Isabel Burdiel
La consolidación de la democracia en España ha sido posible por la retirada del espacio activo de la política de dos instituciones, la Monarquía y el Ejército. Otra institución, la Iglesia católica, se resiste denodadamente a ello. Su negativa a considerar que la religiosidad, en sus diversas expresiones, debe ser un asunto estrictamente privado, sigue siendo militante.
La resistencia eclesiástica a soltar todos aquellos resortes (e ingresos) del Estado que puedan favorecerla siempre ha requerido aliados e instrumentos políticos. Entre ellos, la Monarquía ha ocupado un lugar privilegiado. Las cosas comenzaron a complicarse en toda Europa, y en España, cuando la Monarquía dejó de ser absoluta y pasó a ser constitucional.
Aun entonces, contra viento y marea, la Iglesia siguió considerando que los reyes «eran suyos» y que su obligación -desde una concepción del poder monárquico ligada a lo divino y no a la voluntad nacional- era defenderla contra la secularización del Estado y de la sociedad. La posibilidad de un monarca ajeno a las luchas de partido, incluidas las suscitadas por la llamada «cuestión religiosa», tiene precisamente ese límite: la cuestión religiosa. Algo que llega hasta hoy con las implicaciones netamente partidistas del rechazo a la asignatura de Educación para la Ciudadanía. En ese tema, como en cualquier otro considerado sensible para sus intereses, la lógica de funcionamiento de una Monarquía democrática es contraria a la lógica de la Iglesia.
Quizás convenga volver la mirada hacia los orígenes, hacia la ruptura liberal con el absolutismo durante el siglo XIX, para entender el hálito decimonónico de episodios actuales que involucran a la Iglesia y a la Corona. Aquella ruptura implicó el reacomodo forzado de la Iglesia a una nueva situación política y a un nuevo tipo de Monarquía cuyos supuestos básicos no compartía en absoluto. Isabel II, como no se cansaron de repetir los mismos liberales, subió al trono porque contó con el apoyo del liberalismo y lo hizo como reina constitucional, legitimada por la voluntad nacional y no por la herencia o la voluntad divina. Durante la guerra civil carlista, la Iglesia estuvo (como siempre) en los dos bandos. Por si acaso. Sin embargo, no hay duda de que el corazón y los intereses (las armas y los rezos) de la mayoría del clero estuvieron con don Carlos. El liberalismo era sin duda pecado y la nueva reina, ilegítima, además de interesada, porque había aceptado el poder de los impíos liberales.
Sin embargo, las cosas estaban como estaban y a ellas había que acomodarse, al menos de momento. En ese reacomodo, el control del alma deshilvanada de la hija de Fernando VII era fundamental. Como lo era el Partido Moderado donde convivían liberales conservadores con carlistas reciclados, como ahora convive el liberalismo conservador y el franquismo sociológico en el principal partido de la derecha. Juan Donoso Cortés -quien participó en la primera redacción de lo que luego sería la condena papal del liberalismo en el Syllabus- fue muy explícito en una carta al duque de Riánsares, padrastro de Isabel II. Hoy se agradece su desparpajo: «Los progresistas no necesitan del Monarca para ser fuertes porque se apoyan en las turbas. Los moderados no necesitan de las turbas para ser fuertes porque se apoyan en el trono: pero ¿dónde estará su fuerza cuando no se apoyen ni en el trono ni en las turbas? Usted dirá que es triste soltar a la presa».
Como una presa, en el doble sentido cinegético y carcelario del término, fue concebida desde entonces la primera reina constitucional de España. La Iglesia comprendió y perdonó sus flaquezas humanas y rezó por ella cuando su imagen fue arrastrada por el lodo de la pornografía política de la época. A cambio, el Concordato de 1851 -pariente lejano de los acuerdos actuales- devolvió al clero parte sustancial de sus riquezas, de su influencia política y de su capacidad de control sobre la educación y las conciencias de la ciudadanía.
El entonces arzobispo de Toledo y la Monja de las Llagas fueron especialmente activos en impedir cualquier posible acomodo de Isabel II a una situación de gobierno progresista. Con los progresistas venían tímidas propuestas de tolerancia religiosa que había que cortar de raíz recordándole a la reina, con humanidad pero con severidad, que sus pecados privados y políticos tan sólo podrían ser purgados si se convertía en el más firme y visible bastión de la Iglesia católica.
Con Isabel II comenzó el doble juego y la doble moral que arrastró a todos los monarcas decimonónicos (y no tan decimonónicos) al conflicto partidista en el cual la posición de la Iglesia desempeñó un papel decisivo. Salustiano de Olózaga popularizó la expresión «obstáculos tradicionales» para señalar el origen de las dificultades de consolidación del liberalismo pluralista en España. Apuntaba directamente al entorno reaccionario y clerical de Palacio que acabó costándole el trono, en 1868, a esa primera reina constitucional.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. No hay comparación posible; entre otras cosas porque Isabel II (por educación y por afición) colaboró activamente con quienes buscaron convertirla en un desastre personal y político. Queda, sin embargo, la incomodidad de un recuerdo, de un hálito titubeante pero persistente, que parece filtrarse a través de los siglos. La presencia de Juan Carlos I contribuye mucho a despejar el ambiente. Para los demócratas, su legitimidad reside precisamente en su firme invisibilidad política en las legítimas luchas entre partidos, incluidas aquellas referidas a (o que toman como pretexto) la «cuestión religiosa». El Rey tan sólo se hizo visible cuando ayudó a pilotar la transición a la democracia y cuando se opuso a quienes quisieron acabar violentamente con ella. Todos los esfuerzos por hacerle bajar a la arena política, en temas sin duda candentes pero no letales como aquel, han sido vanos.
Pero, hete aquí, tras 32 años de democracia, que desde la emisora de la Iglesia se pide insistentemente la abdicación del primer monarca democrático de la historia de España. Su locutor más popular y rentable denigra personalmente al Rey y afirma que «no cumple con sus obligaciones». Es decir, que no se implica en la defensa de lo que considera «obligado» una emisora cuya línea editorial se ajusta en todo (según su página web) a la doctrina de la Iglesia.
Escándalos lánguidos aquí y allá. Destacados dignatarios eclesiásticos se apresuran a «lamentar» esas declaraciones y anuncian que rezan (mucho) por el Rey, por su familia y por la Monarquía. Algunos demócratas impíos nos asustamos recordando (un pecado como cualquier otro) que esos rezos han sonado demasiado a menudo, en la historia de nuestros reyes y en la nuestra, a sometimiento simbólico y a advertencia. Nos tememos que en la apropiación de la Monarquía todo vale: los rezos y Jiménez Losantos. Si Juan Carlos I no se implica, hay que implicarlo.
Alguien filtra que una destacada dirigente del Partido Popular sugiere al Rey un «trato humano» para ese acosado locutor cuya libertad y expresividad podrían peligrar. Se filtra que el Rey se pregunta quién es, en realidad, el maltratado y se filtra que espera algo más que oraciones. Como penúltima vuelta de tuerca no está mal. Cualquier «reacomodo» mediático de dicho locutor será interpretado como una intervención del monarca, como un atentado contra la libertad de expresión por parte del garante de la libertad de todos. Chapeau, que diría Voltaire. A su pesar, la Corona ya es visible en la arena política de la España democrática del siglo XXI y a lo lejos se oye el ruido de los rezos habituales.
In El País, 31/10/2007
Isabel Burdiel es catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia.