Aranzazu Sarría Buil
« Vivre sans temps morts et jouir sans entraves. » (1)
El proceso político de la transición democrática española ha sido considerado en numerosas ocasiones como modelo de cambio digno de ser exportado y en ese sentido es de destacar su repercusión en el tránsito de regímenes autoritarios a democracias liberales de algunos países de América Latina y de Europa del Este. Los defensores de esta interpretación se basan en el carácter pacífico y reformista de dicho proceso, lo que habría permitido evitar todo tipo de revanchismos y favorecer la convivencia social en un país marcado por la experiencia traumática de la guerra civil. Se trata de una lectura historiográfica no exenta de los intereses de cada una de las familias políticas que protagonizaron la transición y que han sabido expresar su versión de este período a través de representantes escogidos entre las filas de la historia o de la politología .(2)
Estos análisis se sustentan en el instrumento del pacto, en la valoración de los partidos y organizaciones políticas como legitimadores del proceso y en la función desempeñada por el crecimiento socioeconómico en todo tránsito hacia una democracia concebida desde el consenso. Con el tiempo, otras interpretaciones han ido nutriendo el campo de estudio incorporando criterios que contribuyen a explicar la viabilidad de una transición que no habría estado tan marcada por las garantías de una práctica pactista sino envuelta en un contexto de inseguridad y de incertidumbre. Es el caso de los análisis centrados en la importancia de las movilizaciones ciudadanas en la lucha por los derechos y libertades, un acervo de acciones colectivas que confiere un nuevo protagonismo político a la sociedad civil constitutiva de un país en estado de ebullición (3).
Sin embargo, para otros críticos, la naturaleza de ese proceso histórico adolece de un continuismo, relevante sobre todo en la esfera institucional pero también en el ámbito cultural, cuyas consecuencias serían determinantes para comprender los entresijos de la práctica política y las aparentes contradicciones de la sociedad gestada en esa época. La adopción del término intransiciones se hace eco de los límites de un proceso que encierra la legitimación de cuatro décadas de dictadura así como la herencia de una tradición inmersa en el nacionalcatoli-cismo. La ejemplaridad de la transición queda cuestionada por lo que ésta supone de marco de tránsito de una modernidad difícilmente salvaguardada durante los años de dictadura por determinados sectores de la oposición, a la naciente posmodernidad en la que se inscribe la sociedad del espectáculo. En este sentido se denuncia el consenso en tanto que visión armoniosa del espacio político construido gracias a un proceso de hiperraciona-lización del pasado. La propuesta de un presente sin vencedores ni vencidos habría sentado las bases de una democracia formal caracterizada por una separación entre las élites políticas y la base electoral, punto de partida de una progresiva despolitización. (4)
Considerado como modelo transicional de democratización e integración europea o como ejemplo de tránsito deficiente pautado por el espeso legado franquista (5), cabe preguntarse si el período que media entre la muerte de Franco y la llegada al poder del PSOE en las elecciones de 1982 fue capaz de generar una cultura propia. En caso afirmativo sería interesante valorar la incidencia de la estructura política en dicha producción cultural ya que probablemente constituye una de las claves que expliquen la superposición de un pensamiento que miraba hacia el exterior para nutrirse de modelos extranjeros a otro que se muestra orgulloso de exportar valores sentidos como propios. Los fenómenos que se suceden en este período -amalgama de una cultura de oposición y una cultura democrática, desencanto y movida- pueden ser entendidos como mutaciones de un espacio cultural vinculado a la ascensión de la izquierda al poder. La inherente pérdida de ideología que la acompañó y de toda seña de identidad que pudiera diferenciarla del poder mismo explica la aparición de publicaciones empeñadas en desarrollar una nueva noción de cultura y de buscar otras formas de expresión al margen de los medios tradicionales y/u oficiales.
Como ejemplo de esta tendencia resulta interesante adentrarse en una de las publicaciones que comenzó a gestarse en la Barcelona de principios de los setenta, una ciudad en mutación y permanente contacto con el exterior, para emerger y desarrollarse simultáneamente al proceso de transición democrática. Se trata de la revista Ajoblanco (octubre 1974-mayo 1980), que generó un espacio de contestación y protagonizó una cultura de la provocación que se reivindicaba nueva, creativa y utópica. La definición de contracultural con la que se identificó a lo largo de los primeros números fue progresivamente perdiendo sentido y dejando paso a un posicionamiento en favor de una cultura sin ansia de poder que se concretó a partir de junio de 1976 en la reivindicación de un pensamiento y unas prácticas libertarias.
Introducir la dinámica de la explosión en el proceso de transición cultural
En las distintas interpretaciones que asocian la noción de ejemplaridad al proceso de transición uno de los elementos que miden el éxito del mismo es el grado de normalización que alcanzan las estructuras políticas. La lectura del pasado se hace desde la constatación, no exenta de satisfacción en algunos casos, de haber alcanzado una serie de objetivos considerados como únicos hechos previsibles, resultado de un contexto predeterminado. En contrapartida, lo que no ha tenido lugar queda relegado a la esfera de lo imposible y las vías de los eventos no realizados perdidas para siempre. Así, en el caso español las opciones en torno a la apertura o la reforma desde el régimen franquista, por un lado, y en torno a las diferentes formas de ruptura propuestas por los sectores de la oposición, por otro, son valoradas desde el resultado final del proceso democrático. La noción de pacto parece impregnar todo un acontecer, político, económico y social, coronado por el éxito cuya viabilidad hubiera resultado amenazada sin la puesta en práctica y eficaz funcionamiento de tal mecanismo. En consecuencia, las vías truncadas no sólo quedan excluidas por su probada incapacidad de llegar a buen término sino que además, en su fracaso, actúan como motores de legitimación tendentes a fortalecer la única opción previsible que consiguió abrirse paso en el entonces tiempo presente y, en adelante, objeto de estudio de la historia.
No obstante, el centrar esa lectura del pasado en el desarrollo de los acontecimientos culturales supone adentrarse en un espacio que no siempre mantiene una dependencia con los hitos históricos sino que conserva unas pautas propias que dificultan la periodización y que no están regidas ni por la búsqueda de un único objetivo ni por el juicio de la norma. Aunque no se pueda extraer la expresión creativa a su tiempo, la correlación entre ambos no pasa por el impacto o importancia de determinadas fechas a las que el investigador concede el valor de lo histórico como pudieran ser el atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco, la muerte del dictador, las primeras elecciones libres, la aprobación de la Constitución o la primera victoria socialista en las urnas (6). La dinámica cultural no responde a la univocidad sino a una sucesión de movimientos que albergan tanto estabilidad como innovación creando ámbitos permeables a la herencia y la continuidad, o caracterizados por el rechazo sea total o parcial de las corrientes precedentes y/o coetáneas en el tiempo. Se trata de una permanente búsqueda con ritmos y velocidades variables capaz de introducir saltos en la secuencia temporal y transcender fronteras espaciales.
En el estudio del fenómeno cultural resulta interesante echar mano de los intentos que desde la crítica literaria se han llevado a cabo con la finalidad de crear una tipología de la cultura. En este sentido, merece la pena considerar las aportaciones de la escuela de Tartu (Estonia) encabezada por el teórico y profesor de historia de la literatura rusa, Yuri Mijailovich Lotman (1922-1993) (7). Su reflexión introduce la modalidad de la explosión en los procesos de transformación social y la imprevisibilidad en tanto que tipo de cambio entendido como un determinado complejo de posibilidades. Tal modalidad no sólo no excluye los procesos de larga duración sino que los presupone y los confirma estableciendo la sucesión e interacción entre procesos dinámicos explosivos y graduales en un espacio sincrónico.
La imprevisibilidad de los procesos explosivos no es absolutamente la única vía hacia lo nuevo. Por el contrario, esferas enteras de la cultura pueden realizar su propio movimiento sólo bajo la forma de cambios graduales. Dado que los procesos graduales y los explosivos representan una antítesis, existen sólo por su relación de reciprocidad. La anulación de uno de los polos llevaría a la desaparición del otro. (8).
