Nicolás Sánchez-Albornoz
La Guerra Civil ha originado hasta ahora un cúmulo de obras mayor que todo lo escrito sobre cualquier otro episodio o período de la historia de España. Para confirmar esta impresión, basta con recorrer los índices de materias de las principales bibliotecas del mundo. El tema no abarca sólo los años de hostilidades que se extienden de julio de 1936 a abril de 1939. El enfrentamiento no se entiende si no se expone el clima social y político previo, como tampoco su sentido si se deja sin explicar su liquidación. Un historiador francés, Bartolomé Bennassar, ha subtitulado la versión en español de su gruesa síntesis de la guerra precisando, contra los usos, de 1936 a 1942, más tres puntos suspensivos. Algún comentarista se ha preguntado por qué el autor no sigue hasta 1975, lo que se justificaría porque el franquismo nunca renunció a la retórica ni a los modales belicistas. Bennassar, al menos, no cierra su obra con el parte de la victoria que Franco emitió.
El bando triunfante pretendió que el cese de las operaciones militares ponía fin a la guerra, pero ésta no terminó entonces para la mayoría de los españoles. La fuerza siguió en uso, pero en forma unilateral bajo la forma de una sangrienta represión y un largo exilio de los vencidos. Los fusiles o las ametralladoras no callaron, sino que apuntaron con la certeza de dar en el blanco y de no recibir una ráfaga en respuesta.
La desmovilización de ejércitos derrotados es un camino sembrado de espinas. La lógica de la guerra no prevé al detalle cuándo el enemigo deja de operar, lo que lleva sin remedio a la improvisación y a las confusiones y calamidades consiguientes. No cabe en rigor culpar al franquismo de haber abierto campos de concentración para que los soldados del ejército republicano entregaran sus armas y se identificaran. Un estudio reciente de J. Rodrigo estima
que por esos campos pasaron alrededor de medio millón de prisioneros hasta 1939, es decir, una parte considerable de los hombres en edad de portar armas. La proporción aumenta si se toman en cuenta las decenas de miles de combatientes que evitaron ser apresados al asilarse en Francia. Tampoco se puede achacar al régimen que aquella multitud diera lugar a hacinamiento y a fallos de aprovisionamiento y de atención sanitaria. Las muertes y las enfermedades acaecidas podían sin embargo haberse evitado, en buena medida, de haberse concebido la detención como un trámite y no como los preliminares de una persecución sistemática. El espíritu de venganza dio rienda suelta a una infinidad de vejaciones de palabra y de obra, a torturas físicas y morales, a matanzas indiscriminadas y a tolerancia ante los abusos cometidos por los encargados de la custodia. El ensañamiento constante en los campos no constituyó una extralimitación, sino que respondió al discurso dirigido desde arriba para aniquilar al adversario político e ideológico.
Todo vencedor procura responsabilizar al vencido del estallido y del curso de la contienda. Al terminar la Segunda Guerra mundial -guerra ideológica en gran escala, antes que conflicto entre naciones-, las potencias aliadas juzgaron y ejecutaron, tras un proceso con luz y taquígrafos, a los hallados responsables de crímenes de guerra. En una entrevista publicada recientemente, el historiador Tony Judt señala cómo la depuración apenas afectó después a la
población alemana y añade que los miembros de la administración y del partido nazi siguieron ocupando sin demasiado escándalo cargos en los organismos del Estado democrático en construcción. El mismo autor cita además que apenas el 0,1 por ciento de los colaboradores sufrieron alguna represalia, cantidad ínfima de los comprometidos con el régimen de Vichy y con los ocupantes alemanes. Es discutible si la benignidad mostrada fue conveniente y oportuna, pero en todo caso traduce una concepción de la liquidación de la guerra diferente de la que tuvieron los militares rebeldes españoles.
