la imagen de un comunismo domesticado y benevolente, que se quería respetable y al tiempo atrayente, que mostrara discretamente las heridas de un pasado de sufrimiento, pero al tiempo sofisticado y prestigioso, fue el gran legitimador de la Transición para la izquierda. Vázquez Montalbán cae metafóricamente rendido a sus pies en 1977 en la ceremonia de apertura del primer parlamento democrático tras cuarenta años, metonimizando en su chaqueta la diferencia cualitativa, y legitimadora, que la presencia del poeta impone al acto:
Fenomenal la chaqueta de Alberti. No era capricho de un poeta a la hora de construir su propia imagen ante el espejo, sino la voluntad de un poeta revolucionario de proclamar la libertad de ser y estar en el mundo y en las Cortes Constituyentes. Una chaqueta nacida quizá para animar los últimos resoles de la tarde ocre del Trastevere romano se convertía en proclama de imaginación y libertad, en el contexto de varios centenares de señorías ahorcados de sus propias corbatas. Y no es que uno divida el mundo en buenos y malos según lleven chaquetas Alberti o corbatas Fernández de la Mora.
Es que uno comprende que Alberti con su chaqueta quiso desterrar para siempre de nuestros ojos el negro color del luto y el color gris de la domesticación. (citado por Fermín Partido, 213)
En efecto, Alberti es cool como lo son los famosos, tanto en la forma como en el contenido, y Vázquez Montalbán, sensible como pocos en esa época a la semiótica de los medios de comunicación de masas, no puede dejar de leerle como lo haría con una estrella de Hollywood. El poeta es en la Transición un icono que seduce a todo el progresismo, llena estadios e inspira pasiones. En el libro cuarto de sus memorias, La arboleda perdida, deja constancia varias veces de su relación con su condición de estrella. Desde las personas que continuamente lo abordan para que les dé un autógrafo y se haga una foto con ellos cuando se sienta a tomar un café, porque “Lo vemos a usted tantas veces por la televisión” (223), hasta la correspondencia que recibe: “No puedo responder a tantas cartas, a tantos poemas y dibujos como recibo” (313). En otro momento hace recuento de los lugares que ha visitado, a sus 82 años:
En menos de mes y medio –más poeta dinámico y viajero que nunca- estuve en Cádiz, en Huelva, en Corfú, en Bruselas, en Milán, en Utrecht, en París, en Valencia, en Baeza, en Huelva de nuevo, para recalar al fin en Barcelona y otra vez en Madrid… (333)
En coplas dice de forma jocosa aceptar gustoso su papel:
¡Pero qué joven, Dios mío!
¡Quién tuviera tanto brío!
¿Quién hoy sin despertar risas
Osa llevar sus camisas?
¿Quién da tantos recitales
Por pueblos y capitales,
Hablando, gran tontorrón,
De Cádiz sin ton ni son?
¿Cómo puede no cansarse
Tanto tiempo sin sentarse?
Mas todos lo solicitan
Y por él se despepitan
-Venga mañana a Alcorcón
Para echarnos el pregón… (318)
Pero de forma mucho más dramática, se nos presenta en otras ocasiones al borde del colapso, desbordado por su papel público:
Ahora es cuando deseo, sobre todo en las noches, tirar todo. Romper todo. Vamos ¡Valor! Me inundan, me acosan los papeles: cartas, sobres rotos, catálogos de exposiciones, revistas, periódicos… Me invaden. Mi cuarto ya no es más que el breve espacio de mi cama. Dentro de ella me defiendo. Mi barricada, Mi trinchera. Pero me cercan. Avanzan milímetro a milímetro. No puedo más. ¡Afuera! No quiero ver más libros, más cartas, más sobres a pedazos en el suelo. ¡Dejadme! ¡Voy a gritar!. Y grito. (321)