La vía de la explosión permanecería contenida en el propio presente, capaz de albergar todas las posibilidades de los modos de desarrollo futuro. El criterio de decantación no estaría determinado «ni por las leyes ni por la causalidad, ni por la probabilidad», mecanismos considerados inactivos en el momento de la explosión, sino que «la elección del futuro se realiza[ría] como casualidad». Por ello, esa vía de cambio es correlativa a la imprevisibilidad, concepto que es entendido como un complejo de posibilidades y no como la expresión de lo ilimitado o de la indeterminación en el tránsito de un espacio a otro (9).
Trasladar esta interpretación del ámbito de la teoría literaria al de la historia tiene sus límites. No nos ha de sorprender el hecho de que la idea de la casualidad para explicar el transcurso de los acontecimientos sea rechazada por el historiador para quien es obvio partir de la inevitabilidad de aquello que ha sucedido, esto es, de la multiplicidad de los hechos conservados por la memoria, para introducir un orden capaz de explicar los cambios. Su tarea consiste precisamente en construir una línea de sucesión en la trama de tales eventos, lo que, en opinión de Lotman, resulta relativamente fácil a la hora de explicar procesos lentos y transformaciones graduales pero tremendamente reductor ante los fenómenos caracterizados por la explosión. Si los primeros encuentran en los planteamientos de la longue durée de la Escuela de Annales instrumentos de análisis adaptados, los segundos, indistintamente sometidos a un desarrollo regular lineal, son desacreditados por la imagen de destrucción que vehiculan y menospreciados en su capacidad de transformación creativa de las estructuras (10).
Tal enfoque lleva al teórico ruso a afirmar que «en la historia se introduce el concepto de meta, que objetivamente es completamente extraño a ella» y a proponer un intento para escapar de la regularidad que se impone en la conciencia del observador y que domina en esta visión de la disciplina. Así, aboga por la rehabilitación de los procesos explosivos como instrumento para el conocimiento histórico, en la medida en que están basados en acontecimientos capaces de suscitar una tensión inesperada y de introducir la dinámica de aquellos estratos de la historia aparentemente inmóviles (11). La combinación de graduación y explosión en un espacio sincrónico supone agudizar la mirada desde la que el historiador de la cultura se dispone a analizar la complejidad de una trama de hechos inscritos en la historia. Esta percepción de los procesos de cambio abre un interesante diálogo entre dos tipos de fenómenos simultáneos que no por afectar a esferas distintas, aun en el mismo plano cultural, deben ser aislados entre sí ni descartados del estudio. Adentrarse en las particularidades de dicho diálogo y descifrar las especifidades del lenguaje que lo constituye se convierte en un reto para el que se debe tener en cuenta la diversidad que engloba el concepto de cultura y el delicado papel desempeñado por la memoria en todo proceso de reconstrucción de la historia.
Así, aplicado al estudio de la transición cultural española, este marco teórico obliga a repensar la cronología no en términos clásicos de continuidades y rupturas, sino inscrita en un tiempo no lineal aunque sincrónico capaz de contemplar fenómenos de protesta, represión o aculturación. Sortear así el problema de la periodización permite poder integrar acontecimientos tan distintos como la protesta universitaria, la multiplicación y posterior desaparición de editoriales y publicaciones de talante opositor, el impulso social del asociacionismo cultural, el estallido uniforme e inocuo de la movida, y la eficaz desmovilización del desencanto en una misma dinámica que alternaría la progresión del cambio gradual y la rapidez con la que se desencadenan las sacudidas sociales. Al mismo tiempo, el valor de lo imprevisible acentuaría la relevancia del carácter plural de la cultura y llevaría al historiador a indagar las múltiples expresiones de este ámbito tan decisivo en el proceso de descomposición del franquismo (12).
Actualmente existe una unanimidad a la hora de considerar la cultura como factor pionero que permitió erosionar la estructura del régimen y que puso en evidencia su incapacidad de gestionar el disentimiento y la conflictividad por las vías de la propaganda y de la represión, respectivamente. Sin embargo, las complejas relaciones entre la evolución política interna y una esfera cultural con canales de expresión propios y diversos en el interior y en el exilio, definen un terreno proclive a intersecciones, escisiones, interferencias, recuperaciones y rupturas que, lejos de constituir un consenso entre los investigadores, ha abierto la puerta a fructíferos debates (13). Por ello, resulta necesario partir del carácter multiforme de la cultura para abordar sus diversas y no poco contradictorias manifestaciones con objeto de comprender la eclosión que tiene lugar desde mediados de la década de los cincuenta y que alcanza un grado de florecimiento –muy especialmente en la ciudad de Barcelona– en los aledaños de la muerte del dictador, uno de los períodos en los que la aplicación de la política represiva franquista fue más intensa.
En los prolegómenos de la transición el balance de la batalla librada en el campo de las ideas desde el poder había quedado reflejado en los intentos frustrados de una vanguardia intelectual falangista, en la progresiva secularización del discurso católico y en el impacto de una cultura de masas difundida gracias a la rápida implantación de instrumentos de comunicación pública. Factores todos ellos reveladores del dirigismo cultural que había atravesado las diferentes etapas del franquismo y cuya derrota final había incitado a algunos intelectuales a derivar hacia posiciones liberales, e incluso democráticas en determinados casos, lo que ha sido interpretado no tanto como una evolución política sino como una crisis ante el rechazo de sus proyectos de unidad cultural de España (14). Al otro lado, las diferentes tomas de posición crítica contra la dictadura habían abierto una brecha con vocación de permanencia que había ampliado los márgenes desde los que concebir y manifestar otros tipos de cultura: de minorías, que se había ido nutriendo de la tradición liberal; pero también de oposición que reivindicaba su esencia política hundiendo sus raíces en el pensamiento marxista, para unos, en la experiencia libertaria que entroncaba con la tradición revolucionaria de los años treinta, para otros.
Ya en el proceso de transición el término que impregnó toda concepción cultural y en el que intentaron confluir las manifestaciones fraguadas en o bajo el franquismo fue el de democracia, provocando la reducción de diferencias y matices que habían separado, o mejor, enfrentado en el pasado a las distintas corrientes. En la búsqueda de raíces de esa anhelada cultura democrática se ha experimentado una suerte de deformación auspiciada por las trayec-torias personales de testigos cuyas versiones de los hechos vividos corroboran un protagonismo buscado en la creación de dicha cultura cuando no una justificación de sus propias decisiones políticas. Pero una parte de esa deformación también se debe al peso que ejerce la interpretación del proceso como modelo, es decir desde su resultado final, lo que obliga a plantear el tema de la cultura política de los españoles y a cuestionar la presencia de un talante democrático a escala social (15). El período que se abre tras la muerte de Franco es un campo sembrado de tensiones en el que el ámbito cultural no puede estar desvinculado de los cambios que se están produciendo en la esfera del poder político ni hacer abstracción de las particularidades de itinerarios individuales y colectivos que participan de esa confluencia hacia la cada vez más consensuada democracia. Más allá de los discursos que, bajo el manto democrático y parapetados tras la configuración de partidos políticos, abanderaban una salida de la dictadura a través de la reforma o de la ruptura, es necesario rastrear otras vías de expresión menos apegadas al ejercicio del poder y sin embargo directamente influenciadas por la práctica del mismo. Aunque restringidas en el cuerpo social o de rápido agotamiento, contribuyeron a definir un espacio cultural mediante actitudes de evasión –movimiento hippie, transgresión –movimiento underground, desencanto social y político –pasotismo, y reivindica-ción de una identidad moderna –movida.
