¿Qué pasó con aquellas flores?

Silencio, desmemoria y alienación en la España actual
Xavier Diez
Where have all the flowers gone?
Long time passing (…)
Girls have picked them every one
When will they ever learn?

Pete Seeger
Del corto verano de la anarquía a la nueva era glacial
¿Qué pasó con aquellas flores?, se preguntó una vez el poeta, músico y cantautor Pete Seeger, en una de sus canciones más emblemáticas. Era a principios de los sesenta y pronto aquellos versos se convirtieron en un himno antimilitarista contra todas las guerras, y en especial contra la del Vietnam. Pero aquel intelectual de mochila, que recorrió Estados Unidos de punta a punta con su inseparable colega Woody Guthry, contrariamente a sus principios pacifistas, prestó su voz y su acción cívica en apoyo a la revolución española, que se defendía, sola y casi desarmada, entre la indiferencia hostil de las democracias occidentales, contra la coalición de los fascismos internacionales.
Ciertamente, la Guerra Civil Española (1936-1939) y la revolución social acaecida en buena parte del territorio republicano durante los primeros meses del conflicto siguen despertando tanto interés como pasiones levantó en la sociedad coetánea. Su espectacularidad y dramatismo, el adverso contexto internacional y las ilusiones frustradas por el desarrollo ulterior de los acontecimientos alimentó un mito que aún perdura entre los escasos supervivientes que vivieron aquellos difíciles años y entre una reducida parte de ensayistas e historiadores. Aún así, aquel breve verano de la anarquía, según el poético título de un conocido ensayo de Hans Magnus Enzensberger (1) sigue siendo una referencia de lo que pudo ser y no fue. Un modelo social, seguramente imperfecto, pero probablemente mucho más justo que el actual. Muestra de todo ello es que la guerra civil y la revolución siguen siendo uno de los temas más estudiados –lo que no supone ser mejor conocido- de la historiografía contemporánea, con miles de referencias bibliográficas que podrían superar a la suma total de las dedicadas al resto de conflictos bélicos acaecidos durante el siglo XX. Pero, más allá del mito, ¿qué quedó de todo aquello?
En la memoria colectiva de la España actual, podemos afirmar que bien poco, apenas nada, más allá de núcleos reducidos de militantes, más o menos en la órbita libertaria, y algunas decenas de investigadores sobre el anarquismo (2). Sin duda, la construcción del mito fue mucho más fuerte fuera de las fronteras, donde se concentraron significativos núcleos de españoles exiliados, y donde veteranos voluntarios de la guerra mantuvieron viva la memoria de un tiempo inexorablemente pasado. Pero al sur de los Pirineos, no. En España se impuso el silencio y la desmemoria. Durante décadas estalló una tormenta de cloroformo para anestesiar a una sociedad huérfana de referencias. Y a esta tarea contribuyeron, y contribuyen, muchos.
La guerra civil española no finalizó el 1 de abril de 1939. Continuó en forma de conflicto de baja intensidad, pero contra un enemigo desarmado. Los asesinatos, fusilamientos, represión y torturas, sólo atenuados tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, continuaron hasta la muerte del dictador. De hecho, el conflicto iniciado en 1936 podría denominarse la Guerra de los Cuarenta Años, puesto que, al fin y al cabo, el intento de eliminación física e intelectual del disidente continuó hasta la década de los setenta, y solamente pudo finalizar cuando los grupos sociales vencedores, una vez superado el delicado período de la transición, consiguieron la legitimidad establecida en la Constitución de 1978.
Claro está, que un tratado de paz como ese, en el cual los vencedores de 1939 se aseguraron la perpetuación en el poder, a cambio de permitir participar tangencialmente a la oposición dispuesta a renunciar a la ruptura, tuvo un precio. Y el olvido, la desmemoria, el silencio sobre un pasado incómodo fue el impuesto a pagar por todos aquellos que pretendían acceder al poder político, y así poder instaurar un régimen de libertades formales. No se trata de ninguna tontería. Si la aceptación de los símbolos franquistas (el himno, la bandera y el rey) representaba el acatamiento del testamento político del dictador, su expresa renuncia a la memoria era una condición indispensable para el mantenimiento del orden. El conocimiento del pasado (y hablamos de responsabilidades concretas, no de interpretaciones historiográficas) deslegitimaría el poder fáctico y por tanto, subvertiría peligrosamente (para algunos) el orden establecido. La amnesia deviene, pues, una más de las razones de estado.
Pero incluso para alguien como quien esto escribe, que se paseó varios años por las clases de la facultad de Filosofía y Letras de una universidad catalana, el relato histórico de la guerra civil, era a menudo víctima de la interpretación histórica marxista, en aquella época hegemónica entre los profesores de una progresista clase intelectual en uno de los principales espacios geográficos de disidencia respecto de la España franquista. Interpretaciones que se contradecían abiertamente con las lecturas de relatos directos sobre aquellos días del 36, como el destacadisimo Hommage to Catalonia de Orwell e incluso con los relatos familiares fragmentarios que pacientemente trataba de ordenar y reconstruir. Tanto para los franquistas y sus colaboradores, como para el marxismo (el primero en acatar la bandera y el himno facciosos y al heredero de Franco) es como si jamás hubiera sucedido una revolución. Y en el caso en que ésta hubiera pasado, se trataba de puro y simple caos y desorden, causante en gran medida de la derrota republicana.
