Juan Goytisolo
La transición política española, justamente celebrada en el mundo entero y puesta de ejemplo a los países piadosamente llamados en «vías de desarrollo», operó dentro de unos límites cuidadosamente trazados por los herederos del régimen franquista y los demócratas que lo combatieron. Dicho acuerdo, plasmado en la Constitución de 1978, dio fin al enfrentamiento entre absolutistas y liberales, monárquicos y republicanos, enfrentamiento que abarca, con pausas, avances y retrocesos, la historia española desde 1808 a la muerte del último dictador. Hubo así una transición que no podía satisfacer a unos ni a otros, pero que funcionó con altibajos hasta hace cuatro años, fecha de la victoria electoral, por mayoría absoluta, del Partido Popular. A partir de entonces vivimos lo que en su libro-programa, publicado en 1994, José María Aznar denomina «la segunda transición», en cuyo contenido y alcance me demoraré más tarde.
En una obra colectiva editada por Eduardo Subirats con el significativo título Intransiciones (Biblioteca Nueva, Madrid, 2002), los distintos autores de la misma establecen de forma concluyente la inexistencia de cambios sustanciales en ámbitos específicos de la vida cultural. La lista es larga y la resumiré: paso de la dictadura nacional católica a la sociedad posmoderna del espectáculo, que dejó intactos los pilares sobre los que se sustenta aquélla; ausencia de una crítica independiente; endogamia y burocratización universitarias; cultivo interesado de la desmemoria o de una memoria aguada y exculpatoria por parte del Estado; supervivencia de mitos nostálgicos simétricamente opuestos a los de los nacionalismos históricos; balcanización de la enseñanza; creciente supeditación del intelectual al poder político o a los grupos empresariales; postergación de las culturas y lenguas periféricas de la Península en aras de una unidad mal entendida o, por mejor decir, de una reductiva uniformidad, y un largo etcétera.
El ensayo de Carlos Subirats Rügenberg sobre el tema coincide con los puntos de vista que expuse en la serie titulada Nuestra cultura en estas mismas páginas (El País, del 5 al 10 de marzo de 1996) y pone de manifiesto la frustración creada por esas «intransiciones»: «El vacío que dejó en el mundo académico la diáspora intelectual que provocó la Guerra Civil española fue un trágico punto de partida para la reconstrucción de la vida universitaria. A su vez, el autoritarismo de la universidad de la dictadura constituyó un enorme lastre para el desarrollo intelectual y la creación científica. De hecho, poco se podía esperar de una universidad en la que la lealtad al régimen sustentaba el altar en que se tenía que inmolar la vida universitaria (…) No hubo una verdadera transición democrática en la universidad».
No la hubo, en efecto, como advertí muy pronto y el lector me excusará si para ilustrar esa aserción recurro a un episodio que me concierne. En 1980 y 1982, con motivo de la publicación de mis novelas Makbara y Paisajes después de la batalla, propuse a mis editores una serie de lecturas de las mismas en una docena de recintos universitarios. Las editoriales se pusieron de acuerdo con el profesorado y asociaciones estudiantiles, muy activas aún en aquella época, e inicié así dos giras divertidas y llenas de sorpresas. En casi la mitad de las universidades programadas, el catedrático de Literatura Contemporánea desapareció el día de mi visita: fui recibido por penenes o estudiantes que preparaban el doctorado. En Córdoba, con el pretexto de permitir que los estudiantes pudieran viajar cómodamente a Sevilla a donde el día siguiente debía llegar el Papa, cerraron la facultad en la hora fijada para mi lectura. En Valladolid, el cátedro que, según me contaron luego, se había opuesto a mi intrusión en el alma mater, contestó a la pregunta que me dirigía un joven -«¿sabe usted que en esta facultad estudiamos las novelas de Torcuato Luca de Tena, pero no las suyas?»- con un contundente: «¡Eso lo dice contra mí! Si no está contento, váyase a estudiar a Salamanca!». Nunca aclaré la causa de semejante estampida: ¿mis obras, mis ideas, mi vida? Pero aprendí, eso sí, la lección tocante a la pervivencia en nuestros predios académicos de las estructuras autoritarias y esquemas educativos heredados del franquismo.