De la cúpula política que podía haber sido hecha responsable, sin razón pero a modo ejemplar, de los excesos producidos en España, pocos de sus miembros cayeron en manos de los sublevados gracias a que encontraron salvación en el exilio. La ejecución de rango más alto fue la del presidente de la Generalidad catalana, Luís Companys, arrestado en Francia, entregado por la GESTAPO alemana a pedido de Franco y fusilado en Barcelona tras un simulacro de juicio. La mezquindad hizo en cambio que la represión se ensañara con los cuadros medios y bajos capturados e, incluso, con los meros simpatizantes de la causa republicana.
Las memorias de Andrés Iniesta López, publicadas hace pocos meses, presentan su caso, un niño de diecisiete años encarcelado al caer su pueblo en manos rebeldes (1). A su corta edad, mal podía haber empuñado las armas y, sin embargo, sólo le llegó la libertad definitiva dieciocho años después, en 1957. En su breve escrito, Iniesta da muestra de una retentiva prodigiosa. En apéndice, incluye la lista con nombre, dos apellidos y lugar de origen de los 138 fusilados entre el 28 de marzo de 1940 y el 1 de junio de 1942 en la prisión del Monasterio de Uclés.
En este centro improvisado de detención convivió día a día con todos los que serían ejecutados, con el agravante escalofriante de ver a su padre partir para ser fusilado. La mente impresionable de aquel niño atestigua la violenta persecución que se abatió sobre un pueblo y aledaños de la provincia de Cuenca. A la cuenta de esta misma represión hay que añadir acto seguido otra faceta, la de los hombres y mujeres que permanecieron encarcelados por años, lustros o decenios. Sobre su prisión volveremos más adelante.
De los fusilamientos impresiona primero su cantidad, pero los recuerdos de Iniesta van más allá. El plus lo pone la frialdad en el goteo de sentencias, la inconsistencia de los argumentos aducidos y la arbitrariedad de los procedimientos empleados en los juicios y, para remate, la impiedad con que las ejecuciones fueron despachadas. Los cadáveres no fueron entregados a los deudos para su sepultura, sino que fueron apiñados en fosas comunes. La sustracción perpetrada fue por consiguiente doble: del hogar y de la tumba familiar. Precisamente, el movimiento de apertura de las fosas comunes que ha brotado maravillosamente en los últimos años, responde al afán de restaurar la humanidad a los ejecutados. El entierro de los restos identificados y la inserción de su memoria en la sepultura familiar no reabren las heridas de la Guerra Civil, como alegan los beneficiarios de la amnesia, sino que ponen decoro en su cierre.
Uclés es tan sólo una muestra de lo ocurrido entonces en el medio rural español. La evidencia se ha de multiplicar por los centenares de cárceles y campos que el régimen levantó por todo el país, más que nada en las grandes ciudades. Varios estudios recientes, entre ellos algunas tesis doctorales notables, empiezan a documentar la magnitud de la hecatombe, por ejemplo en Cataluña y en Valencia. Sin embargo, no estamos en condiciones de adelantar una cifra fidedigna de las muertes directas e indirectas de la represión. No conocemos con exactitud la suma de los caídos ante los pelotones de ejecución, por ametrallamiento de prisioneros, por disparos de los soldados de guardia (gratificados por el mando con semanas de licencia por cada muerto), por sacas repentinas, por apaleamientos, por decesos provocados por accidentes laborales, por extenuación y por inanición, por insalubridad y epidemias… La cuenta sobrepasa de momento las decenas de miles de casos.
El daño supremo causado, la muerte, es susceptible de ser precisado algún día. La vida y la muerte admiten medición, pero lo que va por dentro de los seres humanos, los sufrimientos morales y psicológicos impuestos, los perjuicios culturales causados, el destierro, la repercusión de estos imponderables sobre millones de hogares -la mayoría del país- ese cúmulo de aflicciones será imposible de precisar por falta de criterios contables y de constancias.