En este sentido, la reflexión de Lotman ofrece un marco teórico en el que insertar esos recorridos que cabalgan entre lo político y lo cultural alumbrando múltiples posibilidades de transvase ideológico. Al definir el concepto de frontera desde una óptica matemática como conjunto de puntos que pertenecen simultáneamente al espacio interior y al espacio exterior, configura un territorio cuya función no es otra que seleccionar y elaborar lo procedente de fuera para su posterior adaptación (16). Resulta interesante concebir este tipo de espacios permeables a la influencia y conseguir delimitarlos para poder explicar el impacto social que produjo el término democracia, convertido en verdadera piedra de toque del proceso de transición. Y eso pese a que en numerosas ocasiones fuera reducido a simple baluarte de enganche por estar exento de un proyecto político, y en otras, abiertamente rechazado por su incapacidad de recoger las reivindicaciones de una cultura de oposición. Así, el aporte del teórico ruso permite salir de una concepción unívoca y lineal de dicho término gracias a ese diálogo establecido entre un movimiento gradual, tendente a amalgamar la cultura del antifranquismo y la cultura de la democracia, y un movimiento explosivo que, en tanto que haz de imprevisibilidad (17), alberga una fuerte identidad creativa y es portador de una expresión plural.
Pero además el teórico ruso contribuye a afinar la noción de ejemplaridad con la que iniciábamos este apartado. Al tener en consideración la incidencia de aquellos elementos que siendo ajenos al sistema fueron asimilados, está introduciendo un componente clave en todo proceso de cambio que sitúa en el centro del debate la cuestión de las influencias. Dice así: «La dinámica cultural no puede ser presentada ni como un aislado proceso inmanente, ni en calidad de esfera pasivamente sujeta a influencias externas. Ambas tendencias se encuentran en una tensión recíproca, de la cual no podrán ser abstraídas sin la alteración de su misma esencia.» (18). Trasladado al período de la transición supone abordarlo desde un nuevo ángulo, el del papel que desempeñó la intervención exterior, y para el que varios niveles de lectura son posibles. Uno político reflejado muy concretamente en las gestiones de los Estados Unidos y de las Internacionales democráticas en la elección de Juan Carlos como sucesor y eje del proceso democrático en detrimento de su padre, Don Juan de Borbón. De hecho algunos autores denuncian el silencia-miento consciente e incluso ocultamiento de estos aspectos que están siendo confirmados por los primeros estudios con acceso a documentos oficiales de la época (19). Otro nivel de lectura se situaría en el plano social y tendría en cuenta los efectos del movimiento contestatario que sacudió a la escena internacional a finales de los sesenta y que encontró en las manifestaciones culturales de los setenta una de las vías privilegiadas de expresión (música, arte, teatro, diseño, etc.). Finalmente, en el caso de la transición española, el fenómeno del exilio añade un tercer nivel de lectura. A la hora de mesurar la incidencia del elemento exterior no se puede olvidar la repercusión de los diferentes estratos de exiliados que desde 1939 fueron nutriendo un exilio plural marcado por la experiencia de la derrota, portador de los valores republicanos y detentor de un espacio propio, paradójicamente no fronterizo –siguiendo a Lotman– al permanecer poco permeable por su parte a los cambios protagonizados por el país del que se sienten expulsados. Sin duda, la dimensión internacional del proceso encierra algunas de las claves que otorgan a este período la categoría de modelo tanto por el tipo de democracia como por la estabilidad social conseguidas. Dado que estos logros responden a una necesidad de normalización que se inscribe en un status quo político legado por la segunda guerra mundial, no pueden sino compartir los beneficios y padecer los límites impuestos por ese orden mundial bipolar.
En suma, las pistas que la teoría de la escuela de Tartu propone son numerosas: un diálogo entre dos polos del movimiento histórico caracterizados por lo gradual y la explosión en un espacio sincrónico, la riqueza de esta última en su capacidad de generar una cadena de eventos no necesariamente marcados por la destrucción sino portadores de creatividad, el poder repensar la cronología evacuando el análisis de los hechos basado en una sucesión lineal que transforma lo casual en regular, una superación de la antinomia entre fenómenos históricos de masa e individuales, la consideración del valor de la influencia en la configuración de un territorio frontera destinado a filtrar lo procedente del exterior, y la relación dinámica que en la irrupción de los acontecimientos existe entre la previsibilidad y la imprevisibilidad, consideradas ambas como las dos ruedas de la bicicleta de la historia. (20)
Una generación con mitos y sin maestros
Los años sesenta y setenta fueron testigos del protagonismo que alcanzó la juventud como actor social. Se trata de un fenómeno cuya dimensión internacional plantea la cuestión de la influencia en la medida en que compartió unas referencias ideológicas y unos tipos de acción comunes que experimentaron una amplia difusión a escala planetaria. Los movimientos de protesta recorrieron los Estados Unidos y las grandes democracias de la Europa occidental (Francia, Alemania, Italia), pero también los países comunistas (Checoslovaquia, República Popular China) y del tercer mundo (México), convertido a su vez en fuente de inspiración del discurso antiimperialista. Ahora bien, esta extensión geográfica no debe encubrir las especificidades de las cronologías nacionales que ponen de manifiesto la existencia de procesos propios de necesaria consideración antes de establecer filiaciones basadas exclusivamente en criterios temporales. Así, por ejemplo, el movimiento americano, anterior a los sucesos del Mayo francés del 68, no ejerció una influencia directa en la preparación de la protesta francesa dadas las diferencias existentes entre la nueva izquierda americana y la extrema izquierda francesa. Aunque tampoco pueda negarse su repercusión en las transformaciones que tal primavera acarreó y que se manifestaron a lo largo de la década siguiente como es el caso de la lucha emprendida por el movimiento feminista (21).
En el ámbito español, la particularidad de sus movimientos de protesta reside en el carácter dictatorial del poder contra el que iban dirigidos. Los intentos de socialización del franquismo habían encontrado en el ámbito universitario uno de sus principales caballos de batalla y probablemente el factor más determinante en el fracaso del dirigismo que había caracterizado la política cultural del régimen. Tras los sucesos acontecidos en la universidad en 1956, la conflictividad se hizo progresiva desde mediados de la década de los sesenta para alcanzar un punto álgido en los primeros días de 1969. El intento de organización de sindicatos libres de estudiantes fue duramente reprimido con ocasión del estado de excepción declarado en enero de ese mismo año y desde entonces la expresión de la protesta no hizo sino radicalizarse por lo que el cierre de las universidades terminó siendo el único recurso del franquismo para hacer frente a las constantes perturbaciones del orden académico y social. Son años, ya enmarcados en la década de los setenta, en los que se hacen cada vez más evidentes las convergencias con los movimientos de contestación antiautoritarios allende las fronteras. Un mayor acceso a la información y unas transformaciones sociales que comenzaban a dejarse sentir en los modos de vida son indisociables de una permeabilidad del tejido social a lo que acontecía en el extranjero. Evidentemente no todas las capas de la sociedad reaccionaron de la misma manera, pero la juventud urbana española participó de un mismo proceso de creación de señas culturales de identidad de alcance internacional y de manera más precisa, los estudiantes universitarios, quienes formaban parte de una minoría privilegiada con capacidad de eludir las estrecheces del discurso franquista. (22)
Según Eric Hobsbawn una de estas señas de identidad fue el abismo histórico que separaba a las generaciones nacidas antes de 1925 de aquéllas nacidas después de 1950 y que producía sociedades divorciadas de su pasado. Sobre la base de este abismo generacional « la cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural» entendida como una ruptura que afectó al conjunto de las costumbres y caracterizada por ser populista e iconoclasta en el terrero del comportamiento individual. (23) Dicha ruptura también fue experimentada por los jóvenes españoles nacidos en esa década de los cincuenta y cuya pertenencia social les había posibilitado el acceso a los estudios superiores y a una cultura política y de clase de la que no se sentían especialmente herederos. Para ellos la ruptura estaba siendo avalada por una sociedad en pleno proceso de transformación, fraguada en un consumismo sin trabas para el que las fronteras nacionales comenzaban a resultar caducas. En el transcurso de dicho proceso y aunque no siempre con la misma permeabilidad, algunas ciudades españolas –Barcelona, Madrid, Sevilla, Valencia– entraron a formar parte de un circuito en el que se difundían ideas y prácticas a través de vectores como la moda, la música y los medios de comunicación. Con el retraso, los filtros y la precariedad que conllevaban la censura y el control de la información propios de un régimen dictatorial, los primeros setenta acercaron el sentir de la juventud española de la de países vecinos como Francia, o de la de países lejanos pero capaces de suscitar la admiración o cuando menos la inspiración, como es el caso de los Estados Unidos. Compartir mitos, reivindicar ideales, participar en un movimiento de liberación a través de la ruptura social o de la experimentación sexual, consumir drogas, buscar la felicidad personal más allá del bienestar que la sociedad decía brindar fueron algunas de las manifestaciones de esa juventud en ruptura con la generación precedente.
