Ocho años de gobiernos socialistas: un balance y una reflexión

Ignacio Sánchez-Cuenca, La Lamentable, 23.3.2012??
Zapatero renovó el discurso socialdemócrata español con la introducción del republicanismo y la idea de un socialismo basado en una noción fuerte de ciudadanía. Este esquema le permitió desarrollar una política que no consistía solamente en defender las conquistas en educación, sanidad y pensiones, sino que permitía desarrollar nuevas políticas de igualdad y no discriminación, así como reformas democráticas importantes. En su estilo de hacer política, Zapatero adoptó un talante dialogante y respetuoso con la oposición en todo momento. No mostró los tics autoritarios de su predecesor en el cargo y fue especialmente escrupuloso con los proce­dimientos y las reglas.
El proyecto de Zapatero dio algunos frutos importantes, sobre todo en el ámbito de los derechos civiles y sociales. Así, el Gobierno hizo reformas legales para dotar de nuevos contenidos al concepto de ciudadanía, aprobando el matrimonio homosexual, la agilización del divorcio, una ley de plazos del aborto, la ley sobre violencia de género, la ley de igualdad y otras más. Todas estas iniciativas situaron a nuestro país en una posición destacada en el mundo en materia de derechos y libertades. España se convirtió en un país más decente gra­cias a estas reformas.
Por lo que respecta a derechos sociales, el desarrollo más importante fue la Leyde Dependencia o cuarto pilar del Estado de bienestar. Por desgracia, la implementación de la ley ha consistido sobre todo en transferencias a las familias con insuficiente desarrollo de una red de servicios públicos. En cuanto a la construcción de una red universal de guarderías públicas, no hubo avances significativos. Y se cometieron errores graves de planteamiento político, como la ayuda de 2.500 euros por nacimiento de niño.
En su vena republicanista, el Gobierno hizo alguna reforma democrática de gran calado, como la eliminación del control político de los medios públicos de comunicación. Hubo mayor control parlamentario de los actos de gobierno, incluyendo el envío de tropas al extranjero, comparecencias del presidente en el Senado, etc. Sin embargo, no se aprobó la Ley de Transparencia, prometida en los programas electorales de 2004 y 2008; no se avanzó mucho en laicidad (de hecho, se mejoró la financiación de la Iglesia católica); y no hubo reformas institucionales eficaces para combatir la corrupción.
El Gobierno no pudo impulsar la reforma constitucional del Senado como cámara territorial por la oposición del PP. Zapatero, siguiendo los principios de la Declaración de Santillana, condensados en el eslogan de la “España plural”, se embarcó en un proceso de revisión estatutaria y de reforma de la financiación autonómica que, frente a la época de Aznar, basada en el choque entre el nacionalismo español y los nacionalismos vasco y catalán, ha pacificado notablemente la cuestión territorial. La gestión de la reforma del Estatuto catalán fue tortuosa y supuso un grave desgaste para el Gobierno, que no se esperaba que Pasqual Maragall fuera incapaz de controlar el proceso parlamentario de elaboración del texto legal. A pesar de las energías políticas invertidas en este asunto, es dudoso que al final se haya mejorado el acomodo de Cataluña en España. Más bien la desafección mutua entre Cataluña y España parece haberse ahondado. La intervención desafortunada del Tribunal Constitucional no ha hecho más que empeorar las cosas. Las encuestas revelan hoy por hoy una mayoría de catalanes a favor de la independencia.
El Gobierno acabó con el terrorismo de ETA. Este es uno de los mayores logros de Zapatero y fue uno de sus principales empeños en toda su etapa al frente del Ejecutivo. El proceso de paz, que en algunos aspectos no estuvo bien diseñado por parte del Gobierno, no dio los resultados esperados, pero generó las condiciones para que la izquierda abertzale decidiera distanciarse del terrorismo. La actitud dialogante del Gobierno y su disposición a explorar vías de solución mostró ante la sociedad vasca que el principal obstáculo para el final de la violencia era el cerrilismo de ETA y no el del Estado. ETA rompió el alto el fuego y lanzó una nueva oleada de violencia, aunque de alcance muy limitado comparada con la de 2000-2003. Las fuerzas de seguridad fueron muy eficaces en la desarticulación de comandos: ETA, muy debilitada, no tuvo más remedio que seguir la apuesta por las vías pacíficas de su brazo político y retirarse del escenario poniendo fin al terrorismo.