En el orden externo, también pesan los quebrantos económicos y sociales causados a los individuos y al conjunto. En el terreno de la economía, los profesionales del ramo se han aventurado a estimar a grandes rasgos la repercusión de la guerra y de la posguerra, en particular la incidencia negativa de la asfixiante política económica sobre el bienestar general. Entre las lamentables medidas adoptadas después de silenciadas las armas, se encuentra el haber
sustraído de la actividad productiva a más de medio millón de hombres y mujeres por muerte, cárcel, exilio y exclusión del puesto de trabajo o de la función (con la consiguiente disminución general de la calificación profesional). Tiempo crítico fue aquél como para desperdiciar energías. Por desaprovechar, la dictadura desperdició también la fuerza de trabajo representada por otro medio millón de jóvenes en edad productiva que fue mantenido en filas por años. Destrucciones infligidas y errores cometidos hicieron que el conjunto de bienes y servicios disponibles por habitante (PIB pe) no se elevara hasta 1952 por encima del techo alcanzado en 1930. La guerra y su larga posguerra retrasaron en dos decenios -la gran demora- el crecimiento previsible de la riqueza española en el siglo XX.
La Guerra Civil fue desencadenada a la ligera y con obcecación, sin que los militares sublevados se hubieran detenido a calcular la resistencia popular que podía convertir, como ocurrió, un golpe de Estado a la antigua usanza en una guerra entre dos bandos armados. La oposición encontrada, incluso en el sector leal de las fuerzas armadas, núcleo profesional del futuro ejército popular, inclinó a los frustrados dirigentes de la asonada a desencadenar una guerra total. El totalitarismo de todo color estaba entonces a la orden del día y al acecho. El ejército africanista, de mano poco blanda, se radicalizó rápidamente y se alineó con las potencias y la ideología totalitarias, sin dejar por eso de idear formas destructivas a su medida. Si el ejército sublevado dejó mano libre a milicias, bandas y particulares para la persecución política durante la guerra, al terminar la batalla asumió la dirección de la represión. El ejército se erigió en juez y dejó en manos de la policía la confección de los atestados. Los tribunales castrenses estuvieron formados, por lo que pude conocer en persona, por oficiales de baja graduación, de un grado no superior al de capitán, salvo excepciones. Un presidente y varios vocales hacían que oían la información presentada por el instructor de la causa, la acusación fiscal y las alegaciones de un defensor, otro oficial designado las más veces de oficio. A los pocos minutos de constituidos dictaban sentencia con imposición de decenas de penas de muerte o, con suerte, condenas de prisión perpetua. La decisión tomada colegiadamente era elevada al capitán general de la región militar, quien ordenaba su ejecución tras consulta preceptiva al Jefe de Estado. Ninguno de los oficiales que integraron los miles de consejos de guerra celebrados ha dejado testimonio sobre el ingrato papel que les cupo desempeñar. Con el paso del tiempo y más galones, aquellos oficiales no han dado la menor señal de desazón o de remordimiento personal, a diferencia de lo ocurrido en las filas del clero para honra de algunos religiosos. Unos pocos sí han dejado constancia del derroche de crueldad que presenciaron.
Estos juicios castrenses no se desarrollaban, sobra decir, conforme a los requisitos exigibles a un tribunal. La justicia militar -si ambos términos son compatibles- aborda el juicio por el procedimiento sumarísimo, sólo justificable en casos de urgencia y nunca por años para decenas de miles de vidas civiles, como fue el caso. Los consejos de guerra constituían pese a su revestimiento judicial un mecanismo ejecutivo de la represión que la jefatura del Estado y las capitanías generales dictaban. El juez instructor desempeñaba el papel crítico de enlace entre el centro de decisión y los tentáculos formados por los tribunales militares. Discrepar con las instrucciones, ordenar una revisión de la causa o dejar en libertad a los inculpados no ocurrieron. La única latitud que les fue concedida fue la de simular clemencia rebajando en ocasiones las penas que el fiscal se había encargado antes de aumentar. La comedia de los consejos de guerra desempeñó además una función capital para el régimen, la de urdir redes de complicidad en el seno de la joven oficialidad. Al participar en los consejos tuvieron ocasión de teñir sus manos de sangre, si acaso no las traían ya manchadas de la guerra. La lealtad de
la oficialidad al régimen y a su caudillo no se fundó únicamente en la disciplina inculcada ni en el carisma despertado, sino también en sordas connivencias criminales.