Tales vivencias las encontramos en el relato biográfico de José Ribas Sanpons, nacido en 1951 en el seno de una familia liberal pertenenciente a la burguesía catalana y fundador en 1974 de la revista Ajoblanco (24). Estudiante de Derecho en la Universidad de Barcelona a principios de la década de los setenta, su experiencia en aquellos años se inscribe en una universidad politizada que protesta contra la Nueva Ley General de Educación elaborada por el ministerio del opusdeísta José Luis Villar Palasí (25) y que agoniza ante las medidas represivas aplicadas por el régimen para hacer frente a movilizaciones y ocupación de facultades. En el contexto catalán, la radicalización del ámbito estudiantil venía de la mano de la organización revolucionaria Bandera Roja, escindida del Partido Comunista de España tras los acontecimientos de mayo francés del 68 y que, pese a enarbolar la práctica de una acción unitaria, protagonizaba una serie de enfrentamientos ideológicos con el PSUC, el partido más fuerte de la oposición antifranquista, partidario de la vía democrática. Esas luchas internas entre burocracias no hicieron sino minar la combatividad del movimiento estudiantil. En Barcelona, el curso universitario 1972-1973 estuvo marcado por una serie de perturbaciones que impidieron el desarrollo del calendario académico, desde la decisión de las instancias universitarias del aplazamiento de la apertura oficial de curso hasta las amenazas gubernamen-tales de cierres de facultades, pasando por encierros y prácticas asamblearias. Estas implicaban una práctica del poder dirigida por líderes estudiantiles vinculados a partidos o grupúsculos políticos, cuyos métodos no siempre gozaban de la aprobación del conjunto de los universitarios por el carácter dogmático de sus discursos, los intentos de control y manipulación de las asambleas o el recurso a las descalificaciones. La cuestión del poder quedaba planteada de manera doble: desde un rechazo al autoritarismo compartido por juventudes de otros países y desde la crítica abierta contra la dictadura que convertía al antifranquismo en baluarte de la oposición política.
Se puede afirmar que se asistió entonces a una superposición del imaginario contracultural bien anclado en el presente y con valor de modelo por haberse forjado fuera de las fronteras, y del imaginario de la oposición que inevitablemente debía remontarse al pasado más reciente tanto para ofrecer una lectura del mismo como para legitimar una práctica política. El primero, en el que se inscribe el primer underground peninsular, encontró en la creación, la diversidad de la expresión artística y el influjo de personalidades entendidas como figuras simbólicas los vectores de difusión que convirtieron a la juventud de finales de los sesenta y setenta en portadora de una contracultura de dimensión internacional. Mientras que el segundo reflejó la evolución de una oposición cuyo centro de gravedad se había ido desplazando del exterior al interior debido a las dificultades por las que estaba atravesando el exilio para proponer una estrategia política, y que se definía en la órbita de la izquierda autoritaria representada por el partido comunista o cuya supervivencia en la clandestinidad lo había convertido en referencia del antifranquismo y en la principal matriz ideológica de los movimientos radicales de oposición. En dicha superposición el fenómeno de los mitos resulta interesante por lo que supuso de empatía con situaciones políticas de países situados en otras latitudes, lo que refuerza el carácter internacional del discurso contracultural, pero también de viabilidad concedida al idealismo en la medida en que aparecía representado por recorridos personales inscritos en la realidad que hacían oscilar la noción de ejemplo de caso específico a modelo a seguir. En el plano estrictamente político, las figuras de Fidel Castro, Mao Tse Toung y, sobre todo Ernesto Che Guevara representaron la lucha revolucionaria y el cambio social radical, lo que explica que suscitasen la admiración entre una juventud ansiosa por transformar la sociedad y crear un mundo basado en nuevas relaciones de poder (25). Sin embargo, junto a ellas y a través de lenguajes universales como el arte o la música, otras figuras comenzaron a ocupar el lugar de iconos, expresión y referencia al mismo tiempo del sentir de una juventud.
Así, a propósito de su pertenencia a una generación y de sus vivencias en el contexto de la universidad de la protesta de principios de los setenta, el fundador de la revista Ajoblanco José Ribas constata la fuerza de la ruptura e insiste en la influencia que ejercieron los mitos al afirmar: “Muchas veces lo he pensado: pertenezco a una generación con mitos –Jim Morrison, John Lennon, Andy Warhol, Che Guevara– pero sin maestros. En España, las circunstancias nos forzaron a ser autodidactas; nos formamos gracias al cúmulo de curiosidades sentidas y experimentadas hasta el fondo de nuestras almas”. Haciendo alusión a un día del invierno de 1975 con ocasión de una cita en el despacho del editor Carlos Barral insiste: “Ese mismo día, en la barra del bar, tuve el presentimiento que había tenido en otras ocasiones: pertenezco a una generación con mitos y sin maestros.” (27) Finalmente, a la pregunta “¿Cuáles eran los referentes culturales de aquella generación?” que le ha sido formulada en una entrevista recientemente responde: “Creo que era tal la ruptura, que no había referentes. Estaba naciendo una nueva concien-cia para reformar el poder, no para tomarlo.” (28)
En efecto, distante quedaba la influencia dejada por intelectuales como Aranguren, Laín Entralgo, Ridruejo, Ruiz-Giménez, o Tierno Galván, que habían marcado el ámbito universitario en el pasado y seguían en algunos casos configurando no sólo la escena pública sino las posibles vías de salida de la dictadura con el consecuente acceso al poder. Y aunque esa impresión de crecer en la ausencia de maestros no fuera exclusiva de esta generación, sí que era la primera vez en que los efectos de tal vacío podían ser compensados por referencias procedentes del exterior. Así, dos décadas antes (1956) ya había sido puesta en entredicho la firmeza de esas figuras, calificadas de “maestros de barro”, en expresión del escritor Juan Benet (29), deficiencia determinante en un contexto de estricta educación opresiva, control de libertades y asfixia moral. En cambio, para los jóvenes de los setenta la posibilidad de impregnarse de modelos foráneos contribuyó a la construcción de un imaginario propio y ajeno al universo del franquismo del que el resto de la sociedad no había conseguido escapar. A unas costumbres moldeadas en el nacionalcatolicismo que pervivían como lastres se superpusieron el deseo de muchos, y la puesta en práctica para algunos, de experiencias de liberación de carácter personal, social, familiar, sexual o artístico. Se trataba de transformaciones vividas como auténtica seña de identidad de una juventud que fue definiéndose a lo largo del proceso de transición democrática al poner de relieve las diferencias que les separaban de las generaciones precedentes, sobre todo de las más próximas. El propio José Ribas alude a ello con insistencia desde la necesidad de desmarcarse de aquéllos que pilotaron el proceso de transición democrática. Dice así:
La generación de Felipe González había vivido bajo el franquismo entre diez y quince años más que los jóvenes. Sus influencias eran el marxismo dogmático, los frentes de liberación de Cuba y Argelia, los curas obreros, la canción francesa y la cultural del alcohol. Todo ello combinado con la incapacidad de derribar el franquismo. Otra generación, la que rondaba entonces los cincuenta años de edad, sobrevivía lisiada tras la dureza de la posguerra y sólo pensaba en el trabajo, en el ahorro y en prosperar. Llevaban años comiendo misas y esmerándose en callar para obtener el preceptivo certificado de buena conducta. Aquella generación de padres de familia estaba compuesta por carcas de circunstancia que habían enmudecido. La generación de los abuelos, esa sí que de pronto recuperó la luz de los bailes republicanos y la fiesta de los ateneos y de las colectividades. En muchas familias, abuelos y nietos vivieron una provechosa alianza frente a padres atrapados en el cuarto oscuro del franquismo. (30)