El proyecto político de Zapatero se vio truncado por la llegada de la crisis. Antes de la crisis, la gestión de la economía fue continuista con respecto a la de la etapa anterior. El Gobierno se dejó arrastrar por el elevado crecimiento económico y no hizo esfuerzos para desinflar la burbuja inmobiliaria, ni llevó a cabo la reforma fiscal que había prometido ni revisó la política de obras públicas. Sí se produjo un aumento muy importante de la inversión en I+D y un impulso fuerte a las energías renovables.
La crisis pilló al Gobierno con el paso cambiado. Reaccionó primero con políticas expansivas, pero el inicio de la crisis de la deuda pública provocó un giro brusco en la política económica del Gobierno, que se apuntó a la tesis de que con recortes del gasto y reformas estructurales se recuperaría el crecimiento. Hubo reformas de las pensiones, del mercado de trabajo, de la negociación colectiva y de las entidades financieras. La medida más sorprendente se produjo al final del periodo, cuando Zapatero acordó con Rajoy una reforma constitucional de limitación del déficit de difícil justificación para un Gobierno socialdemócrata. El Gobierno, con todo, consiguió evitar una intervención externa en España como la que habían sufrido antes Grecia, Irlanda y Portugal. Y también evitó la solución tecnocrática que se ha impuesto en Italia y Grecia.
Durante la segunda legislatura, hubo un vuelco en la opinión pública. Unos se distanciaron ideológicamente del partido en el Gobierno, acusando a este de haber tirado por la borda los principios progresistas en la gestión de la crisis. Otros juzgaron que los miembros del Gobierno no estaban bien preparados para resolver los problemas económicos, o al menos que los dirigentes del PP lo estaban mejor. Las dudas sobre la coherencia ideológica del PSOE y sobre su capacidad minaron sus apoyos electorales. La valoración de Zapatero en las encuestas cayó hasta niveles ínfimos.
La primera advertencia ocurrió en las elecciones municipales del 22 de mayo de 2011: el PSOE quedó 10 puntos por detrás del PP y perdió prácticamente todo su poder autonómico. Las encuestas, por su parte, revelan una erosión muy fuerte en la intención de voto al PSOE a lo largo de toda la segunda legislatura. Solo en los cuatro meses que median entre abril de 2010 (inmediatamente antes del ajuste) y julio (inmediatamente después), se registra una pérdida de cuatro puntos en intención de voto socialista. Hubo también una caída muy pronunciada tras el verano de 2011, cuando se vio que la crisis se recrudecía y la tasa de paro superaba el 20%. El castigo final fue contundente: el 20-N los socialistas pasaron de 169 a 110 diputados y perdieron 15 puntos porcentuales de voto, cosechando su peor resultado desde la muerte de Franco.
El final de los casi ocho años del PSOE no resultó precisamente ejemplar. A medida que calaba la constatación de que el PSOE iba a perder las elecciones generales, fue aumentando la presión de dirigentes socialistas para que Zapatero anunciara su compromiso de no presentarse como candidato. Los cabezas de lista en las elecciones municipales y autonómicas creyeron que obtendrían mejor resultado si el anuncio del presidente se realizaba antes de la jornada electoral. Zapatero hizo el anuncio el 2 de abril, pero ello no evitó que el PP aventajara al PSOE por 10 puntos.
Habiéndose eliminado Zapatero de la contienda, el siguiente paso, de acuerdo con los reglamentos del partido, consistía en convocar unas primarias para elegir al candidato que se presentara a las elecciones generales. Todo el mundo daba por descontado que se presentarían al menos dos contendientes, Alfredo Pérez Rubalcaba y Carme Chacón. Sin embargo, se produjo una oscura e inquietante operación en torno a Rubalcaba para suspender las primarias.
En esencia, la operación consistía en solicitar la convocatoria de un congreso extraordinario del partido que relevara a Zapatero en julio de 2011. La iniciativa partió de Patxi López, quien defendió públicamente su postura argumentando que las primarias no eran un procedimiento adecuado pues­to que el PSOE necesitaba una renovación más profunda de estructuras y programa. La convocatoria del congreso extraordinario suponía la pérdida de autoridad de Zapatero en el partido, lo que le habría obligado a disolver las cámaras y convocar de inmediato elecciones.