Han ido pasando los años, pero la sospecha y suspicacia contra todos aquellos que tratamos de analizar críticamente estas versiones interesadas de los hechos, permanece. Como ejemplo, podríamos destacar la fría hostilidad con el que fue recibido el manifiesto Combate por la historia (3), en el cual se abogaba por una interpretación abierta y desprovista de los esquematismos dogmáticos y rígidos propios de las escuelas historiográficas positivista y marxista respecto al período de la guerra civil. Este documento fue duramente criticado desde ámbitos académicos y silenciado desde los mediáticos, a pesar de estar suscrito por importantes firmas de historiadores e intelectuales.
El orden vigente, pues, se halla sustentado sobre la desmemoria. Participan de ella quienes se beneficiaron del silencio, es decir, aquellos que accedieron al poder de forma ilegítima, abortando a sangre y fuego una evolución en que la democracia social pretendía ser el segundo paso de la democracia política, y también quienes para poder participar, aun subsidiariamente, renunciaron a utilizar el recuerdo como arma. Quedaron por tanto fuera del sistema aquellos que no se sometieron a este pacto de silencio. Y sobre ellos cayó todo el peso del estado y del poder. En primer lugar se deshicieron de los restos de una CNT que, si bien adquirió una extraordinaria importancia durante los primeros años de la transición, experimentaba dramáticas contradicciones en un contexto histórico difícil para su ideario socio-político. El aparato policial se encargó de montar operaciones, como el caso Scala (4) para acabar de rematarla y precipitar las luchas intestinas que culminaron con su fragmentación. Pero también los nacionalismos periféricos, que ponían en cuestión la unidad cultural y administrativa del estado español fueron –y son- duramente combatidos. Primero, siendo excluídos del juego político, después, cuando ya fue inevitable aceptarlos por la presión social, buscando continuamente la erosión de sus autonomías, y en la actualidad, prohibiendo, como ocurrió en la primavera de 2003, partidos políticos como Herri Batasuna o periódicos como Egunkaria, único órgano de prensa diaria redactado exclusivamente en vasco.
Precisamente el acoso del estado contra el País Vasco y Cataluña, recrudecido a partir de 2000 cuando la mayoría absoluta del Partido Popular, heredero biológico e ideológico del franquismo, hizo innecesarios los apoyos parlamentarios de los nacionalistas periféricos, ha sido, en ocasiones brutal. Acusaciones de connivencia con el terrorismo, campañas difamatorias lanzadas por los media (mayoritariamente afines a la derecha reaccionaria española) siguen tratando de eliminar cualquier vestigio de disidencia. No es para menos. Las campañas gubernamentales antivascas y anticatalanas tienen sus razones. Ambos territorios, que cuentan con un alto grado de autonomía administrativa y un nulo reconocimiento simbólico poseen muy buena memoria.
De hecho puede decirse que son amplios espacios de disidencia, en los cuales sus propios medios de comunicación difunden la memoria reciente del país y nos recuerdan el quién es quién en el estado. Exposiciones sobre Las cárceles del franquismo (2003), exhibida por el Museu d’Història Nacional de Catalunya o reportajes televisivos como Las fosas del silencio (2002), sobre los desaparecidos republicanos de la guerra o los primeros años de la dictadura, Los muertos olvidados de la transición (2002), que desmonta la leyenda rosa sobre este mitificado proceso, Operación Nikolai (2002), que recuerda la eliminación de los grupos marxistas heterodoxos a manos de los estalinistas durante la guerra civil, o Los niños perdidos del franquismo (2003), sobre el robo de niños republicanos por parte del establishment franquista, todos ellos pasados en horas de máxima audiencia, devienen la expresión pública de la disidencia, y cuestionan el orden actual, que debe más a 1939 que a 1975, cuando el dictador murió en la cama de un hospital.
Pero si bien el orden actual requiere de amnesia y manipulación, se necesita un tercer ingrediente para poder asegurar la cohesión de un estado surgido de un régimen totalitario. Y éste es el miedo. El miedo es un sentimiento ampliamente arraigado en la sociedad española. Es la argamasa que permite a los ciudadanos mantener la adhesión psicológica a sus maltratadores. Es la fuerza que permite soportar los desequilibrios sociales, mantener las lealtades políticas y los clientelismos locales. El miedo fue durante el franquismo el motor de construcción del presente. La generación de nuestros padres sentía un miedo real, físico y próximo a ser denunciado o considerado como rojo o desafecto, a ser golpeado, encarcelado o, simplemente excluido. Y ese sentimiento que consigue la fragilidad individual, por supuesto, fue transmitido a sus hijos. Aquellos terribles cuarenta años de guerra contra todo aquel que no creyera en los valores de la España Nacional consiguieron desmovilizar a una mayoría silenciosa de súbditos del estado que no llegaron jamás a conquistar la categoría de ciudadanos. Muchos años después, si damos un repaso al azar de cualquier informativo o programa televisivo, podremos percibir una cierta adicción al miedo.