Las acusaciones que el atestado policial recogía y que el juez instructor reelaboraba no se fundaban en información contrastada, sino en declaraciones de vecinos, de las autoridades municipales y del partido único, amén de las anónimas hechas llegar. Estas delaciones venían afectadas por la animosidad personal o un deseo genérico de venganza. Los párrocos tuvieron también reservada su parte de responsabilidad en esta información sesgada. Atestiguar que el
inculpado no era creyente justificaba o por lo menos agravaba la condena. La instrucción echó pues por la borda cuantas garantías una doctrina del derecho largamente elaborada visaba a asegurar un juicio impecable. La posguerra retrotrajo el sistema jurídico español a un estadio procesal primitivo, con fundamentos además cínicos.
La imputación hecha genéricamente a los represaliados fue de lo más singular y aberrante. Quienes se habían sublevado contra el orden constituido, los militares felones como les llamó la propaganda republicana, condenaron a muerte o a prisión a los voluntarios del ejército republicano y a los civiles leales al orden constituido. La acusación esgrimida fue de «rebelión militar» o por «auxilio a la rebelión militar». Los militares tuvieron la osadía de imputar a los demás el delito que ellos habían cometido. A esta inversión de papeles y valores, a este retorcimiento del lenguaje común y jurídico, el régimen recurrió constantemente para dotar de una apariencia legal a lo que era una ambición descarnada de detentar el poder.
Las tergiversaciones añadieron un concepto más a su largo listado cuando el régimen alumbró la figura de las «responsabilidades políticas». Su aplicación penal fue encomendada a un tribunal especial. Este tribunal, presidido por un militar y compuesto por un miembro de la judicatura y un representante del partido único, dependía de la vicepresidencia del gobierno. Pese a lo que su título pretendía sugerir, era un órgano administrativo. El supuesto tribunal no
disponía de la vida de los encausados, pero sí de sus bienes y de su libertad de movimientos. Los acusados podían ser entidades colectivas, como partidos políticos, sindicatos, instituciones culturales u otras, pero también individuos. Las condenas imponían multas que llegaban hasta la confiscación de los bienes. Los abanderados del sagrado principio de la propiedad, expropiaron. La multa a los particulares fue acompañada a veces de la pena subsidiaria de destierro o confinamiento. La inculpación se extendía hasta los familiares. Mi abuelo, antiguo senador conservador y monárquico, fue multado por ser el padre de un intelectual y político republicano con una cantidad que le obligó a vender su casa. La victoria eximió de rendir cuenta de sus actos a quienes habían incurrido en responsabilidad por alzarse en armas.
La depuración abarcó a todos los organismos del Estado y a toda actividad pública. Los cuerpos de funcionarios y los colegios profesionales fueron limpiados uno por uno. El mayor rigor recayó sobre el abultado cuerpo de los maestros, más que nada sobre los ingresados durante la República, tenidos en principio por desafectos. Las comisiones depuradoras los destituyeron y los encausaron. En la barrida de maestros, la Iglesia desempeñó un papel activo por su deseo de eliminar de las aulas a competidores.
