Juan Goytisolo
El exilio cultural español en Francia desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a la muerte de Franco no ha sido estudiado aún con el detenimiento y rigor que merece. El cierre reciente de la Librairie des Éditions Espagnoles, veinte y pico años después del de la editorial Ruedo Ibérico, marca simbólicamente el fin de una época en la que nuestra cultura, asfixiada por la censura del Régimen, sobrevivía a duras penas y recibía el oxígeno necesario a su quebrantada salud de las publicaciones de tema político, histórico o literario impresas en México o en París gracias al empeño de quienes, perdida militarmente la guerra en defensa de la República, no se dieron por vencidos y prosiguieron su lucha en el campo de las ideas, con la esperanza de contribuir al futuro establecimiento en España de una sociedad libre y democrática: personas del temple de Antonio Soriano y José Martínez.
Conocí al último durante mi primera estancia en París, en otoño de 1953. Frecuentaba entonces, con otros exiliados de distintas facciones políticas, el Café de Cluny, en la esquina del bulevar Saint-Germain y el bulevar Saint-Michel. Recuerdo a uno de ellos, el típico «carpeto» que parodiaría en Don Julián, enfrascado en la lectura de los discursos del mariscal Bulganin, alguno de cuyos párrafos subrayaba cuidadosamente con lápiz, no sé si para releerlos o memorizarlos. José Martínez se mantenía a prudente distancia de tal devoción y, en razón de mi condición de universitario recién venido de España, se interesó por mi formación intelectual y por mis lecturas.
Desde mi instalación en París a fines de 1956, le vi tan sólo ocasionalmente. La librería de Soriano era entonces el punto de cita de la mayoría de los escritores exiliados y de algunos hispanistas franceses (Tuñón de Lara, Corrales Egea, Claude Couffon, Robert Marrast) con la hornada de los recién llegados de la península por vicisitudes políticas o personales (Vicente Girbau, Roberto Mesa, Francisco Fernández-Santos, Francisco Farreras, Ramón Chao…), y recibía asimismo la visita de figuras del mundo literario y artístico residentes en España (Alfonso Sastre, Ricardo Muñoz Suay, Juan Antonio Bardem…). Los intelectuales aglutinados en torno al 72 Rue de Seine eran en su mayoría miembros o simpatizantes del partido comunista y alejados por consiguiente de las ideas anarcosindicalistas de José Martínez.
La cuarentena impuesta a éste cesó en 1964, con motivo de la exclusión de Claudín y Semprún de la dirección del PCE, escisión en la que me vi envuelto a causa del artículo que publiqué en L’Express, acusado por Carrillo de exponer por pluma ajena las tesis «revisionistas» de mis amigos. Durante mi estancia en Saint Tropez, a raíz de la muerte de la madre de Monique Lange y de su dimisión de la plantilla de Gallimard, me enteré del proyecto innovador de José Martínez -elaborado por Semprún, Girbau, Francisco Farreras y Nicolás Sánchez Albornoz- a través de una carta de Tuñón de Lara en la que me prevenía contra él a causa de su «línea anticomunista». No hice caso de su advertencia y, de vuelta a París a fines de 1966, visité a José Martínez en sus modestas oficinas del 5 Rue Aubriot, para expresarle mis deseos de colaborar en sus Cuadernos. Alejado como estaba de la lucha política tras la amarga experiencia de 1964, convinimos en que mi participación en la revista se limitaría al ámbito literario. Por dicha razón nunca formé parte del consejo editorial, pero disfruté de entera libertad en la elección de mis colaboradores.
Nadie puede ignorar hoy el papel desempeñado por la editorial y la revista de José Martínez en la creación de un espacio intelectual y político en el que convergieron los autores del exilio y los del interior. Tras la mudanza de la librería Ruedo Ibérico al 6 Rue de Latran, ésta acogió asimismo las obras vetadas por la censura impresas en México. Un repaso a la lista de publicaciones con su sello editorial muestra la amplitud de miras a la hora de crear un fondo imprescindible al conocimiento de la historia contemporánea de España: Brenan, Hugh Thomas, Herbert Southworth, Paul Preston, Stanley Payne y otros autores jóvenes que pronto serían conocidos en la península, como Jesús Ynfante. El diálogo de intelectuales de la solvencia de Semprún, Claudín y el propio José Martínez con voces tan diversas como las de Alfonso Comín, Aranguren, Tomás de Sala y Santos Juliá significó un primer paso en el camino que condujo a la prensa libre de la transición.
Dentro de mi ámbito literario, me esforcé en reunir a los mejores representantes de la generación que vivió la guerra (Max Aub, Bergamín, Vicente Llorens…) y algunas de las plumas más destacadas del campo poético y narrativo del periodo que se extiende de 1966 a la muerte del dictador: José Ángel Valente, Gil de Biedma, Tomás Segovia, Ángel González, José Miguel Ullán; Luis Goytisolo y Juan García Hortelano; Alfonso Sastre y Arrabal. En Cuadernos de Ruedo Ibérico publiqué mi prólogo a la Obra inglesa de Blanco White y un excelente homenaje a «Luis Martín Santos, el fundador», escrito por el ensayista argentino Juan Carlos Curutchet. Las firmas de José María Castellet, Antonio Saura, Julio Rodríguez Puértolas o Castilla del Pino figuran asimismo en su catálogo.
La librería de Rue de Latran fue, como la de Antonio Soriano, la Meca de un número creciente de compatriotas que acudían a ella para saciar su curiosidad y respirar aire fresco. Allí les recibían Marianne Brüll, la compañera de José Martínez, y el joven Martín Arancibia, actualmente traductor en la Unesco. La atmósfera era siempre cálida y jovial. El atentado que sufrió por parte de un comando franquista no nos desanimó, sino todo lo contrario: reforzó nuestra solidaridad con José Martínez y el núcleo de sus amigos y colaboradores.
La libertad de expresión en España hirió paradójicamente a la editorial que por espacio de casi dos décadas enarboló la bandera de su defensa. La mayoría de sus autores, incluido yo mismo, fuimos absorbidos por los editores barceloneses y madrileños sometidos hasta 1976 al celo de las diferentes máscaras de «consulta», «voluntaria» o previa, de la censura del Régimen. La inserción de Ruedo Ibérico en la península fue tardía y se asentó en unas bases económicamente frágiles, sacudidas por la presión de la gran industria del libro y su implacable competitividad. Como en el caso de otros políticos e intelectuales que pusieron sus vidas y haciendas al servicio de la democracia, ésta se mostró sumamente ingrata con él. José Martínez sufrió en silencio esta marginación, y su extraordinaria labor pedagógica cayó en el olvido por parte de quienes más se beneficiaron de ella en la época en que el debate de ideas era pura quimera.
En unos momentos en los que la Ley de la Memoria Histórica sobre lo acaecido durante la Guerra Civil y bajo la interminable dictadura del amo de El Pardo es objeto de una oposición sañuda por parte de los retrofranquistas del PP y de una jerarquía episcopal obsesivamente nostálgica de la vieja alianza entre el Trono y el Altar, resulta más necesario que nunca evocar la resistencia intelectual y literaria que, en México, Argentina y Francia, trató de tender un puente sobre la trágica discontinuidad cultural española denunciada en su día, con tanto acierto, por Vicente Llorens. Pues si hubo una transición política, plasmada en el consenso en torno a la Constitución de 1978, la transición cultural, transmutada en intransición en la época de Aznar, no se ha producido aún en el ámbito de la enseñanza ni en el de la Institución Literaria. En 1986, esto es, durante el periodo más innovador del Gobierno de Felipe González, un poeta mediocre, censor por más señas de la obra de Luis Cernuda en España -me refiero a José García Nieto- recibió el Premio Cervantes. El perpetrador de unas líneas repugnantes sobre el autor de La gallina ciega -«Max Aub era un señoruco que ni siquiera era español sino un viajante de comercio suizo»-, estoy hablando de Francisco Umbral, obtuvo años después la misma recompensa. A mayor abundamiento, mientras algunos editores próximos al franquismo ocupan hoy un puesto central en la industria española del libro, una labor generosa, sin ánimo de retribución alguna, como la de José Martínez es ignorada en un país cuyas cifras macroeconómicas van por fortuna a más, pero que del campo de la educación y del conocimiento, va desdichadamente a menos.
En El País, 06/11/2007