Sin duda, la incidencia de la precaria realidad sociocultural del franquismo explica el diferente bagaje con el que cada generación afrontó la salida de la dictadura así como su comportamiento en el momento de la transición. Si en el plano político José Ribas exime a los integrantes de su generación comprometidos con las corrientes de izquierda de la responsabilidad de las decisiones que configuraron el régimen constitucional, en el terreno cultural reconoce la importancia que ejerció la influencia foránea en todo un segmento social, ingrediente indispensable para la ruptura con ciertos valores del pasado. Así, por un lado, la lectura que realiza de los acontecimientos universitarios de febrero de 1973 deja entrever su decepción ante la posibilidad truncada de poner fin al franquismo antes de la muerte del dictador y de protagonizar una transición diferente capaz de albergar una práctica política más próxima a la base social y de construir una democracia más participativa. Por otro, las alusiones a las numerosas manifestaciones culturales experimentales que fueron surgiendo espontáneamente en las principales ciudades peninsulares e insulares en medio de adversas condiciones, ponen de relieve la gestación de una contracultura autóctona que floreció al mismo tiempo que lo hacía la revolución psicodélica y el movimiento underground en Europa y Estados Unidos. Por ello, más allá del fenómeno del contagio, el transcurrir de esta cultura subterránea, multiforme y polifacética denotaba la existencia de una sincronía de España con el resto del extranjero. (31)
Tal sincronía era avalada por un imaginario que bien puede transcender todo tipo de fronteras nacionales y que queda expresado en la siguiente cita: “A nosotros lo que más nos movía era la aventura de unir arte y vida, la lucha contra cualquier autoridad impuesta, el no canon, las actitudes dadaístas, el vivir al día, el rock salvaje, el viaje sin rumbo ni fecha de retorno, la libertad sexual, la vida en comunidad y la muerte de la familia tradicional.” (32) Todo un programa para esa “generación del nosotros” que creía en la colectividad y estaba dispuesta a hacer realidad sus aspiraciones por muy envueltas que estuvieran en idealismos o utopías. Y precisamente en la necesidad de concretar ese tándem de arte y vida se inserta la creación de la revista Ajoblanco, expresión de esa ruptura con las generaciones precedentes pero también con todo lo coetáneo que ya no era fuera capaz de reflejar las inquietudes de la juventud ni de abrir vías a la creación.
Los primeros escarceos de su fundador fueron en torno al grupo Nabucco, constituido en el transcurso de una de las tertulias improvisadas de compañeros de la facultad de derecho de Barcelona con quienes compartía la pasión por la poesía. José Ribas, junto a Alfredo Astor, Tomás Nart, Antonio Otero y José Solé, impulsados por el deseo de “ alargar la misma experiencia vital de búsqueda”, decidieron redactar un manifiesto poético. Que la pretensión de ruptura no dejaba lugar a dudas, lo demuestra el comentario que realizara el entonces crítico literario Salvador Clotas haciendo alusión al grupo de los Novísimos, selección que José María Castellet había realizado en su antología poética: “Ambos grupos poéticos estáis contra la poesía social de los cincuenta, y si los Novísimos son parricidas, vosotros parecéis fraticidas con relación a ellos” (33) Lo que desde el origen quedaba menos claro era las dosis de contracultura y de implicación política que habitaban a los integrantes de Nabucco. Las expectativas en torno a la política y al papel desempeñado por la oposición antifranquista impregnaron los encuentros de este grupo y fueron precisándose hasta que el 13 de septiembre de 1973, en una celebración con motivo del cumpleaños de tres Nabuccos, José Ribas hizo público el siguiente anuncio: “Voy a montar una revista de arte y cultura con quien quiera seguirme fuera de los círculos de la facultad. Es necesario dar voz a esa juventud que está harta de lo que hay, de la gauche divine, de los Novísimos y de los marxistas, y que necesita expresar lo que siente y verlo escrito en papel impreso.” (34) En un contexto de saturación del discurso ideológico y de figuras emblemáticas el momento de pasar a la acción parecía haber llegado. El intento de convertir el deseo en realidad y armonizar pensamiento y práctica llevaba el nombre de una receta de cocina que ofrecía en bandeja el restaurante en el que se celebró la fiesta de cumpleaños. Con Ajoblanco, la aventura de unir arte y vida estaba servida.
Ajoblanco, espacio fronterizo
No resulta fácil elegir un adjetivo con el que definir la revista Ajoblanco. El carácter experimental del momento cultural en el que fue concebida, el entusiasmo de la juventud que la hizo realidad fuera desde la redacción o desde la lectura, la exigencia de pluralidad tan buscada por su fundador así como la propia trayectoria de la publicación que se engarza en el proceso de transición política dificultan la tarea. La noción de frontera de Lotman puede resultar una ayuda por cuanto supone un espacio concebido como pertenencia al interior y al exterior, capaz de filtrar todo lo que está fuera con el fin de adaptarlo. A partir de esta idea podemos visualizar la publicación como un territorio fronterizo que se nutrió tanto de la diversidad de las corrientes antiautoritarias y contraculturales que ocupaban la escena pública de otros países como de las especificidades de un universo construido en torno al franquismo y a la oposición al mismo. Se trata de un punto de encuentro de las voces críticas de una generación cuyo interés por la política, antifranquista para todos y catalanista para algunos, no desdecía ni sus inquietudes creativas ni sus deseos de realización personal. Ruptura con los moldes sociales, renovación del ámbito cultural, desafío político se dieron cita en sus páginas. Con el tiempo vertiginoso y cambiante de la época, la labor de selección propia de tal espacio llevó a la revista al cuestionamiento progresivo de la contracultura como medio de mejorar las condiciones de vida y a la apuesta por el pensamiento anarquista como única vía para ejercer la práctica política desde el respeto del individuo y no del abuso del poder.
La colección de Ajoblanco se compone de 55 números ordinarios y de 18 números extra publicados entre octubre de 1974 y mayo de 1980. Sin embargo, conviene precisar que el punto de partida, se remonta a abril de 1974, mes en el que apareció un número 0, a modo de presentación pública del proyecto aunque de “uso privado”, como indicaba la portada, por estar desprovisto de depósito legal (35). La revista veía la luz en un contexto de gran incertidumbre en el seno de la izquierda en Cataluña cuyas posiciones se iban definiendo conforme daban respuesta a acontecimientos como la formación de la Assemblea de Catalunya, o la condena y ejecución del militante del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL), Salvador Puig Antich. Este espacio de tiempo que transcurrió entre el número 0 y el 1 que apareció en los kioscos seis meses después, en octubre de 1974, es significativo ya que supone la decantación de los iniciales miembros de Nabucco, algunos pronto absorbidos por la inercia de las élites catalanas, más o menos envueltas en esa autodefinición de gauche divine, así como la adhesión al proyecto de otros jóvenes procedentes de universos distintos que reflejaban el dinamismo del ámbito cultural en las postrimerías del régimen y representaron la piedra de toque del carácter plural de la revista.
