Xavier Díez Rodríguez, 20.10.2012
Todos los países pasan, a lo largo de su existencia, por situaciones límite. Y ante esos contextos inesperados y peligrosos, unos salen reforzados, mientras que otros acaban descompuestos y divididos. Un ejemplo poco conocido de los primeros es la Finlandia de principios de los noventa, cuando la URSS, principal socio comercial, acabó colapsada. Entonces la frágil y escasamente desarrollada economía finlandesa perdió en poco tiempo un cuarto de su riqueza nacional y llegó a unos niveles de desocupación sin precedentes. Tras un pacto de rentas, un reparto equitativo de los sacrificios y una apuesta decidida por la educación y las nuevas tecnologías consiguió en menos de una década convertirse en un referente económico mundial y una sociedad emergente.
Lamentablemente, ese no parece el destino de España. Ahora, la antigua potencia imperial encara una de esas situaciones límite, pero no ofrece indicios saber gestionar este contexto excepcional adecuadamente. La contestación social se multiplica. La política parece invocar a los fantasmas de la guerra civil. La memoria se convierte en un espacio de confrontación. La secesión de vascos y catalanes ha pasado de ser una hipótesis remota a una posibilidad real. Mientras tanto, se extiende un ambiente de desconfianza mutua, de rabia y desesperación, de odio y resentimiento.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Quizá la pregunta esté mal formulada. Sería más adecuado interrogarse sobre el porqué ha tardado tanto en estallar este conflicto “multiorgánico” que parece poner en cuestión la propia existencia de la antigua metrópolis tal como la conocíamos. Para intuir una explicación, es necesario centrarse en origen de la democracia constitucional instaurada tras un tortuoso proceso de Transición, entre 1975 i 1982 cuyo éxito resultó ser más aparente que real.
Probablemente el público latinoamericano recordará que durante los ochenta y parte de los noventa España trataba de vender su Transición a la democracia como un modelo a exportar, especialmente a aquellos estados americanos que salían de dictaduras militares y a los países del este de Europa escapados de la tutela soviética. Sin embargo, ese proceso, como la mayoría de los historiadores coincidimos, ni fue modélico, ni pacífico (hubo más de 600 muertos en el periodo), ni transparente, ni, sobre todo, consiguió resolver los conflictos seculares que España venía arrastrando desde su insuficiente integración a la modernidad. De hecho, el franquismo no hizo otra cosa que agravarlos. Y las asignaturas pendientes pueden resumirse en tres; una cultura democrática de baja calidad, unas diferencias sociales extremas y una reiterada incapacidad de administrar la diversidad nacional. La terrible guerra civil no fue otra cosa que un conflicto plural entre estas contradictorias concepciones sociales, políticas y nacionales, y el hecho que fueran los grupos más anclados en el pasado quienes salieron victoriosos, no hizo otra cosa que mantener larvados los conflictos en el presente.
A pesar de ello, a la joven democracia española le sentaron bien los ochenta y noventa. Aunque la Transición se fundó en una especie de consenso tácito por el cual los franquistas conservaban todos sus privilegios, mientras que se permitía a la oposición menos exigente participar en el poder, el contexto de libertades y la coyuntura internacional permitieron un cierto crecimiento y expansión, libres de las cortapisas de la dictadura. Mediante impuestos indirectos (las grandes fortunas provenientes de la dictadura siguieron esquivando al fisco) se expandió el gasto social sin que a su vez se ampliaran las entradas. El ingreso en la Unión Europea inundó de recursos económicos (fondos de cohesión y las subvenciones a la agricultura) al estado. Pero demasiado a menudo éste se dilapidó en obras de dudosa utilidad (tren de alta velocidad, exposiciones universales, olimpiadas, quintos centenarios,…) o enriqueciendo a los muy ricos (la duquesa de Alba ha sido la principal receptora de fondos agrícolas de la UE). Por otra parte, y a pesar de que surgió en España una generación muy bien formada, las viejas élites torpedearon cualquier intento de modificar el sistema productivo español, puesto que cualquier cambio de estructura económica habría cuestionado su estatus dominante. En cierta manera, la gran burbuja especulativa de la vivienda se explica por esta razón. Las clases dirigentes tradicionales, descendientes de la vieja aristocracia terrateniente y la oligarquía financiera, fueron el gran aspirador de recursos de este período. Para conseguir una cierta legitimidad social, ampliaron sus redes clientelares en la administración, y sobre todo en el entramado de empresas privatizadas que habían sido antiguos monopolios estatales. Es así como se explican las características de las inversiones de muchas empresas españolas en Latinoamérica, su arrogancia, prepotencia e incapacidad de administrar correctamente sus intereses.
Precisamente durante los noventa, la antigua derecha franquista (que tiene mucho que ver con el “liberalismo de antiguo régimen”), se rearmó moral y políticamente. Con un joven José María Aznar como líder, y gracias al aparente desarrollo del país, se lanzó a una política de intentar recuperar el antiguo (y supuesto) prestigio imperial español, mediante una agresiva expansión internacional de los negocios y un alineamiento incondicional con los Estados Unidos. Pero también a reinventarse desde un punto de vista político, con una extraña combinación de viejo conservadurismo (que en España posee fuertes tintes autoritarios), neoliberalismo y nacionalismo (que se traduce en una política de hostigamiento contra la autonomía de vascos y catalanes). Las consecuencias fueron las de ir rompiendo viejos consensos. Una democracia muy frágil, con enfrentamientos continuos y formas toscas, una extensión de la corrupción (a la que también se apuntaron socialistas y nacionalistas periféricos), un crecimiento del independentismo y una profundización de las desigualdades sociales. De hecho, en los períodos de crecimiento económico, basado en actividades especulativas o de escaso valor añadido, España empezó a importar mano de obra extranjera en momentos de paro elevado.
La crisis económica, a raíz de haber apostado por este modelo anacrónico, hace estallar los viejos conflictos no resueltos. Y la forma cómo se está administrando el problema, no hace otra cosa que agravarlos. Las divisiones internas, de orden político, social, y nacional, y la manera escasamente equitativa sobre el modo en el que se están realizando los sacrificios están llevando a España a una situación límite. A diferencia de Finlandia, todos desconfían de todos, y cada sector empieza a pasar de expresar indignación a experimentar rabia. El hecho es que asistimos a un empobrecimiento desigualitario, en el que unas frágiles clases medias que habían accedido al consumo durante un par de décadas, pierden sus trabajos o temen perderlos. Que, sin haber disfrutado de un verdadero estado del bienestar, son conscientes de su fragilidad y orfandad política. Que incluso aquellos sectores que se habían beneficiado de las redes clientelares, perciben que nadie les protege. Que el barco se hunde, mientras que hay rumores ciertos que quienes viajaban en primera se han quedado todos los botes salvavidas. Que muchos ven en la independencia (según una reciente encuesta más de la mitad de vascos y catalanes votarían sí en un referéndum secesionista) una oportunidad de salir de esta situación desesperada. En resumen, que nos hallamos en una situación explosiva. Y que más allá de un cierto nacionalismo emocional y futbolero, España no es una nación, en el sentido que pocos creen ya en un proyecto común. Lo que se traduce en una “quiebra técnica”, más de orden moral que estrictamente económica.