Obviamente, el panorama que describo trasciende el anecdotario: abarca no sólo el campo de la lingüística y de la literatura -con el escandaloso olvido de las letras hispanoamericanas que convierte a autores de la talla de Martí o de Alfonso Reyes en ilustres desconocidos-, sino también el de nuestra historia y cultura. La rancia perspectiva nacional católica del pasado acota todavía esos campos de estudio. Parafraseando a mi manera el célebre artículo de Larra, lo de «lo que no se puede leer, no se debe leer», mantiene su triste vigencia. Aunque un creciente número de investigadores cale en los márgenes del credo oficial, sus trabajos entran difícilmente en el marco de los programas de estudio. El mundo universitario ignora los criterios de calidad y se funda en estructuras de poder, en las que las jerarquías inferiores deben supeditar su enseñanza a la norma del magister dixit.
Hace ya algunos años, Francisco Márquez Villanueva, uno de nuestros mejores conocedores de la literatura española del medioevo y de los siglos XVI y XVII, señalaba la persistencia tenaz de tres campos tabúes en la enseñanza de la misma: el carácter mudéjar de muchas obras escritas en castellano, catalán y gallego en los siglos XI, XII, XIII y XVI; el problema de la limpieza de sangre, a cuyo conocimiento nos permite entender de forma cabal lo que escribieron algunos de nuestros máximos creadores, desde Fernando de Rojas a Góngora, y el extrañamiento de la fecunda literatura erótica prerrenacentista por razones que nada tienen que ver con su originalidad y valía. Nos hallamos hoy, como en tiempos de Menéndez Pelayo, ante una imagen icónica de la cultura y literatura españolas incapaz de abarcar la riqueza de su propio contenido: lecturas de interpretación rígida y excluyente; análisis higiénicos y desaboridos de obras enjundiosas; barrido a escobazos de lo que no conviene leer ni menos estudiar. La perspectiva retrocastellanista del 98, reivindicada por Aznar ante la Comisión Organizadora de su Centenario, se oficializó como en tiempos de Franco: cuanto queda fuera de ella es condenado a la inexistencia. Los trabajos de Galmés de Fuentes sobre Mío Cid, las lecturas modernas del Libro de buen amor, la recuperación de la poesía crítica medieval no encajan en el canon y su análisis extramuros por parte de investigadores españoles y extranjeros no suscita debate alguno. Muy recientemente, los argumentos de Rosa Navarro Durán tocante a la autoría del Lazarillo fueron acogidas en el mundo oficial con un silencio reprobador en lugar de ser debatidas o refutadas por quienes en voz baja las descalifican.
Nuestros programadores culturales deberían explicarnos de una vez en virtud de qué criterios se decide qué autores deben ser leídos y la manera en que deben serlo. ¿Por qué los estudiantes conocen las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre y no las que dirigió a su madrastra? ¿En qué razones se basa la exclusión del magnífico Cancionero de burlas, desconocido hoy por la mayor parte de nuestros universitarios? ¿Por qué eliminar a estas alturas una obra tan admirable y de asombrosa modernidad como La lozana andaluza de casi todos los programas de enseñanza? Resulta paradójico que cuantos preconizan una visión más amplia del campo histórico literario incurran en un presunto delito de heterodoxia. ¿Constituye todavía un estigma en 2004 el hecho de poner en tela de juicio mitos anquilosados y extender el conocimiento a lo que fue dejado de lado por el proteccionismo militante del gremio oficial? ¿Merecen quienes lo hacen ser tildados de disidentes y verse abocados a enseñar en universidades extranjeras, europeas o norteamericanas? Ello no contribuye sino a ahondar las diferencias que separan desde 1939 a los investigadores de dentro y de fuera, hasta el punto que, cuando analizan el mismo tema, dan la impresión de hablar de cosas distintas.
Una verdadera transición cultural tendría que centrarse en la regulación del proceso de contratación del profesorado y la reforma de la televisión pública. La creación de un «consejo de sabios» respecto a ésta es un primer paso en la buena dirección. Sería utópico creer que la telebasura puede ser eliminada por decreto, pero no el recordar la existencia de una minoría de telespectadores deseosos de acceder a unos programas culturales del orden de los que ofrece al público francés y alemán un canal como Arte. La tan denostada «excepción cultural» de nuestros vecinos debería ser adoptada por el nuevo Gobierno si se propone limitar las consecuencias de una marea negra, supuestamente posmoderna, que invade centenares de miles de hogares y entumece cualquier esfuerzo de reflexión. El cruel dios Mercado determina lo que el público quiere ver y descarta toda opción distinta. ¿No es ésa una forma de dictadura que vulnera los derechos de quienes no confunden cultura con espectáculo ni toman a éste como una manifestación de aquélla? Tras la trivialización del arte y su reducción a una mera proyección mediática subyace el argumento empleado por la antigua censura. Recuerdo que, en el curso de mi visita a la antigua URSS en 1965, propuse a su Unión de Escritores la conveniencia de dar a conocer Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, y sus responsables adujeron que el nivel de la novela estaba por encima del lector ruso y no convenía, por tanto, traducirla. Aunque con otras palabras, tropezaba de nuevo con la sarcástica reflexión de Larra.