Recientemente la violencia de género se ha convertido en un tema estrella, a pesar de que España presenta unas cifras muy inferiores a las de la Unión Europea, o aparece persistentemente la idea que la delincuencia inunda nuestras calles, cuando lo cierto es que los delitos bajaron durante la década de los noventa y en la actualidad las estadísticas indican un cierto estancamiento, o el terrorismo de ETA es presentado como uno de los grandes problemas del país, precisamente cuando en los últimos tiempos el número de atentados no supera la media docena anual. En este sentido, la España de Aznar ha seguido el mismo modelo de la neurotizada Norteamérica de Bush Jr.
Otra de las pesadas herencias de la dictadura, alentada por el neofranquismo triunfante del PP es la exhibición de la ignorancia. Ciertamente los cuarenta años de represión fueron épocas de un oscurantismo cultural promovido oficialmente, con la excepción de aislados núcleos disidentes. En la actualidad, en nuestro país existen unos elevados niveles de analfabetismo funcional y bajos índices de lectura entre la población adulta. De hecho, para 1991, menos de un 38 % de la sociedad española poseía estudios secundarios o superiores. La inversión educativa es una de las más pequeñas de la Unión Europea. Pero lo peor de todo, el neofranquismo triunfante ha fomentado una exhibición desprejuiciada de la ignorancia que persigue el desprestigio de la cultura, cada vez más substituida por el espectáculo. Aquí tiene mucho que ver una cierta berlusconización de los medios de comunicación, consistente en promover el exhibicionismo, sin complejos, de las miserias diversas de un país de escasa sensibilidad cívica en deplorables reality-shows de ínfima calidad, desde los cuales se transmite una serie de valores subliminales que asocian el compromiso a la radicalidad, el consumo a la diversión, el trabajo al desprecio y la picaresca al éxito. Programas como Gran Hermano u otros similares han generado una subcultura en que se glorifica lo vulgar y se sanciona lo inteligente, y que acaba por desactivar cualquier indicio de pensamiento crítico o reivindicativo a unas clases bajas cada vez más infantilizadas. Esta política cultural ha conseguido disolver la clase obrera. Hemos pasado del orgullo del despreciado al desprecio del orgullo. Muchos de los descendientes de los figurantes del corto verano de la anarquía, son hoy sumisos consumidores. Todo ello en una era glacial que ha congelado a la sociedad civil.
Divirtámonos hasta morir. La servidumbre voluntaria a los discursos oficiales de la España Nacional y sus reconvertidos seguidores.
La evolución social española de los últimos años podría asimilarse al enunciado con el cual el ensayista recientemente desaparecido, Neil Postman, criticaba la contaminación de la vida pública y las instituciones, producida por la televisión. Divirtámonos hasta morir podría ser el grito de guerra con el cual las generaciones que controlan el presente expresan su profunda alienación. Huérfanos de nuestro pasado, mutilada nuestra memoria colectiva, miedosos, los españoles demuestran ser altamente manipulables. Solamente así puede explicarse el comportamiento electoral y la anomia moral que rige la vida ciudadana. El estado ha tenido un gran éxito en este empeño de desactivación civil. Quizá sea ello lo que admira el presidente Bush de Aznar.
En este sentido, un buen ejemplo de cómo se puede dirigir impunemente el presente y condicionar el futuro, es la ruptura de los lazos generacionales. Como historiador que en ocasiones ha intervenido en actos públicos, puedo constatar que la labor que algunos intelectuales hemos tratado de desarrollar en la recuperación de la memoria histórica ha permitido que algunos viejos supervivientes de la historia que explicábamos han podido recuperar la dignidad que les fue arrebatada tras décadas de dictadura y de democracia amnésica. Muchas personas que vivieron aquellos momentos difíciles se acercaban, emocionadas, a agradecer que, después de demasiados años, alguien les reconociera. Miles de personas demasiado mayores, que habían permanecido año tras año en un exilio de si mismas, parapetadas tras un muro de silencio, han empezado a hablar, han vuelto a revivir. Pero, paralelamente a este proceso, sin duda justo y emotivo, no es difícil encontrarse ante la indiferencia y la frialdad de las generaciones más jóvenes, poco capaces, en ocasiones, de comprender la magnitud y trascendencia de los hechos en que participaron sus padres y abuelos, y cómo la frustración de sus antiguos proyectos determinan sus problemas cotidianos. Demasiado a menudo, muchos profesores de historia se lamentan del desconocimiento voluntario y exhibicionista de un sector importante de unos alumnos poco interesados por el pasado y escasamente esperanzados ante el futuro.
Hoy los diferentes grupos de edad coexisten en compartimientos estancos, incomunicados y sin apenas posibilidad de interacción, una más (y probablemente la principal) de las estrategias de disolución de los lazos sociales. La generación del 68 quizá pudo romper con los valores de sus padres, pero también ha intentado desesperadamente romper los lazos con la de sus hijos, considerados a menudo como un obstáculo para una realización personal generalmente fracasada. Todo ello se materializa con el exitoso confinamiento con el que se trata, en la actualidad, a jóvenes y adolescentes. Con el pretexto de protección, en la España de hoy, los ciudadanos de menor edad están encerrados en ghettos generacionales, condenados a no poder compartir espacios con otras personas de edades diferentes, a poder relacionarse libremente con los más mayores. Hace veinte años, los debates educativos versaban sobre cuestiones sobre la igualdad, el cambio hacia una escuela menos autoritaria, la selección de contenidos más plurales o la laicidad en unas instituciones en que la Iglesia mantenía, y mantiene, una desproporcionada presencia. Hoy ya no hay debates, sino una cruenta batalla para poder aumentar el calendario escolar y el número de horas de permanencia de los alumnos en las aulas. Hemos sustituido la discusión de los valores por una política carcelaria. Muchos padres presionan a las autoridades para que los niños puedan pasar más tiempo en la escuela, para así facilitar su propia sobreexplotación, a partir del incremento de su ya larga jornada laboral, acompañada de una flexibilidad que a pocos beneficia.