La incorporación de colaboradores se hizo a través de encuentros azarosos o guiados por la intuición y nunca al margen de la amistad. Tal fue el caso de Toni Puig cuyo recorrido personal estaba alejado de los ambientes de los Nabucco dado que había estudiado teología en el seminario de Barcelona y daba clases en una escuela cooperativa de barrio. Convencido defensor de una cultura republicana y partidario de una democracia de base, su implicación en la revista supuso incorporar un nuevo prisma desde que el que interpretar y transformar la actualidad, que con el tiempo se convirtió en uno de los pilares de Ajoblanco. Otros jóvenes que aspiraban a desarrollar sus pasiones creativas desde la independencia acordaron su confianza al proyecto de José Ribas y contribuyeron desde sus respectivas inquietudes a la puesta en marcha de la publicación: Albert Abril, implicado en el cine emergente, nacionalista de izquierdas, próximo al PSAN provisional –partido leninista defensor de la independencia de los países catalanes; María Dols, estudiante de periodismo que asumió las tareas de secretaría; Quim Monzó, expresión de la onda experimental y diseñador de las letras del logotipo de la revista, que incorporó al escritor mallorquín Biel Mesquida; Claudi Montañà, también integrante de la cultura underground barcelonesa y próximo a posturas maoístas; Pep Rigol, mejor amigo de Toni Puig, fotógrafo y estudiante de publicidad; Cesc Serrat, compañero de Toni Puig durante los años de estudio de teología y primer maquetista de la publicación; Félix Vilaseca, abogado y compañero de colegio de José Ribas, encargado de dar forma a la idea, convirtiéndola en Sociedad Anónima con 300.000 pesetas de capital social.
La participación de cada uno de ellos supuso una apertura del reducido ámbito universitario con aspiraciones poéticas de los Nabucco, del que sólo Tomás Nart seguía apostando por el proyecto de revista, hacia el catalanismo cultural más radical, además de ensanchar una red de amistades que encontró un espacio de encuentro, de trabajo y de reflexión en Fontclara. Este nombre designaba una antigua rectoría situada en el Ampurdán, perteneciente a Ana Castelar, amiga personal de José Ribas y conocedora del universo editorial por su trabajo con Carlos Barral, pero es evocador de mucho más: de un lugar de experiencias y de un tiempo de búsqueda, en los que se cimentó la primera etapa de la revista.
Ajoblanco se convirtió en “una escuela de vida de gente dispar con ganas de cambiar el mundo” (36). Originada por la diversidad de horizontes, dicha disparidad representaba la riqueza del consejo de creación de la revista y la garantía de una búsqueda permanente, pero también el germen de las futuras divergencias. Fue el claro reflejo de un imaginario cultural dinamizado por ansias de libertad compartidas y que se había ido enriqueciendo con referencias que iban desde la experiencia contracultural protagonizada por el movimiento hippie de la costa oeste de los Estados Unidos hasta la reflexión crítica sobre los mecanismos de la sociedad moderna aportada por los teóricos de la Internacional Situacionista –Guy Debord, Raoul Vaneigem (37). Influencias por los hechos o intelectuales que expresaban el deseo de encontrar un equilibrio entre teoría y práctica, entre desafío estético y lucha social. Se trataba en definitiva de un cuestionamiento de la vida cotidiana desde el espectro de una izquierda que además de romper con los lastres franquistas pretendía sobrepasar los límites de una extrema izquierda dogmática. Más allá del impacto fugaz de las modas, la apuesta por la revolución cultural debía extender sus valores al sistema económico y plantear las bases de una nueva sociedad. En esa tarea resultó esencial la colaboración del filósofo Luis Racionero cuyo bagage berkeliano lo convertía en una especie de gurú de la contracultura y cuyos planteamientos sobre los efectos del crecimiento ilimitado y en favor de una cultura a escala humana hicieron de él un referente teórico de la publicación (38).
Una vez constituido el grupo humano fue necesario resolver los asuntos de administración y de permisos. El tema de la dirección para la que era imprescindible un periodista con carnet quedó resuelto en un primer momento gracias al apoyo de Ramon Barnils, colaborador en Tele-Exprés, y después, cuando un segundo carnet fue necesario, a la incorporación al equipo de Fernando Mir, en adelante pieza clave para el desarrollo de la revista. El apoyo para la obtención de permisos se materializó tras los encuentros con el gobernador civil de Barcelona, Rodolfo Martin Villa, y con José Luis Fernández García, director general del Régimen Jurídico de la Prensa en Madrid. Fueron encuentros personales facilitados por las relaciones del padre del propio José Ribas, cuyos vínculos con el falangismo resultaban todavía útiles en esos años finales del franquismo. Cuando en el verano de 1974 el BOE publicó la solicitud de Ajoblanco Ediciones para su inscripción en el Registro de Empresas Periodísticas, la viabilidad del proyecto no sólo ya no dejaba lugar a dudas sino que además abría el camino al entusiamo y la utopía.
Acorde con la voluntad de su fundador, el rasgo que caracterizó los primeros números de Ajoblanco fue la espontaneidad: pautó un funcionamiento asambleísta, configuró una revista sin áreas delimitadas ni responsables designados y concedió al lector una función que no quedaba limitada a la lectura pasiva sino que lo hacía partícipe de la expresión creativa a la que aspiraba el conjunto del equipo, tal y como se anunciaba en la declaración de principios.
¿Porqué (sic) esta nueva revista?
1. Porque no queremos una cultura de imbecilistas.
2. Porque estamos ya hartos de divinidades, sacerdocios y élites industrial culturalistas.
3. Porque queremos intervenir, provocar, facilitar y usar de una cultura creativa.
4. Porque todavía somos utopistas.
5. Porque queremos gozárnosla con eso que llaman cultura.
6. Porque tenemos imaginación para diseñar otra, si ustedes quieren.
[…]
AJOBLANCO vuelve a la simplicidad, la creación, el interés por todo aquello que sea nueva sensibilidad. Porque ha oído, ella también el grito: “Despertad jóvenes de la nueva era! […]”
AJOBLANCO quiere sintonizar con todos los que luchan por una nueva cultura. Se te ofrece como revista y pide tu colaboración en esta utopía que estamos poniendo en marcha para reflejar en ella, con toda fidelidad, nuestros sueños y nuestra acción, lo que nos llevamos entre manos (39).
Imaginación, desacralización de la cultura, reivindicación de la utopía y experimentación fueron los ingredientes con los que contaba esa “generación del nosotros” para llevar a cabo su tarea de transformar la realidad. Sin embargo, las cantidades de cada uno de ellos fueron muy variables en cada uno de los números en función tanto de los colaboradores como de las exigencias del contexto político y social. El progresivo posicionamiento de la revista a lo largo de los tumultuosos años de la transición se hizo a través de los editoriales que aparecerán sistemáticamente a partir del número 6 (junio/julio 1975), pero también a golpe de manifiestos firmados en primera persona, que expresaban las diferentes sensibilidades de los miembros del grupo y representaban el punto de partida o la respuesta a una situación de crisis interna: desde la necesidad de declararse en contra de la realidad y a favor del desenfreno por vivir la vida, hasta la urgencia por desmarcarse de corrientes que circulaban en el ambiente de la ciudad Condal, gauche divine, vanguardias esteticistas e izquierda tradicional. (40) Al mismo tiempo, los esfuerzos de definición supusieron un intento de salir al paso de las acusaciones que tachaban al Ajo de idealista, minoritario, elitista, contracultural o subversivo surrealista, y que hacían oídos sordos a la progresiva implantación de la revista en el espacio urbano peninsular como lo demuestra una tirada en ascenso que llegó a los cien mil ejemplares en plena inflexión del proceso de transición, tras las primeras elecciones democráticas.
El contenido de cada número permitía tomar la temperatura del momento al hacerse eco de las voces críticas que se iban levantando contra un proceso político que vaciaba de contenido las movilizaciones de base y descartaba todo protagonismo social. Desde su independencia creó un espacio de lo imprevisible en el que fue posible albergar otras pautas de actuación tanto en la esfera social como política. Ante la incertidumbre de los meses precedentes a la muerte de Franco Ajoblanco propuso creatividad independiente (cine, teatro), al lastre de una educación opresiva, información e intercambio de experiencias (drogas, sexualidad, psicoanálisis), a las tensiones sociales de los primeros meses de 1976, la apuesta por la movilización desde nuevos valores culturales; al catalanismo, arraigo popular y diversidad peninsular; al pragmatismo de la democracia pactada, espíritu crítico y la recuperación de la tradición libertaria.