En el campo de la creación literaria, la situación es idéntica y el nuevo Gobierno dispone tan sólo de un pequeño margen de maniobra para reducir los daños. La confusión entre texto literario y producto editorial, entre lo que Antonio Saura llamaba el «hipo de la moda» y la «moderna intensidad», repite la ya denunciada por Manuel Azaña entre modernidad y actualidad: es un fenómeno que afecta en mayor o menor grado a los países inmersos en la sociedad del espectáculo. Pero el escaso arraigo de la lectura en España acentúa la gravedad del fenómeno. Nuestro país pasó, en efecto, en un lapso muy breve, del atraso económico al de su actual nivel de renta, sin haberse recobrado aún de la discontinuidad cultural de los dos últimos siglos: la memoria de los esfuerzos modernizadores de Jovellanos, Blanco White, Pi y Margall, etcétera, permaneció en una especie de limbo; la recuperación de la obra de los exiliados, enterrada durante decenios, se redujo a un mero castillo de fuegos de artificio para mayor gloria del líder organizador, que se revestía así de un barniz de aperturismo con el que ocultaba su vocación caudillista y su creencia joseantoniana en la «misión» y el «destino» de España. El olvido del pasado, pactado por los grupos políticos en la primera fase de la transición, se prolongó así con carácter institucional y regresivo durante el último mandato de Aznar. El cínico terrorismo de ETA sirvió de pretexto a un rechazo tenaz de la España diversa y plural conforme a la visión peculiar del jefe, tan próxima, como señala Christopher Britt en Intransiciones a la de Ganivet, y, sobre todo, a la de Ramiro de Maeztu.
Si al retorno a lo de «pueblo en alza (…) que soñaron los pensadores y poetas del 98» añadimos la extinción paulatina de plumas independientes del Gobierno, partidos políticos, entes autonómicos y grupos empresariales, tendremos un cuadro bastante preciso de la actual situación cultural. En La segunda transición, Aznar exponía las líneas generales de lo que luego fue su política en los últimos cuatro años: una transición, por así decirlo, à rebours, en la que se conjugaban los aspectos más superficiales y llamativos del posmodernismo mediático con las doctrinas del viejo nacional catolicismo enterrador de «las anomalías históricas», leyendas negras, dependencia de Francia, oposición entre nacionalismos territoriales y común ideal patriótico, para cuajar, en suma, en esa misión universal que nos devolvería la grandeza de los tiempos imperiales, evocada en los discursos y declaraciones posteriores a la inolvidable Cumbre de las Azores.
España necesita, sí, una segunda transición cultural, pero ésta debe ser exactamente opuesta a la que Aznar intentó encabezar: la de ampliar el conocimiento crítico, no apologético, de la literatura en nuestra lengua e introducir en los planes de enseñanza la catalana y la gallega; favorecer la lectura como unidad vertebradora de la cultura en la sociedad peninsular; democratizar el sistema universitario y la elección del profesorado; acabar con la visión icónica de nuestro pasado y reivindicar lo expulsado por aquélla; combatir el anquilosamiento y ocultación del saber en el ámbito literario, y liberar a la lingüística de las trabas de una ya decrépita filología. Para todo ello habrá que vencer la inercia de las mal llamadas fuerzas vivas -y en realidad, muertas y bien muertas- con la misma fuerza moral y voluntad de cambio que alentaron la transición política de los setenta. Desde 1978 no se había presentado una oportunidad tan esperanzadora. Dejarla pasar significaría una derrota de perdurables consecuencias. O se aprovecha la ocasión en los próximos meses o el fracaso nos afectará a todos. Si quiere poner fin a tanta y desalentadora intransición, el nuevo Gobierno tiene la palabra.
En El País, 23/5/2004