Pero, aparte de este aislamiento de las jóvenes generaciones, a las cuales se las despoja de sus principales espacios educativos: el hogar, la familia, la calle, las asociaciones o el trabajo, existen otros temas que son muy reveladores sobre la evolución social española, y quizá ligado a cuestiones que tienen mucho que ver con lo que en la actualidad sucede en las aulas. La llegada de la nueva inmigración proveniente de áreas geográficas empobrecidas, especialmente de África y Latinoamérica, ha destapado numerosas actitudes racistas entre una sociedad que, apenas una década atrás, se autodefinía como tolerante y acogedora. Hoy en cambio, las clases medias y buena parte de las bajas envían a sus hijos a escuelas privadas religiosas para evitar mezclarse con inmigrantes pobres. Y el estado subvenciona esta actitud generosamente. En España, la pobreza, a imitación del mundo anglosajón, se ha convertido en un pecado.
Todo ello confluye en un fenómeno bastante significativo, y éste es el del síndrome de la clase media. A pesar de que en España la renta per capita es de las más bajas de la Unión Europea, que la mayoría de españoles no poseen estudios secundarios, que menos de una quinta parte es lectora habitual de prensa y que la precariedad laboral afecta a más de un tercio de la población activa, los españoles, a partir de un consumo compulsivo y de su fe en los discursos oficiales, se autodefinen como clase media. El Partido Popular ha enviado machaconamente un mensaje a la población que ha acabado calando hondo entre la mayoría de la población, que España va bien y su política económica ha permitido conseguir tales cuotas de prosperidad que les hace creer en la ilusión de vivir en un país desarrollado (confundir consumo con bienestar suele ser demasiado frecuente). Ello ha generado una serie de actitudes que han ocasionado un sólido apoyo electoral al Partido Popular y la asunción mayoritaria de unas ideas políticas que la oposición trata de imitar; que los impuestos son malos, que las privatizaciones son buenas, que la especulación es una forma fácil de enriquecerse, que el egoísmo es un sentimiento positivo, y que debe eliminarse del diccionario la palabra solidaridad para volver a escribir con letras doradas la de caridad.(7)
Este síndrome de clase media ha producido, sin duda, una revolución en las mentalidades de la mayoría de españoles. Voy a narrar dos anécdotas. La primera se produjo en el instituto de enseñanza secundaria de una población catalana habitada en más de dos tercios, por inmigrantes procedentes de los ámbitos rurales del sur de España. En la clase de historia, cuando el profesor preguntó cuantos de sus padres habían pasado por la experiencia de la emigración, nadie levantó la mano. Ante la insistencia del enseñante, uno de sus alumnos contestó lacónicamente, que sus padres no habían emigrado, habían hecho un cambio de domicilio. Cualquier cosa que les asimilara a la inmigración actual, que les recordara un pasado de pobreza, representaba una auténtica ofensa. La amnesia, no solamente ha triunfado, sino que se ha convertido en una droga adictiva. La segunda anécdota la explica el escritor Antoni Puigverd en un reciente artículo (8). El autor narra que recientemente decidió pintar su casa y para ello marcó el número de unos presuntos profesionales que ofrecían precios muy ventajosos. El día convenido, el pintor, que llevaba escrito en su cara y acento su pasado de emigrante proletario, le hizo un presupuesto rápido, mientras que un inmigrante ecuatoriano cargaba con todas las herramientas. Durante la semana, el pintor no volvió. Todo el trabajo lo hizo el pobre ecuatoriano que no solamente cobraba una décima parte del precio acordado, sino que además comía insuficientemente y tenía que vivir bajo el techo del amo. Puigverd, afectado por esa situación, pero también intrigado por su instinto periodístico, le dio, aparte de comida, un número de teléfono por si tenía problemas, e indagó más profundamente en la situación. El pintor profesional tenía un ejército de ecuatorianos en casa a los cuales ordeñaba impunemente dada su condición de indocumentados desesperados. Puigverd reflexionó cómo aquel pintor, probablemente andaluz, que debió pasar en su juventud las miserias de la emigración, posiblemente antiguo de izquierdas, se acabó adaptando satisfactoriamente a la lógica capitalista y así se convirtió en un frío explotador ahora, ensalzado por los mensajes políticos del PP. Si la derecha (y subsidiariamente la izquierda) enaltecen los instintos egoístas de los individuos, lograremos crear, como ahora, una España con los peores defectos y ninguna de las virtudes de clase media, ruin, indiferente, insolidaria, pero a su vez terriblemente frágil, miedosa y manipulable.