En el partido se entendió que la condición para evitar el congreso extraordinario y la crisis de Gobierno que este provocaría era que Chacón diera un paso atrás y se retirara de la competición, como terminó haciendo ante la magnitud del desafío. Rubalcaba fue elegido candidato por aclamación en el Comité Federal. Para guardar las apariencias, se convocó una conferencia política en septiembre de 2011 con el propósito de debatir sobre la línea ideológica del partido. Patxi López no hizo contribución alguna digna de mención.
El resultado de esta maniobra política fue que las reglas del partido y la democracia interna quedaron hechas añicos, justo lo más inconveniente que podía suceder ante la pérdida de confianza ciudadana en el PSOE y las demandas del movimiento 15-M a favor de mayor transparencia y mayor participación.
La campaña electoral realizada por Rubalcaba resultó desconcertante. A pesar de que fue nombrado ministro en 2006 y además vicepresidente y portavoz en octubre de 2010, Rubalcaba se situó durante la campaña como un candidato externo al Gobierno, sin asumir la gestión del Ejecutivo, ni siquiera para señalar en qué había acertado y en qué había fallado. Desde esa posición imposible, anunció medidas fiscales izquierdistas que no encajaban demasiado con su perfil y trayectoria política. A la vista de los resultados del 20-N, no parece que el liderazgo de Rubalcaba consiguiera suavizar la derrota traumática y sin paliativas que ese día se produjo.
En el 38 Congreso, celebrado durante los días 3-5 de febrero, midieron por fin sus fuerzas Rubalcaba y Chacón. Aquel aventajó a esta por 22 votos sobre un total de 956 y se erigió en el nuevo secretario general del PSOE. La elección de Rubalcaba marca el final de la etapa de Zapatero en un sentido muy especial. Al representar Rubalcaba la política de los años de Felipe González, el periodo de Zapatero aparece como un paréntesis dentro de la historia del partido, como si fuera una anomalía que hubiera que rectificar devolviendo el poder a un político de la etapa anterior. Resultó muy significativo que, en las semanas previas al congreso, Felipe Gonzá­lez, quien debería ser una figura institucional y simbólica en el partido, hiciera explícito su apoyo a Rubalcaba y aunara esfuerzos con Alfonso Guerra, tras un distanciamiento de décadas, a fin de conseguir entre ambos apoyos al candidato.
Rubalcaba es sin duda uno de los políticos más sólidos de la España contemporánea. Tiene una trayectoria muy dilatada, con puestos diversos, tanto en el Gobierno como en la oposición, es un temible dialéctico y posee un conocimiento profundo de muchos temas. ¿Qué mensaje renovador puede ofrecer para recuperar la confianza que buena parte de la sociedad ha retirado al PSOE? Numerosos comentaristas han insistido en que los socialistas tienen, ante todo, que resolver ciertas cuestiones internas.
El partido, desde la época de González, ha ido perdiendo apoyos en todas partes. Hoy en día, la inmensa mayoría de los medios de comunicación y casi la totalidad del sistema judicial están muy escorados hacia la derecha, como también sucede con el empresariado y buena parte de las profesiones liberales. Además de apoyos, el PSOE también ha perdido militantes. En la actualidad es un partido considerablemente más pequeño que el PP. Las razones de esta decadencia resultan complejas y no todas son responsabilidad del partido. La hegemonía de las ideas liberales y conservadoras seguramente ha influido en este estado de cosas. Pero no hay duda de que los factores más importantes son específicos del PSOE, pues no todos los partidos socialdemócratas atraviesan las mismas dificultades en Europa.
Estos factores de naturaleza más idiosincrásica son: redes clientelares, ausencia de debates, baja formación de los cuadros, inercias burocráticas muy fuertes, desconfianza hacia todo lo que proceda de fuera del partido, falta de profesionalidad, etc. Una larga etapa de oposición puede resultar funcional para superar estos problemas y reformar y renovar profundamente el partido.