A pesar de las sucesivas debacles electorales del PCE a lo largo de la Transición hasta llegar a su virtual desaparición, antes de su reencarnación, ya en los ochenta, dentro de Izquierda Unida, la figura de Alberti no padece mella alguna. Al contrario, la imagen pública de Alberti transciende su relación con un partido que se hunde irremediablemente, porque la serie de valores: paz, democracia, libertad, que se ha dedicado a defender siguen identificándose perfecta, ambiguamente, con toda la empresa de la Transición. Por ende, su dimensión estrictamente cultural de miembro aún superviviente de la Generación del 27, produce su propia pequeña industria, que le garantiza un lugar de honor y prestigio en la vida pública española, a medida que va palideciendo en intensidad político-electoral con el avance de la Transición. A partir de los ochenta, Alberti acude a menos mítines del PCE, pero incluye en su agenda la asistencia a exposiciones internacionales y atiende a diferentes tipos de peticiones de su presencia, como representante, podemos inferir, de una España democrática y progresista. El otorgamiento del Premio Cervantes en 1983 le da el estatus totémico de artista reconocido institucionalmente por la España democrática. Pero más significativo que esta concesión del premio me parece otro suceso, mediático también, para entender la práctica institucionalización de Alberti como vehiculador simbólico de la memoria democrática y de prestigio de la España del siglo XX: el hecho de que se publiquen sus memorias por entregas en El País. En efecto, a partir de noviembre de 1984, y con una frecuencia bisemanal, Alberti iría publicando entregas de lo que serían las partes tercera y cuarta de La arboleda perdida, las que abarcan precisamente desde la proclamación de la República hasta el momento contemporáneo. Que Alberti se comprometa a este proyecto con el El País, el diario que, publicado desde 1976, mejor encarnaba las posiciones liberales de centro izquierda de la Transición, y que habían pasado a ser hegemónicas con el ascenso del PSOE al poder en 1982, da la medida de hasta qué punto Alberti había aceptado su papel en la España democrática:
Escribir mis memorias, ir prendiendo las hojas de estos árboles cada vez más viejos de mi Arboleda, en medio de los numerosos e imprevistos viajes –recitales, conferencias, filmaciones- que me han tocado este último largo mes, es sostenerme en vilo, pensando en no alcanzar la fecha justa para enviar mi obligado capítulo a El País, perder el hilo, la continuidad comprometida.(282)
Quiero destacar de esta cita la forma en que Alberti llama la atención sobre su propia condición de celebridad, en la forma como vincula explícitamente la escritura de las memorias por una parte con una exigencia –por lo menos- profesional, y por otra con sus continuos viajes. Ambas cosas, la obligación de escribir y “los numerosos e imprevistos viajes” hacen hincapié en que Alberti vive de comercializar su memoria, ya sea escribiendo, ya sea respondiendo a las continuas solicitudes de su presencia en diferentes partes de la geografía española e internacional. Difuminadas –o neutralizadas- sus vinculaciones con el Partido Comunista, y sublimado lo político de su actuación histórica en la destilación de la memoria que gusta sobre todo de recordar personas y paisajes, en la última etapa de su vida, Alberti se convertiría en el hombre-memoria por excelencia de la España democrática, alguien que ejercía muy eficazmente la labor de invocación de un pasado nacional. Lo digo no sólo porque escribiera sus memorias como y donde las escribió, sino porque su figura entera había conseguido encarnar un pasado deseable, respetable, inteligente, sensible y civilizado para el país en el que a la España democrática le gustó particularmente mirarse. El pasado de alguien que, escogiendo el lado de los perdedores varias veces en su vida, y esa era su fuerza moral, había llegado a ser indiscutiblemente un ganador.
Un caso muy distinto al de Alberti es el de José Bergamín. Si la España de la Transición había encontrado en Alberti al comunista domesticado, al abuelo venerable para legitimar y alegrar todas sus fiestas de consolidación, Bergamín fue el exiliado retornado intratable y hostil. Bergamín no había esperado a la muerte del caudillo para volver a España, lo había hecho ya, incapaz de permanecer más tiempo separado de su patria, en 1958, pero sus continuos problemas de enfrentamiento con el régimen le obligaron a volverse a marchar al exilio en 1963. Volvería definitivamente en 1970. Su insistencia irrevocable en la necesidad de una república para España como única vía legítima de estado democrático hizo su postura completamente incompatible con la monarquía parlamentaria en ciernes que resolvía el pacto entre antifranquistas y franquistas, y que Bergamín interpretaba como una nueva Restauración de continuismo franquista. “Mi mundo no es de este reino” dirá, con su característico conceptualismo. Tras la forma incendiaria de su decir y el maximalismo de sus posiciones, que le valieron la descalificación de la mayoría, se revelaban observaciones muy justas sobre la Transición política que después otros muchos, con menos pasión, no han podido por menos que corroborar: la genealogía franquista de la que provenía el rey, la sospechosa falta de pedigree democrático en España de la institución y la forma de estado monárquica, la rebaja de los principios que la izquierda había mantenido durante el antifranquismo, una vez se habían convertido sus integrantes en miembros de partidos con representación parlamentaria, la descarada derechización del PSOE: “Socialistas y comunistas, desde que se disfrazan de monárquicos (por razones de Estado), no se disfrazan, se desenmascaran”. En definitiva, Bergamín abominó de las componendas de la Transición política y terminó por expresar su disidencia abdicando completamente de su país, él que tanto había contribuido durante la guerra civil y en el exilio a construir el imaginario de la España ética en lucha e injustamente derrotada con la fundación de revistas míticas como España peregrina o editoriales como Séneca en México. Se presentó a las elecciones generales de 1979 como candidato al Senado por un partido republicano, Izquierda Republicana, y terminó sus días como ferviente defensor de la izquierda abertzale y simpatizante de ETA. El, que tanto había querido volver a España, acabó en 1982 retirándose definitivamente a vivir en el País Vasco, al espacio real e imaginario de una Euskal Herria que se quería independiente. Este nuevo y final exilio daba la medida de su desprecio y desentendimiento de todo lo español pues para Bergamín irse a Euskadi era irse de España:
No quisiera morirme
aquí y ahora
para no darle a mis huesos
tierra española
A Bergamín se le vio hasta su muerte con una mezcla de perplejidad y condescendencia. Sus críticas feroces al proceso de Transición se relativizaron y minimizaron como salidas de tono de un anciano excéntrico al que no había que tomar demasiado en serio. De tal forma que, cuanto más intensificaba él sus diatribas antimonárquicas, más éstas servían para reforzar el estatus quo.
Cortejado como otros intelectuales republicanos para que prestara su apoyo al proceso democrático, siempre se negó a hacerlo. Bergamín sospechó desde el principio de las estrategias de apropiación que la Transición iría haciendo de la memoria del exilio y opuso a ellas el mantenimiento hasta el final de su condición de peregrino en su patria, como posición política de disidencia que marcaba las diferencias entre la democracia que había nacido con el proyecto republicano y la que gastaba la Transición, diferencias que desde el interior se pretendían abolir en actos simbólicos como los de recuperación de los exiliados republicanos a los que nos hemos referido. En una de sus contadas colaboraciones para El País, de 1979, “El cadáver de Machado”, con motivo de la insistencia de algunas voces políticas de la Transición para que se repatríen los restos mortales de Antonio Machado, ya apunta a esta aversión a la integración espúria de exiliados al pronunciarse rotundamente en contra de:
el macabro trasiego, el tráfico indecoroso de cadáveres ilustres que inició el franquismo para enmascarar malas conciencias, gusaneras, tal vez, de remordimientos. Los muertos caídos fuera de España, porque no pudieron o no quisieron volver a ella en vida, deben quedar en los sitios donde cayeron, dándonos ese testimonio histórico de su destierro que honra su vida entera.
María Zambrano asimila la imagen de este Bergamín indómito del exabrupto contra la Transición a la de un dios colérico, combinando sutilmente las implicaciones de ética inquebrantable con las de masoquismo exhibicionista:
Creo que murió para ser crucificado. Su ingreso, su adhesión y su entierro a la sombra de ETA los interpreto, pues así los siento, como una especie de cadena de improperios, esos improperios que Nuestro señor –digo Nuestro Señor porque lo es mío- dijo desde la cruz el Viernes Santo contra el mundo.