La desigualdad es una droga fuertemente adictiva. Y en combinación con la amnesia, con el olvido del pasado reciente, pueden resultar altamente peligrosos para los equilibrios sociales y la salud mental de los individuos. Pero lo cierto es que en España se ha olvidado muy rápidamente que provenimos de un pasado muy reciente de miseria, ignorancia, pobreza, precariedad. Y objetivamente, a pesar de que nuestros políticos y televisiones nos repiten una y otra vez que pertenecemos al mundo desarrollado, lo cierto es que somos un país en el cual más de un veinte por ciento de la población es, según criterios estadísticos objetivos, pobre (9). Pero ser pobre hoy, en la España aznariana desarrollista, a diferencia de la tradición católica, es un castigo divino y una vergüenza social. La idea de pertenecer a una clase media (disfrutando de los privilegios económicos y sin tener que cargar con las obligaciones cívicas y educativas que estas suponen) implica situaciones esperpénticas y fascistoides. Dos anécdotas más. En varios juegos de videocónsolas para adolescentes, existe la posibilidad de apalear vagabundos. Aunque sea simbólicamente, este tipo de violencia gratuita y aberrante, que por cierto no resulta infrecuente en las calles de algunas ciudades españolas, es considerado, por bastantes jóvenes como algo normal, y en cambio no ha causado ningún escándalo, hasta el momento, entre los medios de comunicación. Segunda anécdota, otra vez de escuelas. Un profesor explica que durante el presente curso, en el momento de tratar la cuestión de la esclavitud en el Imperio Romano, quedó helado cuando se dio cuenta de que la mayoría de sus alumnos se sentían más identificados con los privilegios del amo que con el sufrimiento del esclavo. El profesor, como el historiador que redacta este artículo, que creció en un contexto en que la conciencia de clase era todavía una realidad tangible y que marcaba unas convicciones más o menos sólidas, quedó escandalizado al percibir la anomia moral que imperaba en su clase, formada mayoritariamente por hijos y nietos de trabajadores industriales (10).
Cautivos y desarmados. La España actual, un modelo avanzado de berlusconización postmoderna.
El último parte de guerra del ejército franquista, el 1 de abril de 1939 rezaba así: Cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos. La guerra ha terminado. Ciertamente, el franquismo ha conseguido sus últimos objetivos. Como acabamos de ver con los chicos que estudiaban el Imperio Romano, la conciencia de clase, condición necesaria para poder plantear algún tipo de cambio social, prácticamente ha desaparecido. Las luchas sociales han sido substituidas por un consumo compulsivo. El interés del universo libertario para conseguir la liberación individual a partir de la conquista de una cultura propia, ha sido canjeada por el exhibicionismo de la ignorancia. El modelo de espectáculo, inspirado por las prácticas de vulgarización del berlusconismo mediático, ha triunfado. Hoy la sociedad española, exceptuando unas minorías no demasiado activas, se halla ante una parálisis social. Sí, a menudo, Freud vuelve en breves espacios y nos recuerda que existe un inconsciente colectivo que normalmente mantenemos a raya. Así, pueden organizarse exitosas huelgas generales contra la política laboral del gobierno en 1988, en 1993 o en 2002. Pueden incluso manifestarse un millón de personas por las calles de Barcelona en protesta por la guerra de Iraq, como sucedió en febrero de 2003. Puede persistir un cierto sentido de autogestión en buena parte de la sociedad en la cual hubo, sesenta y ocho años atrás una lección práctica de organización al margen del capitalismo. Pero hoy, el olvido, la alienación, la pérdida de conciencia, el miedo, la ausencia creciente de lazos sociales y espacios de convivencia, la ruptura generacional, impiden plantear en serio ninguna alternativa al capitalismo reinante. No solo eso, sino que además, esta posición de falsa seguridad de clase media hace precisamente frágil y vulnerable a la sociedad española. Sin vínculos ciudadanos, habiendo diluído casi todas las solidaridades, incluso la família, auténtico estado de bienestar substitutivo del ausente, los españoles son extraordinariamente vulnerables ante las presiones del capitalismo neoliberal, lo que permite incrementar impunemente la precarización y flexibilidad en las relaciones laborales, que la especulación inmobiliaria campe por sus respetos, o que la falta de protección social pueda hacer caer en la pobreza severa a millones de personas. En un contexto en el cual la política (los partidos) se ha profesionalizado intensamente y en el que los sindicatos acaban ejerciendo como una simple gestoría para afiliados y un lobby más en el diálogo social, apenas queda nada de un universo alternativo que los libertarios españoles tejieron pacientemente a lo largo de muchas décadas.
El corto verano del 36 es hoy un fantasma, alejado absolutamente de la memoria de los españoles. Pero, a pesar de todo, no hay que olvidar que a menudo los fantasmas pueden aparecerse cuando uno menos se lo espera, especialmente cuando se ignora su existencia. Porque la historia siempre es terriblemente terca. Al fin y al cabo, como explicaba Pete Seeger en su canción, sobre las tumbas de los muertos acababan brotando flores que quizá alguien recogerá.
Where have all the graveyeards gone?
Long time ago
Where have all the graveyeards gone?
Covered with flowers every one
When will we ever learn?