La Universidad, las Academias, los centros de investigación y los institutos secundarios sufrieron un recorte igualmente drástico. El exilio de docentes, investigadores y profesionales hizo resaltar más la atrición producida. Los expulsados de su trabajo hubieron de refugiarse para sobrevivir en la actividad privada y aceptar ocupar puestos oscuros e inferiores a los que correspondían a sus calificaciones. El totalitarismo dividió a la sociedad española en dos partes: una minoría de vencedores y una amplia capa de vencidos.
La sociedad española vivió entonces en una «inmensa prisión», endulzada para los de un bando por la obtención de privilegios entre los que no se encontraba precisamente el disfrute de derechos civiles o individuales, y amarga por otro lado para los excluidos. Andar por la calle no garantizaba el goce de la libertad por las restricciones constantes que pesaban para su ejercicio y por ser condición fácilmente reversible. Andar por la calle apetecía, pero no excluía ser detenido por el menor motivo en el momento más inesperado.
La represión dispuso de una amplia red de centros de detención que varió en composición y número. En los primeros meses de la Guerra Civil, la capacidad de las prisiones del bando rebelde quedó desbordada al acometerse sin contemplaciones una limpieza de la retaguardia. El hacinamiento de los sospechosos de sustentar ideas republicanas obligó a habilitar grandes edificios públicos como conventos, iglesias, escuelas, hospitales… Las mujeres fueron confinadas en cárceles, no por especiales, menos tenebrosas. Los prisioneros de guerra fueron por su parte internados en campos de concentración antes mencionados por su envergadura.
Mantenida una fuerza de trabajo cuantiosa con los brazos cruzados, el ejército decidió emplearla con fines militares. Al comenzar la guerra europea, dedicó a los presos a construir, aparte de instalaciones militares, fortificaciones en el Campo de Gibraltar y en Marruecos. Tras la liberación de Francia, los destinó a reforzar el dispositivo defensivo en los Pirineos en prevención de una invasión por el norte. Los cautivos fueron encuadrados en Batallones de Trabajadores bajo mando militar. A ellos se añadieron luego Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores, compuestos en gran medida por jóvenes de la zona republicana llamados a filas, pero poco fiables como para ser adiestrados en el manejo de las armas. El despliegue se completó con los Batallones de Soldados Trabajadores Presos, reclutas castigados o condenados a menudo por razones políticas.
Más adelante, el ejército organizó Colonias Penitenciarias Militares de triste memoria a las que los consejos de guerra proveyeron de penados. Luego fueron creados también los Destacamentos Penales bajo la custodia del Ministerio de Justicia, a los que fueron enviados los condenados por los supuestos delitos de guerra, más los reos de la resistencia clandestina, así como algunos presos comunes. Campos y destacamentos constituyeron unidades de tamaño reducido (varios centenares de reclusos a lo sumo) distribuidas por toda España para realizar obras públicas como la construcción de pueblos, líneas ferroviarias,
canales, pantanos e incluso… excavaciones arqueológicas. De sólo los Destacamentos Penales, se han contabilizado más de doscientos, de duración y actuación desiguales. El sistema español no se atuvo al modelo concentracionario nazi o soviético, afecto a los grandes conglomerados. Optó por un minifundio altamente rentable.
El sistema instaurado ha hecho pensar a algunos, por su dureza, que comparte el propósito nazi de eliminación a ultranza del enemigo. Los innumerables fusilamientos a mansalva o tras consejo de guerra, las penurias fatales de las prisiones, la aplicación sistemática de malos tratos, las sangrientas torturas, los trabajos forzados extenuantes, la connivencia tácita con los nazis para el internamiento de los refugiados españoles en los campos de la muerte en Alemania, todos estos hechos, más la reiteración de declaraciones públicas pro erradicación de los «rojos», parecen confirmar que el régimen hizo cuanto estuvo en sus manos con ese propósito. No obstante, se detuvo ante el empleo de la forma más expeditiva de lograr ese objetivo: las cámaras de gas. Ni le convino, ni pudo permitírselo. El régimen de Franco heredó un país destruido por combates y bombardeos. Sin renunciar a apretar el gatillo, prefirió valerse de los presos restantes para lo que llamó «la reconstrucción de España».
