Un torturado cuenta su experiencia junto a Camacho en la prisión
Rafael Franguas, El País, 29.10.2010
«Cuando llegué a Carabanchel tras permanecer 13 días de interrogatorios y torturas ininterrumpidas en la Dirección General de Seguridad, en enero de 1971», cuenta el escritor Gonzalo Moure, «los estudiantes como yo estábamos en la tercera galería. Ellos, los dirigentes comunistas y sindicalistas, se encontraban aislados en la sexta galería, sin comunicación posible con nosotros. Sin embargo», añade Moure, «Marcelino se las arregló para venir con Lucio Lobato a visitarnos y participar en una reunión para darnos ánimos».
Moure prosigue emocionado: «Me llamaron la atención las palabras de aliento que me dirigía, la bonanza y la tranquila dignidad que irradiaban para confortarme de las torturas sufridas». Y aún añade un rasgo más: «La pulcritud de su atuendo, la limpieza que mostraba le otorgaban una dignidad que nos servía de ejemplo para no desplomarnos ante el sufrimiento que nos esperaba en la cárcel. Poseía una suerte de aura, de santidad laica», añade. «Nos daba la fuerza necesaria para resistir todo aquello».
Marcelino Camacho Abad, soriano de nacimiento, obrero de oficio y representante sindical por vocación, fue un hombre sobrio, de firmes convicciones igualitarias que cultivó desde su adolescencia. Amante de la lectura y de la conversación, asoció su incesante actividad política y sindical con un modelo de vida basado en la honestidad, la austeridad y el optimismo racional. Tan hondas convicciones igualitarias, comunistas, no estuvieron nunca en él reñidas con su cualidad de líder, de la que nunca abdicó. Su capacidad para generar confianza y afecto, lo que se ha denominado carisma, le aseguró casi siempre el voto de sus compañeros y su correspondiente elección como representante o delegado. Y ello en condiciones muy adversas por la proscripción total del sindicalismo y de la acción política por parte del franquismo, que sufrió en sus carnes durante 40 años.
Inteligente, riguroso consigo mismo y benevolente con sus compañeros, Camacho aplicaba con enorme rigor una de las características señeras de la cultura política comunista y que él amplió a la del sindicalismo: la organización de la lucha. Tal exigencia le procuraba situarse en posiciones por completo alejadas del aventurerismo, su verdadera bestia negra, dado su enorme compromiso personal por conseguir ahorrar a sus representados la mayor cuota posible de riesgos y sufrimientos derivados de la lucha. Esta vigilancia constante por eludir daños a los demás se hallaba en el origen de su estatura moral, encomiada por cuantos le conocieron, como sus compañeros de la Perkins. La policía franquista rara vez se atrevió a levantarle la mano, ya que le temía por la dignidad de su entereza y por el hondo afecto que generaba en los demás presos. Sus allegados le consideraron capaz de conjugar la audacia con la prudencia. Sus cualidades como negociador le granjearon asimismo fama de hombre de palabra, inteligente y justo. Camacho fue un líder nato que cosechó grandes triunfos gracias a su certera capacidad para medir los tiempos de arranque y culminación de las luchas obreras. Mas también supo ser el líder moral de los suyos en los episodios más sombríos de la represión, a la cual opuso su dignidad como escudo para los demás y arma suprema de su espíritu indomable.