Joan B. Cullà
Por fin, tras dos años de tergiversaciones, esta semana ha comenzado en el Congreso de los Diputados la tramitación del proyecto de ley periodísticamente llamado «de Memoria Histórica». Al margen del debate parlamentario de ayer y de los precedentes alineamientos de las distintas fuerzas políticas -el Partido Popular con su rechazo frontal a cualquier ley de esta naturaleza, Esquerra Republicana proponiendo
una ley «sobre la memoria histórica republicana y antifascista», Izquierda Unida-Iniciativa reclamándola «de recuperación y fomento de la Memoria y Cultura Democráticas», etcétera-, al margen de la batalla partidista, un análisis desapasionado de la propuesta del Gobierno permite aquilatar sus propósitos y límites, e incluso extraer algunas conclusiones.
Así, parece flotar sobre todo el texto una voluntad de difuminar los perfiles ideológicos, políticos y sociales del franquismo, de presentar a éste como un ente incorpóreo, como una especie de accidente natural, huérfano de progenitores. En el proyecto de ley (incluyendo la exposición de motivos y el articulado) se cita «la Dictadura» 17 veces, pero sólo hay 4 referencias explícitas al «franquismo» y, por supuesto, ninguna al dictador, a su partido único o a sus restantes aparatos totalitarios. En cambio, abundan los latiguillos eufemísticos del tipo «la Guerra Civil y la represión política posterior», «la Guerra Civil y el régimen instaurado en España a su término», «la Guerra Civil y la dictadura que, a su término, se prolongó hasta 1975», así como las beatíficas alusiones a «la democracia que hoy todos disfrutamos» gracias a la Constitución de 1978. O sea, que hubo una guerra civil, una dictadura y una represión, pero el proyecto del Gobierno socialista no sabe -no quiere saber- ni quién provocó la primera, ni quién disfrutó de la segunda, ni quién ejecutó la tercera. Fueron cosas que ocurrieron, y basta.
El afán por convertir la violencia político-social y la represión del periodo 1936-1977 en algo anónimo, impersonal, imputable sólo a los horrores propios de un conflicto fratricida y, luego, a esa etérea «Dictadura» sin apellidos, se explicita de forma descarnada en el artículo 7.3 del proyecto -que excluye de las «Declaraciones de reparación y reconocimiento de las víctimas» cualquier identificación de los verdugos-, y también en el artículo 25.3, según el cual víctimas o descendientes de ellas no podrán acceder a la documentación represiva original, si ésta contuviese los nombres de los responsables de condenas y ejecuciones, de torturadores, denunciantes o testigos de cargo.
En estas condiciones, ¿qué es lo que ofrece la propuesta legislativa del presidente Rodríguez Zapatero a «quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura»? Pues les invita a presentar una instancia documentada relatando las condenas, sanciones u otras formas de represión sufridas; tal solicitud pasará el examen de «un Consejo integrado por cinco personalidades de reconocido prestigio en el ámbito de las ciencias sociales» y, si éste la dictamina favorablemente, dará lugar a una Declaración de reparación y reconocimiento personal cuyo único objeto va a ser «la constatación de que las ejecuciones, condenas o sanciones sufridas son manifiestamente injustas por contrarias a los derechos y libertades…».
La publicación de esas declaraciones en el Boletín Oficial del Estado les dará solemnidad y empaque, pero ningún valor jurídico, de manera que las sentencias de los aparatos judiciales franquistas -desde el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo hasta el siniestro TOP [Tribunal de Orden Público]- seguirán siendo perfectamente legales. En resumen: 70 años después del estallido de la Guerra Civil, 30 después de la extinción de la dictadura, un Gobierno de izquierdas brinda a las víctimas de aquéllas o a sus herederos unos afectuosos golpecitos en la espalda y una especie de certificado de buena conducta moral que no necesitan, porque la historiografía solvente ya los puso en su lugar hace tiempo. Para ser tan tarde, resulta muy mezquino.
Frente a las numerosas voces que les reclamaban la revocación formal de las sentencias franquistas, el Gobierno y el PSOE han argumentado que eso no es posible, pues provocaría un «estallido jurídico». Sin embargo, el 25 de agosto de 1998 el Parlamento alemán aprobó una ley «sobre la anulación de las sentencias nacionalsocialistas injustas dictadas por los órganos de la justicia penal, y resoluciones de esterilización de los Tribunales de Salud Genética». Dicha norma, que lleva la firma de aquel peligroso izquierdista llamado Helmut Kohl, proclama en su artículo 1.1: «esta ley anula las resoluciones condenatorias posteriores al 30 de enero de 1933 que, en violación de las ideas más elementales de la justicia, fueron dictadas por motivos políticos, militares, racistas, religiosos o ideológicos con objeto de imponer o preservar el régimen injusto de los nacionalsocialistas. Se sobreseerán los procedimientos en los que se basan aquellas resoluciones».
Esta ley se promulgó no en la Alemania ocupada de la posguerra, sino en una Alemania reunificada y plenamente soberana, 53 años después de la caída del Tercer Reich; es decir, con una dilatada retroactividad. Esta ley, por otra parte, encomendaba la tarea de revisión judicial y reparación histórica no a una «comisión de sabios», sino a las fiscalías territoriales, e incluía en anexo una relación exhaustiva de 59 disposiciones legales nazis cuya aplicación se consideraba injusta y nula en derecho.
Y bien, ¿tienen ustedes noticia de que, desde 1998 acá, se haya producido en la República Federal Alemana algún «estallido jurídico», de que su sistema judicial esté al borde del colapso o la seguridad jurídica se haya desmoronado? Por el contrario, yo diría que, aleccionados por su historia, los alemanes han apostado por una democracia de calidad, mientras que aquí abundan los partidarios de una democracia de todo a cien.
In El País, 15/12/2006