La reconstrucción preocupó menos que lo que se dijo. De haber confiado los escasos recursos disponibles a acelerar el crecimiento material del país, la recuperación podía haber llegado antes. Para este fin debería haber subordinado lo político a lo económico, pero el régimen mostró una obsesión constante por el problema creado por la sublevación. La fuerza de trabajo de los vencidos no podía reintegrarse a la vida productiva, aún después de haber sido cercenada. Los hombres que habían aspirado a ser libres bajo la República debían ser reeducados en el sometimiento. Tenían que reaprender los valores cristianos a los que habían renunciado. Como en el lema sarcástico que presidía la entrada de los campos de concentración nazis, el trabajo redimía.
Prisión y trabajo permitieron prolongar el irrenunciable estado de guerra interna. El trabajo de los presos reducía los costes de la represión y hacía viable la duración del régimen. A pesar suyo, los reclusos auto-financiaron su internamiento. La administración arrendaba penados a empresas, o incluso a particulares, cercanos al poder, para la realización de una multitud de obras. Las cantidades que tenían que abonar por cabeza eran inferiores al salario
que empresas o particulares hubieran tenido que pagar a los obreros libres. El Estado proporcionaba encima trabajadores disciplinados y sin posibilidad de buscar otro trabajo. Negocio redondo a dos puntas. Con la cantidad que cada preso reportaba al erario público, la administración cubría los costes de manutención y vigilancia del preso. El trabajo forzado evitó que los presupuestos estatales se dispararan hasta alturas insoportables en tiempos de penuria
fiscal, con las consecuencias que ello habría acarreado. La represión política pudo prolongarse sin demasiado gasto hasta los años ’60, decenio en el que se cerraron las últimas colonias penitenciarias y destacamentos penales. Un cuarto de siglo había transcurrido entonces desde la sublevación militar en África.
En más de una ocasión hemos señalado antes que la forma lenta y cruel elegida por el régimen franquista para liquidar la Guerra Civil española contó con alternativas diferentes de las seguidas. Muchas veces se ha sostenido que las circunstancias impusieron la conducta adoptada. La simple mención de estas alternativas llama la atención sobre el hecho de que la modalidad puesta en práctica respondió a determinados motivos políticos. Estos motivos resultaban incompatibles con los valores sociales y morales prevalecientes entonces en otros países y, afortunadamente, también lo son en España en los comienzos del presente siglo. La doble pretensión de borrar un pasado democrático contra el que se habían alzado v de instaurar un orden autoritario permanente no se ha cumplido. El fracaso pone al descubierto el egoísmo y la mezquindad en los que el régimen dictatorial se movió, sentimientos que no le detuvieron ante el empleo de los manejos más ponzoñosos y más sanguinarios.
1. Nota del Ed.: Las obras aludidas en las líneas precedentes son: a) Bennassar, Bartolomé, 2005. El infierno fuimos nosotros: la Guerra Civil Española (1936-1942…), Madrid: Taurus-Grupo Santillana; b) Rodrigo, Javier, 2005. Cautivos.- campos de concentración en la España franquista, 1936-1947, Barcelona: Crítica; c) Judt, Tony, 2005. Postwar: A Histoty of Europe Since 1945. USA: Penguin Press; d) Iniesta López, Andrés, 2006. El niño de la prisión, Madrid: Siddharth Menta.
In OLIVAR : Revista de Literatura y Cultura Españolas: Año 7/2006 Nº 8
Número Monográfico: Memoria de la Guerra Civil española
EDITORAS RAQUEL MACCIUCI MARIA TERESA POCHAT
COORDINADORA NATALIA CORBELLINI
Centro de Estudios de Teoría y Critica Literaria Secretarla de Investigación Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación Universidad Nacional de La Plata