Lo veo así a mi amigo Bergamin, diciendo improperios. Quiso que su entierro fuese un improperio, pero un improperio sacro: contra toda la falsedumbre, contra toda felonía, contra todo. Fue como exclamar: “Despiértate, Dios mío, que estoy aquí sólo, en la cruz”. (150)
Si no en la cruz, sí en la opinión pública, Bergamín se quedó bastante solo con sus críticas. A diferencia de otros exiliados que hicieron sus críticas a la Transición y al nuevo estado democrático de forma velada y muchas veces solo privada (como por ejemplo Zambrano), Bergamín se negó a apearse públicamente de su republicanismo. Crucificada o no, fue ciertamente una víctima de la Transición. Las primeras informaciones en la prensa sobre Bergamín de ese periodo (1976-1977) se centran en su figura de escritor exiliado y miembro destacado de la Generación del 27. Su nombre aparece asociado a homenajes a Lorca, a reediciones de libros, entregas de premios y doctorados honoríficos, muy en la línea de recuperación de los mitos democráticos que se habían ido forjando en las filas del antifranquismo y en consonancia con lo que he llamado el uso de la cultura del exilio como mecanismo de legitimación en el postfranquismo. Pero Bergamín estaba al mismo tiempo actuando como vitriólico comentarista político de la Transición, aunque eso tuviera menor eco mediático. En un editorial de El País de 9 de abril de 1978, se nos informa de la detención de Bergamín por la publicación de un artículo suyo en contra de la Monarquía, en compañía del director de su periódico, Sábado Gráfico, y se le pone como ejemplo de la ausencia de libertad de expresión que aún aqueja a la joven democracia española. Vale decir, sin embargo, que el director de Sábado Gráfico, Eugenio Suárez, decide por esas fechas, y es de deducir que a raíz de este desagradable incidente, prescindir de los servicios de su ilustre colaborador, según señala Gonzalo Penalva, porque consideraba que el escritor republicano estaba tocando un tema tabú. Así transcribe Penalva (287) las palabras de Suárez:
A Bergamín, un buen día, le dio la ventolera por apuntar a una diana que yo, como director de Sábado Gráfico, no consideré oportuno ni conveniente alcanzar. La flecha era suya, pero el arco era mío.
Que los ataques a la Monarquía fueran un tema intocable en la primera Transición no debe extrañarnos, pues lo ha continuado siendo una vez consolidada la democracia. En cualquier caso, la candidez del comentario de Suárez indica cómo, aún a esas alturas, la censura no era cosa sólo de las instituciones aún con resabios franquistas, sino extendida en los medios de comunicación. El mismo El País, que había criticado como hemos visto que censuraran a Bergamín, solo en contadísimas tres ocasiones dio cabida a sus artículos de crítica política en los primeros dos años de vida del periódico. Si hemos de creer lo que afirma Penalva, Bergamín es “vetado y censurado en [los medios de comunicación escritos de] Madrid” (288), a partir de 1978, y no volverá a escribir regularmente en ninguno de ellos. Lo mismo puede decirse de todos los periódicos de ámbito estatal. Sus últimas colaboraciones de tema político, en sus tres últimos años de vida, serán para publicaciones del País Vasco: Punto y Hora y Egin.
La pertenencia, polémica, pero la misma polémica le daba visibilidad, de Bergamín a la Generación del 27 -el gran pilar de la conexión cultural de la España transicional con un pasado ético y democrático-, su labor poética y editorial, le salvó del total ostracismo. Hasta su muerte y después siguieron apareciendo informaciones en toda la prensa española sobre Bergamín centradas en su labor cultural, editorial, la que lo conectaba con el polo seguro de la Generación del 27: sus aspectos formales y filológicos, su anecdotario (amistades, experiencias colectivas), invocados una vez más al hilo de la aparición de nuevas ediciones, congresos, homenajes o premios. Se ponía así al escritor en su lugar, el de las letras, sacándolo del de la política que tanto le importaba a él, terreno en el cual su figura era “temida, relegada y esquivada” (Penalva, 289). El mismo Alberti, su amigo, lo reconoció a su muerte:
Ha muerto como perdido, lejano, ejemplarmente íntegro en su fe, en su desilusión de tantas cosas, admirado pero no tan reconocido como merecía; discriminado, marginado, como personaje molesto, con el que para muchos no era grato tropezarse.
Alberti y Bergamín son, a mi modo de ver, dos caras complementarias de la suerte que la memoria de la República y el exilio corrió en la Transición española, y sirven de ejemplo a un tema que va mucho más allá de sus casos particulares. Ambos fueron instrumentos, por activa o por pasiva, de un momento histórico en el que esas etapas del tumultuoso siglo XX español que ellos encarnaban tenían que invocarse y tratarse. Las maneras en que se resolvió esta invocación y este tratamiento son imprescindibles para ahondar en el conocimiento de la relación que la España democrática estableció (o no estableció) con el pasado que el franquismo le había negado y reprimido.
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