La espontaneidad, insuficiente a la hora de afrontar la exigencia de la continuidad, fue dejando paso a la organización a través de pactos de funcionamiento que albergaban un reparto de responsabilidades y una configuración de la revista en grandes áreas –actualidad, cultura y secciones- que respondía a un trabajo de colectivos. La propia trayectoria de la revista es el reflejo de un permanente cuestionamiento que se fue agudizando conforme las necesidades fueron siendo más acuciantes tanto en el terreno de la administración como en la definición de las líneas editoriales. A la búsqueda creativa de los primeros números le sucedió un deseo de contrainformar y una consciente necesidad de actuar desde el ejercicio de un periodismo de agitación. El modo de trabajo que se fue perfilando intentó ser el más fiel reflejo de la concepción personal de un José Ribas cada vez más próximo a los valores libertarios, si bien en más de una ocasión se vio reducida a puro anhelo debido a tensiones en el seno del equipo colaborador generadoras de disfuncionamientos internos. Las divergencias se hicieron insalvables conforme los logros del proceso democrático se materializaban en una estructura política articulada en torno a los partidos. La fragmentación en el interior de Ajoblanco respondía a una dinámica que tuvo su máxima expresión en la decantación de un movimiento generacional y en la introducción de nuevos comporta-mientos en las capas más jóvenes de la sociedad que oscilaban entre la radicalización y la apatía. El entusiasmo que a principios de los setenta había materializado una voluntad personal y un proyecto colectivo se fue difuminando en el pragmatismo ambiente hasta ahogarse entre planteamientos ideológicos caducos, unos y reducidos a la marginalidad, los más. La “generación del nosotros” que había apostado por la vida en comunas, la autogestión y el trabajo en colectivos terminó acorralada por una práctica política profesionalizada que limitaba la libre actuación social y abría paso a una nueva forma de concebir las relaciones en el seno de la sociedad desde el individualismo, y a una noción de cultura ya indisociable del consumismo emergente. (41)
Conclusión
Introducir la imprevisibilidad en el estudio de la cultura durante los procesos de cambio social tal y como propone Yuri M. Lotman supone abrir el estudio a expresiones y movimientos cuyas propuestas escapan a la perspectiva lineal privilegiada por los historiadores. Aplicar el fenómeno de la explosión a la transición democrática española exige matizar el carácter modélico del que goza y que se asienta en una interpretación de los hechos a partir de los resultados obtenidos. En la España de los años sesenta, además de los fenómenos vinculados al desarrollismo económico y del aumento de una conflictividad social hubo también un despertar cultural que hundía sus raíces en un ansia de libertad y que quedó claramente expresado en nuevos estilos de vida. En ese contexto, las referencias procedentes del extranjero tuvieron posibilidades de calar en una sociedad más permeable pero no por ello menos opresiva. Por ello, la generación que protagonizó la explosión cultural de los setenta recurrió a modelos exteriores tanto para romper con la oficialidad del franquismo carente ya de legitimidad como para distanciarse de una izquierda antifranquista anclada en el marxismo.
Desde su independencia, Ajoblanco consiguió crear un espacio fronterizo permeable a las influencias pero reacio tanto a la imitación como a la imposición de modelos. Su objetivo fue hacerse eco de un movimiento de liberación que ya había cuestionado sociedades como la amerciana o la francesa, y aportar una reflexión con el fin de dar salida a las inquietudes creativas de una generación que, a pesar de los lastres de una educación construida en torno al nacionalcatolicismo, también exploraba nuevas formas de relación social. El carácter dispar de los colaboradores de la revista sentó las bases de una pluralidad que encontró múltiples lenguajes a través de la poesía, la música, el teatro, el cine, el tebeo, convertidos en modos de expresión de una crítica radical al orden establecido. Las exigencias de definición política cada vez más acuciantes a lo largo de los cinco años de presencia en los quioscos estuvieron pautadas por el posicionamiento de la izquierda durante el propio proceso de transición democrática.
El sistema que éste estaba configurando mediante el acuerdo de los partidos políticos no respondía a las esperanzas albergadas en las postrimerías del franquismo, por lo que la revista experimentó un alejamiento progresivo de los nuevos actores políticos. La brecha abierta en el ámbito cultural pronto se vio mermada de su capacidad de acción ante las exigencias económicas y los cambios sociales que se estaban fraguando. A finales de los setenta, anclada en las antípodas de los valores de la transición que habían hecho del consenso su principal baza, la publicación representante del estallido de unos segmentos de la juventud más allá de los límites y de las modas, comenzó a resentirse de una pérdida de dinamismo con repercusiones en la participación tanto del equipo conceptor como del lector. En aquellos años, la búsqueda de un equilibrio entre expresión creativa, reflexión teórica y práctica política fue una constante en la trayectoria personal del fundador de Ajoblanco, José Ribas, quien encontró en el activismo libertario la opción más acorde con su ideal de vida. Los intentos de trasladar dicho equilibro a la revista se saldaron con el abandono de la aventura en el invierno de 1979 y la posterior desaparición de la publicación en mayo de 1980, tiempos en los que la sociedad ya había dejado de creer en la capacidad del hombre de transformarla.
Artículo presentado en junio de 2008 en el marco del seminario del Equipe de Recherche sur la Péninsule Ibérique (ERPI) de la Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux3. Su publicación aparecerá bajo el título : « Esquisse culturelle de la Transition Espagnole. Modèle de changement ou exemple d’intransition ».
Notas
1. Collectif, De la misère en milieu étudiant, 1966 ; reed. Sulliver, 1995.
2. La construcción de un paradigma común que tendría en la Transición española una de sus expresiones más depuradas reposa, entre otros, en los estudios de Samuel Huntington, Guillermo O’Donnell o de Philippe C. Schmitter, conceptores de esa ola de democratizaciones que convierten los casos de Grecia, Portugal y España en la tercera fase de trayectorias políticas hacia un modelo de democracia. En cuanto a la instrumentalización política de dicho proceso, según José Vidal-Beneyto, el reparto de versiones entre las diferentes familias quedaría repartido de la siguiente manera “Javier Tusell la ucedista; Raymond Carr, Juan Pablo Fusi, José María Maravall, la socialdemócrata; José Félix Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas, la psoeguerrista”, en lo que concierne a la interpretación dominante, canónica, en palabras del autor. Vidal-Beneyto, José, Memoria democrática, Ed. Foca, Madrid. 2007, p.155-156.
3. Una de las publicaciones más recientes que condensa y al mismo tiempo pretende superar esa versión del proceso basada en el consenso y el desarrollo económico como pilares de la Transición, al conceder un nuevo protagonismo a la sociedad civil la encontramos en Tiempo de Transición (1975-1982), catálogo de la exposición del mismo nombre, ideada por Alfonso Guerra y Salvador Clotas, y organizada en el año 2007 con motivo del trigésimo aniversario de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura. Además de las firmas reunidas en un volumen extremadamente cuidado –Santos Juliá, Paloma Aguilar Fernández o Román Gubern, entre otros– es interesante destacar el importante acervo documental y más precisamente fotográfico procedente de los archivos de la Agencia COVER, la Agencia EFE, el Archivo Diario 16, Biblioteca CEU, el Archivo El País, Archivo El Socialista, Archivo Fundación Largo Caballero, Archivo Fundación Pablo Iglesias, y el Archivo PCE. La expresión de país en ebullición es de Juliá, Santos, “Tiempo de luchar, aprender y pactar”, pp.21-45.
4. El término de intransiciones proviene del título de una publicación colectiva coordinada por Subirats, Eduardo, Intransiciones. Crítica de la cultura española, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid. 2002. Esta obra recoge reflexiones sobre las deficiencias de las políticas culturales de la transición en ámbitos tan diferentes como la literatura, el cine, la arquitectura, el mercado editorial, la lingüística o la gestión de la memoria. Sin embargo, las primeras voces críticas se remontan a la década anterior. Así, una de las primeras publicaciones que asoció el período de la transición al proceso de la transformación de la pobreza cultural del franquismo en sociedad de espectáculo procede del periodismo. Se trata del trabajo de Gregorio Morán, El precio de la transición, Ed. Planeta, Barcelona. 1992 (segunda edición).