Un epílogo necesario. El espejismo de marzo de 2004
El presente artículo fue redactado en febrero de 2004, poco antes que una decena de terroristas islámicos dejaran sus letales mochilas en los trenes de cercanías de Madrid. Pero las bombas no solamente explotaron en las proximidades de la estación de Atocha y segaron la vida de los centenares de personas que acudían a su trabajo. También se llevaron por delante el orden pacientemente construido por Aznar y sus colaboradores. Desgraciadamente, aquella semana que vivimos peligrosamente, nos dio la razón a aquellos millones de ciudadanos ajenos a los partidos que nos manifestamos un año antes contra la guerra de Irak. La estupidez e incompetencia con las que los gobernantes del Partido Popular gestionaron la crisis generada por el atentado supuso su destitución en las urnas tres días después, tras una revuelta cívica y espontánea, y concedieron el poder contra todos los pronósticos, a la oposición socialista.
Hasta aquí, el guión comúnmente aceptado. Pero, ¿qué es lo que ha cambiado? ¿qué es lo que puede cambiar? Los adictos a los análisis fáciles creen que mucho. Los que observamos desde la periferia y tenemos tendencia a abusar de la perspectiva histórica, pensamos que las formas pueden resultar afortunadamente más suaves, pero los contenidos, en esencia, pueden resultar bastante similares.
Ciertamente, la inesperada victoria de José Luis Rodríguez Zapatero tuvo como primer e inmediato resultado una relajación del clima político del país, enrarecido hasta hacerse casi irrespirable a lo largo de la última legislatura. La hostilidad contra los nacionalismos vasco y catalán, la sumisión a la agresiva política exterior de Estados Unidos, la insensibilidad ante la agudización de los problemas sociales como la precariedad laboral o la especulación inmobiliaria, el enfrentamiento entre territorios por la cuestión de Plan Hidrológico Nacional (PHN) (11) y la prepotencia exhibida por sus representantes, muy cercana a la de aquella clase de especuladores sin escrúpulos ni cultura que se enriqueció profusamente durante el franquismo, consiguieron que muchísimos ciudadanos anónimos, por primera vez en su vida, discutieran abierta y apasionadamente de política. Así, los primeros cien días del nuevo gobierno socialista sirvieron para deshacer aquello que tanto había molestado a buena parte de la sociedad civil. Es de esta manera que puede entenderse la inmediata retirada de las tropas españolas en Irak, la voluntad de diálogo con Vitoria y Barcelona, la derogación del PHN, el anuncio de diversos planes más o menos ambiciosos para conferir un tono más social a la nueva legislatura o la declaración inicial del presidente entrante de ofrecer una mayor humildad en el estilo de gobernar. Y la verdad es que, contrariamente a lo que podía suponerse, durante las semanas posteriores al atentado el ambiente político mejoró notablemente. Tras graves tensiones, hoy el país vive un clima social más tranquilo.
Pero este balance, que podría considerarse positivo, que desprende aroma a ruptura con el pasado, esconde abundantes y profundas continuidades. A pesar de las apariencias, los resultados de las elecciones del 14 de marzo, realizadas bajo el impacto emocional de los atentados y las evidentes mentiras con que nos obsequiaba el ministro del interior Ángel Acebes, no supusieron ningún giro copernicano. El Partido Popular, perdió escasamente 590.000 votos, al pasar de 10,32 millones en 2000 a 9,63 en 2004, aunque su porcentaje relativo descendió del 44,52 % al 37,64%, apenas menos de nueve puntos porcentuales. Ello significa que, a pesar de todo lo que cayó encima en aquellas setenta y dos horas de brutal intensidad, y aún desmintiendo a las encuestas que auguraban únicamente un suave desgaste de la coalición gobernante, el Partido Popular, encarnación política del franquismo sociológico mantiene hoy un apoyo social muy sólido, que se corresponde, a grandes rasgos, tanto social como geográficamente, a la España Nacional que obtuvo el poder mediante una conspiración militar en julio de 1936. ¿Qué es lo que ocurrió, pues? Ciertamente, a pesar de la evidencia de las mentiras ofrecidas por el ministerio del interior, especialmente obvias la tarde del día 12 de marzo, cuando se anunciaron las primeras detenciones y el hallazgo de cintas magnetofónicas con pasajes del Corán en el vehículo abandonado por los terroristas, casi diez millones de españoles seguían confiando ciegamente en un gobierno que sostenía, contra cualquier lógica y racionalidad, la autoría de ETA. Quizá medio millón se abstuvo de acudir a las urnas por la sombra de la duda. El cambio fue precipitado por los millones de abstencionistas habituales que se movilizaron para evitar que el partido de Aznar volviera a ganar (se pasó de un 69,98 al 77,23% de participación electoral), con una estrategia de voto útil para poder echar del gobierno a un partido que repetidamente se mostró indigno de ocupar el Palacio de la Moncloa.