Ahora bien, recuperar apoyos sociales y reorganizar el funcionamiento del partido no será suficiente para que el PSOE vuelva a constituir una alternativa seria al PP. Los socialistas tendrán que encontrar también nuevas ideas políticas que despierten ilusión y esperanza entre la ciudadanía. Tanto la etapa de González, basada en la modernización de España y la construcción del Estado de bienestar, como la de Zapatero, basada en la expansión de los derechos y libertades, no podrán servir de inspiración para el futuro. Habrá que encontrar nuevas modulaciones de los ideales igualitarios que son intrínsecos a la izquierda.
En este sentido, durante la crisis económica ha ido cristalizando una demanda renovada, que es evidente en el movimiento 15-M y en su equivalente estadounidense, “Occupy Wall Street”, para acabar con los privilegios de los que disfrutan las grandes corporaciones, los grupos bancarios y financieros, así como los “ricos” y los “poderosos”, esa pequeña minoría que se ha beneficiado extraordinariamente de la globalización económica. Hay una percepción muy extendida de que el sistema es injusto con respecto a esta minoría.
Por un lado, los altos ejecutivos y los consejeros de las empresas perciben sueldos, compensaciones y pensiones astronómicas. Por otro, tanto esta gente como las empresas para las que trabajan gozan de un trato fiscal escandalosamente benigno, gracias a lo cual su contribución a los bienes públicos y las transferencias del Estado es menor que la de muchos asalariados. Esto ocurre así ya sea porque las reglas fiscales están diseñadas explícitamente para beneficiar a estas personas y organizaciones, ya sea porque encuentran formas de burlar la ley sin pagar consecuencia alguna por ello.
La percepción de que los poderosos reciben un trato especial no solo en materia de fiscalidad, también por lo que toca a la justicia, y de que tienen una influencia enorme en las decisiones políticas puede servir de aglutinante para una gran coalición de clases trabajadoras y medias. Se trata, por decirlo brevemente, de luchar contra los privilegios económicos que se han consolidado en el capitalismo financiero de los últimos 20 años. En casi todos los países desarrollados se han reducido significativamente los impuestos a las empresas, se han creado agujeros fiscales para las corporaciones y los poderosos, y, no es de extrañar, ha aumentado la desigualdad, especialmente entre una pequeña elite económica, que a veces representa poco más del 1% de la población, y el resto de la sociedad.
Mientras duró el boom económico basado en la expansión del crédito y la burbuja inmobiliaria, la existencia de esos privilegios no fue motivo de especial controversia. Sin embargo, en el contexto dramático de la crisis, con una fuerte destrucción de puestos de trabajo y empobrecimiento de amplias clases medias, hay un malestar evidente por la injusticia en el reparto de sacrificios. De ahí que se alcen voces sobre la necesidad de corregir ciertas desigualdades que hasta el momento se habían pasado por alto.
Los partidos socialdemócratas, en las dos últimas décadas, han tendido a adoptar una posición puramente defensiva, buscando garantizar el Estado de bienestar frente a un clima económico, el de la globalización financiera, que no les resultaba propicio. No solo no se han atrevido a desafiar la ortodoxia imperante sobre los beneficios de dicha globalización, sino que han participado activamente en las reformas institucionales que la han hecho posible. Los socialdemócratas no se han resistido a la proliferación de poderes regulativos contra mayoritarios ni a una integración supranacional que favorece intereses que son contrarios a los de la izquier­da. La estructura de poder que tenemos hoy en día en Europa, con un banco central independiente, agencias reguladoras, reglas fiscales y acuerdos intergubernamentales, apenas deja margen para que los poderes representativos puedan modificar el statu quo.
Si la izquierda socialdemócrata quiere acabar con los privilegios económicos y corregir algunas de las injusticias más profundas en el tipo de capitalismo que ha producido la crisis actual, tendrá que tomarse más en serio de lo que lo ha hecho hasta ahora la cuestión de cómo las instituciones políticas pueden cambiar las relaciones de poder económico existentes. Este parece un reto inexcusable para el futuro.
Ignacio Sánchez-Cuenca es Director de Investigación del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March y profesor de Sociología en la Universidad Complutense. Es autor de varios libros y artículos académicos sobre teoría de la democracia, violencia política, política comparada y metodología. Ha colaborado, desde sus inicios, con el Informe sobre la democracia española, de la Fundación Alternativas.
El texto que publicamos por gentileza de la editorial Catarata es el capítulo final del libro “Años de cambios, años de crisis”.
Fuente:http://lamentable.org/?p=3367

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