5. Otra obra, también colectiva, esta vez resultado de un congreso celebrado en Barcelona en octubre del año 2005, organizado por el Centre d’Estudis sobre les Èpoques Franquista i Democràtica y el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, expresa esa doble interpretación: Molinero, Carme, La Transición, treinta años después. De la dictadura a la instauración y consolidación de la democracia, Ed. Península, Barcelona. 2006.
6. Mainer, José-Carlos, “La vida de la cultura”, en Mainer, José-Carlos y Juliá, Santos, El aprendizaje de la libertad, 1973-1986, Ed. Alianza, Madrid. 2000, pp.81-83.
7. Los estudios de Yuri M. Lotman están basados en el análisis del concepto de cultura desde la semiótica, ya que considera que aquélla puede ser considerada como un texto en el interior del cual los lenguajes interactúan y se organizan jerárquicamente descomponiéndose y formando complejas tramas de textos (p.109 y ss.). Además teoriza sobre otros conceptos como el de tensión, frontera o semiosfera.
8. Lotman, Yuri M., Cultura y explosion. Lo previsible y lo imprevisible en los procesos de cambio social, Ed. Gedisa, Barcelona. 1998, p.19. Es interesante leer el prólogo a cargo de Jorge Lozano (pp.I-VIII).
9. Ibid, p.28 y p.170. El presente queda definido como “un estallido de espacio de sentido todavía no desplegado”.
10. Buena parte de este desprecio por lo que habría podido suceder es propio de la tradición hegeliana y representa a los ojos de Lotman uno de los problemas más inquietantes para el filosofo-historiador. Ibid., p 85
11. Ibid, p.33.
12. Ysàs, Pere, « La crisis de la dictadura franquista », en Molinero, Carme (ed.), op. cit., pp. 39 y ss.
13. Merece ser destacado el debate que incluye la revista Historia del Presente en su número 5 (2005), dedicada a “Intelectuales y segundo franquismo”. En él se recogen las posturas encontradas en torno al tema de la continuidad y/o ruptura de la tradición liberal, defendidas por Jordi Gracia y Santos Juliá, respecti-vamente.
14. Esta interpretación es la que propone Santos Juliá haciendo alusión a itinerarios de personalidades que desde su posición de intelectuales asumieron responsabilidades políticas como Aranguren, Laín Entralgo o Ridruejo. Juliá, Santos, “Acotaciones a un debate/2”, revista Historia del Presente, op.cit., pp.32-33. Por su parte, Vicente Sánchez-Biosca enumera una sucesión de quiebras de los años de derrota cultural definitiva del neofranquismo -término al que él mismo le atribuye un carácter contradictorio- en la expresión cinematográfica y literaria a través de las obras de: Carlos Saura y Elias Querejeta; Miguel Delibes, Antonio Buero Vallejo, Juan Goytisolo, Juan Marsé, Juan Benet o los poetas novísimos antologados por Josep Maria Castellet. Sánchez-Biosca, Vicente, “Las culturas del tardofranquismo”, Crisis y descomposición del franquismo. Ayer, Revista de Historia Contemporánea, n°68, 2007, pp.105-107.
15. ¿Eran los españoles demócratas o se convirtieron tras la muerte de Franco? es la pregunta que se plantea Paloma Aguilar Fernández y a la que intenta responder basándose en el estudio de los efectos de la socialización franquista y en el consumo de los productos culturales. Aguilar Fernández, Paloma, “Cultura política, consumo cultural y memoria durante la Transición”, Tiempo de Transición (1975-1982), op.cit., pp. 86 y ss.
16. Lotman, Yuri M., op. cit.. Por su parte, y en lo que al franquismo se refiere, Francisco Sevillano Calero califica de “itinerarios de frontera hacia la disidencia” la trayectoria de intelectuales falangistas o católicos dentro del sistema de poder. Sevillano Calero, F., “Acotaciones a un debate/3”, revista Historia del Presente, op.cit., p.39.
17. “El espacio explosivo surge como un haz de imprevisibilidad”, Lotman, Yuri M., op.cit., p.184.
18. Ibid., p.181. Ver también p.96 y ss.
19. Vidal-Beneyto, José, op.cit., p.159. En su denuncia hace alusión a los trabajos del abogado Joan Garcés. Suponemos, Soberanos e intervenidos, S.XXI. 2000.
20. Lotman, Yuri M., op.cit., p.87.
21. Dreyfus-Armand, Geneviève, “L’espace et le temps des mouvements de contestation”, in Dreyfus-Armand, G., Frank, R., Lévy, M.-F., et Zancarini-Fournel, M.(dir.), Les Années 68. Le temps de la contestation, Ed. Complexe, 2000. pp.26-27.
22. « Que los líderes del movimiento estudiantil formaban parte de una élite cultural lo demuestra el hecho de que tres de cuatro padres políticamente desviados tenían título universitario, y fue esto, precisamente, lo que hizo a sus vástagos más impermeables a la retórica oficial”, siguiendo a Maravall, Aguilar Fernández, Paloma, op.cit., p.84.
23. Hobsbawn, Eric. , Historia del siglo XX (1914-1991), Crítica. Barcelona, 1997 (1995, 1ª edición). p.330-331.
24. Ribas, José, Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad, RBA, Barcelona. 2007.
25. Ministro entre 1968 y 1973, formó parte del gobierno monocolor vicepresidido por Luis Carrero Blanco que ponía en evidencia el desplazamiento de los falangistas y la pérdida de influencia de los católicos de la ACNP en el marco del debate entre aperturistas e inmovilistas. Dejó el gobierno tras el nombramiento de Carrero Blanco como presidente quien nombró en su lugar a Julio Rodríguez Martínez.
26. Frank, Robert, “Imaginaire politique et figures symboliques internationales : Castro, Hô, Mao et le « Che » ”, in Dreyfus-Armand, G., Frank, R., Lévy, M.-F., et Zancarini-Fournel, M.(dir.), op.cit., pp.35-36.
27. Ibid, p. 57 y 272, respectivamente.
28. Esteban, Javier, Entrevista a Pepe Ribas, internet.
29. Expresión leida en Muñoz Soro, Javier, “Intelectuales y franquismo: un debate abierto”, Historia del Presente, n°5, 2005. p. 19.
30. Ribas, José, op. cit., p.461. La misma idea en p. 93-94.
31. La incorporación al castellano de las voces de origen anglosajón psicodelia, jipis y andergraun se produce a finales de la década de los sesenta. García Lloret, Pepe, Psicodelia, hippies y underground en España (1965-1980), Zonas de obras, Zaragoza. 2006, p.7; p.23.
32. Ribas, José, op.cit., p.60.
33. Ibid., p.61.
34. Ibid., p.121. Se trataba de los cumpleaños del propio José Ribas, de Tomás Nart y José Solé.
35. La ausencia de registro explica las dificultades para consultar este ejemplar, imaginamos que sólo disponible en algunas colecciones privadas. Las referencias al número proceden de la obra de Ribas, José, op. cit., p. 192.
36. Ribas, José, op.cit., p.146.
37. Bourseiller, Christophe, “L’influence des situationnistes”, Magazine Littéraire n°399, juin 2001, repris dans Le Magazine Littéraire Hors-série, n°13 Avril-Mai 2008, pp. 16-18.
38. Ribas, José, op. cit., p.215.
39. Ajoblanco n°1, oct. 1974. El autor del texto es Toni Puig.
40. Es el caso del “Manifiesto del visionario” firmado por José Ribas y que apareció en el n°2 de diciembre de 1974, p.21;o del “Manifiesto ajoblanquista” firmado por Santi Soler,con el que se abría el n° 14 de junio de 1976, pp.1-3.
41. La expresión de « generación acorralada » es del propio José Ribas, op.cit., p.545.
Un estudio excelente a pesar de su dificultad. Muy bien documentado y enfocado. Felicito sinceramente a Aranzazu Sarría Buildades por su trabajo, probablemente el mejor sobre el tema. (Pep Rigol, fotógrafo y fundador de Ajoblanco)