Si hilvanamos más fino percibimos que el factor principal que desencadenó el cambio fue el geográfico. Andalucía, tradicional feudo socialista, pero sobre todo el País Vasco y los siete millones de habitantes de Cataluña, donde el partido gobernante apenas obtuvo el 15 % de los sufragios, por detrás de los socialistas, nacionalistas moderados y de los independentistas republicanos, decidieron el cambio. No es de extrañar, puesto que la obsesión nacionalista española de Aznar se creó grandes enemistades en la periferia, aunque precisamente ese discurso antivasco y anticatalán ofrece como contrapartida grandes apoyos en la España profunda, en las regiones tradicionalmente católicas y conservadoras.
En esta extraña situación, la derecha española no muestra ningún sentido de culpa. No ha habido, en el partido de Aznar, ningún examen de conciencia, al contrario. Inmediatamente después de su traumática expulsión del poder, desde sus incondicionales medios de comunicación (ABC, El Mundo, La Razón, Antena 3 y la mayoría de las emisoras de radio) han ido generando un discurso exculpatorio que otorga toda responsabilidad a una especie de contubernio de nacionalistas periféricos, Francia y medios próximos a los socialistas (El País, la Cadena Ser y el Canal Plus). Según esto, y como demuestran en la actual comisión de investigación del Congreso, en contra de toda evidencia, continúan manteniéndose en la posibilidad de que ETA tuvo alguna participación en el atentado de Atocha, y de que republicanos independentistas catalanes como Josep Lluís Carod-Rovira (sobrino nieto, por cierto, de un anarquista aragonés que comandó una columna libertaria durante la guerra civil en el frente de Teruel) conspiraron para conseguir movilizar a los ciudadanos en su contra, organizando manifestaciones vía SMS ante las sedes del Partido Popular la víspera de las elecciones. Salvando las distancias, es el idéntico discurso que el general Franco denominaba como la “Conspiración Judeomasónica”, es decir, que cualquier problema del país, desde el aislamiento internacional hasta la sequía, era culpa de los masones y de los judíos, comunidades numéricamente irrelevantes. Pero, puestos a hacer paralelismos, este pensamiento infantil y absolutamente maniqueo, simplista y apocalíptico recuerda al de la ultraderecha norteamericana, capaz de torpedear cualquier veleidad progresista. Sin embargo, su fuerza es muy sólida y posee una gran capacidad de influencia política, con el apoyo de una jerarquía católica crecientemente dominada por los sectores más reaccionarios del Opus Dei (algunos de cuyos miembros han sido ministros del último gobierno) u otras organizaciones sectarias similares como los Legionarios de Cristo (que cuenta con las declaradas simpatías de la esposa de Aznar).
Podría pensarse, pues, que las dos Españas volverían a organizarse. Pero falta un actor. La España negra parece sólida, pero la roja dejó de existir durante la transición, tarea a la que el PSOE y el PCE contribuyeron destacadamente al desmovilizar a los ciudadanos y firmar el pacto de silencio. Ya hemos hablado de las formas suaves del nuevo gobierno, pero en la historia reciente española, los años en los que el PSOE estuvo en el poder (1982-1996), con Felipe González al frente, demostró que los socialistas tenían un sentido de estado, una pasión por el orden y una perspectiva económico-social neoliberal muy superior a la oposición conservadora. El uso y abuso de la guerra sucia contra ETA, la falta de diálogo con los agentes sociales y su ortodoxa política económica así lo corroboran.
Y en la actualidad, a pesar del patente relevo generacional producido en el socialismo español, más allá de los primeros gestos motivados para apaciguar los ánimos exasperados por Aznar, los primeros signos del nuevo gobierno no invitan al optimismo. A pesar de su oferta de diálogo, mantienen una negativa absoluta a discutir el Plan Ibarretxe, un proyecto de constitución por el cual el gobierno vasco se dota de personalidad constitucional propia y que determina que la soberanía nacional corresponde al pueblo vasco, que será consultado para ello. En Cataluña, aunque aparentemente existe una buena sintonía con el gobierno autonómico, en manos de una coalición de socialistas, independentistas, antiguos comunistas y verdes, se está en pleno proceso constituyente, con la reforma de su estatuto. Pero, más allá de discusiones jurídicas, este trabajo en el que todas las fuerzas políticas participan, está motivado por tratar de superar la situación de frustración colectiva de veintisiete años de restauración autonómica y nulo reconocimiento simbólico de la nacionalidad catalana. Con el independentismo subiendo social y electoralmente hasta puntos desconocidos en la historia reciente, el PSOE se encontrará ante reivindicaciones como la creación de selecciones deportivas propias o la petición de un sistema de concierto fiscal similar al que disfruta el País Vasco.
Conociendo la historia, el choque con el socialismo español parece anunciado, e inevitable. Pero incluso los primeros pasos que han dado algunos nuevos ministros poseen inquietantes significados. El plan contra la violencia doméstica parece responder a la lógica del chivo expiatorio. La llamada violencia de género, con cifras muy por debajo de la media europea, ha sido magnificada por los medios de comunicación. El plan ministerial parece una manera fácil de culpar individuos aislados cuyo comportamiento resulta éticamente indefendible, dirigiendo las iras de la ciudadanía, en una especie de psicosis colectiva, contra personas que poseen problemas mentales y escasa capacidad de resistencia. En cambio, no ha habido ninguna ley que ponga fin a la precariedad laboral (que afecta al 33% de la población ocupada), o que movilice a los ciudadanos contra la economía sumergida (estimada en un 20% del PIB) Pero esto no es una particularidad española. En países anglosajones, en Francia y en Bélgica, este poder de movilización catárquica contra malvados es contra los pederastas.
Otras medidas delatan una filosofía errónea, o más bien la inhibición política ante el poder real. Tras veintidós años de políticas liberales, los especuladores inmobiliarios han hecho de España el país de la OCDE con peor coeficiente en la relación entre renta familiar y precio de la vivienda, de manera que existen problemas tan graves que incluso The Economist y el mismo Fondo Monetario Internacional han alertado a las autoridades españolas de los peligros de mantener los precios artificialmente altos. La respuesta del nuevo gobierno ha sido dar ayudas económicas y negarse a la única solución posible, es decir la intervención de precios. Pero, claro está, el ministro de economía socialista no es otro que Pedro Solbes, un ortodoxo economista, anterior comisario europeo que sancionaba a los países de la Unión por incumplir las directrices de Maastricht y que siempre estuvo imbuido de los valores de la Escuela de Chicago. Un ministro que defiende, por ejemplo, y en contra de los mismos socialistas catalanes, la libertad de horarios comerciales para converger con el modelo norteamericano de capitalismo salvaje. Suavidad en las formas, dureza en los contenidos.
Aznar enlazó con las peores tradiciones de la derecha española, la del franquismo y la del caciquismo de la primera restauración (1876-1923). Rudo, austero, corrosivo y vulgar, supo conectar con amplias capas sociales que se identifican con alguien como él, un antiguo funcionario (inspector de hacienda) de provincias que, hacia finales de los setenta, escribía diatribas en periódicos locales contra los excesos de la democracia y reivindicando la herencia política del franquismo. El PSOE parece también enlazar con su tradición de partido de estado, jacobino, preocupado por el orden y la cohesión política, con eficaces profesionales y gestores (de hecho sus miembros son mucho mejor valorados en la Unión Europa, como Solana, comisario de esteriores o Borrell, presidente del Parlamento de Estrasburgo) pero que durante la transición acató el orden que preparó Franco y renunció a la memoria. Aunque un pequeño gesto durante la investidura, protagonizado por Rodríguez Zapatero podría dar lugar a una reparación de la memoria. Al tratar de resumir los principios que pretendía guiar su acción política, recordó las últimas palabras que escribió su abuelo, un republicano fusilado por los franquistas durante la guerra civil; «Un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes».
Notas:
1. Der kurze Sommer der Anarchie. Buenaventura Durrutis Leben und Tod, título original de que es un ensayo sobre la figura del activista libertario Durruti, publicado en 1972 por Suhrkamp Verlag, Frankfurt
2. Una excelente reflexión sobre esta circunstancia la encontramos en el reciente libro de Rovira, Marta y Vázquez, Félix (coord); Polítiques de la memòria. La Transició a Catalunya. Pòrtic. Barcelona 2004
3. El citado manifiesto se encuentra publicado en diversas revistas. Uno de sus accesos a Internet es: http://www.nodo50.org/despage/El%20Bloque/combate_por_la_historia.htm
4. Edo, Luis Andrés; Ros, José; Sánchez, Galo; En relación con el caso “Scala”; Nueva ofensiva policíaca contra la CNT y el MLE. CNT, Barcelona 1980. También Muniesa, Bernat; Dictadura y monarquía en España. De 1939 a la actualidad. Ariel. Barcelona 1996, pp 212-215 y González, Alfredo; Calero, Juan Pablo; “La CNT en la transición” Orto; núm. 133, 2004; pp. 14-19
5. Fuente: Instituto Nacional de Estadística:http://www.ine.es/inebase/cgi/axi http://www.ine.es/inebase/cgi/axi
6. Salvador Cardús; Propostes d’intervenció per a la conciliació d’horaris escolars, laborals i familiars Publicacions de la Generalitat de Catalunya. Barcelona 2002. En la actualidad hay numerosas familias que no acaban sus jornadas hasta más allá de las ocho y las nueve de la noche.
7. Una reflexión extraordinariamente lúcida sobre una situación global que caracteriza al capitalismo postindustrial en Bauman, Zygmunt; Work, consumerism and the new poor. Open University Press. Buckingham, 1998
8. Antoni Puigverd; “Esclavos en casa”, El País, 19 octubre de 2003
9. Las estadísticas referentes a esta cuestión pueden consultarse en :http://cuarto.mundo.free.fr/MundoParaTodos/La%20Pobreza%20en%20Espana%20Datos%20Esenciales.htm http://cuarto.mundo.free.fr/MundoParaTodos/La%20Pobreza%20en%20Espana%20Datos%20Esenciales.htm

10. “La identitat a les aules. Taula rodona amb Cèlia Cañellas, Dolors Quinquer, Joan Maria Serra i Santiago Bocanegra”. L’Avenç, 287, gener 2004, pp. 37-44
11. Plan que suponía trasladar prácticamente el agua del Ebro que fluye por Aragón y Cataluña, territorios donde gobernaban partidos hostiles a Aznar, hacia la Comunidad Valenciana y Murcia, autonomías mayoritariamente afines a la derecha que buscaban el agua para desarrollar turísticamente la región a base de urbanizaciones, campos de golf y parques temáticos.