Éditions Ruedo ibérico
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Prefacio


La bibliografía de la guerra civil española, todo y siendo extraordinariamente abundante -acaso un tanto excesiva pues buena parte de sus títulos son meras repeticiones carentes de interés-, deja todavía no pocas lagunas que colmar. No es de extrañar: las grandes conmociones politicosociales del pasado tuvieron, en sus raíces y en su desarrollo, el mismo trazo común. Errores interpretativos, deformaciones o embustes descarados se transmitieron de unos libros a otros durante lustros y a veces durante siglos. El padrinazgo de ciertos historiadores poco escrupulosos o la utilización por éstos de un documento o un testimonio más o menos veraz, han sido suficientes para prolongar o perpetuar la confusión.

En el caso español, la orientación capciosa de las informaciones oficiales durante la contienda, la prolongada prohibición posterior del acceso a los archivos detentados por los vencedores y la dispersión, destrucción u ocultación de los restos de archivos de los vencidos, así como el carácter parcial de los más de los testimonios publicados en los últimos años, han contribuido a deformar la significación de la lucha popular y muy particularmente la intervención destacada de los organismos integrantes del Movimiento Libertario en el sector de la producción industrial y agraria, la vida social de la retaguardia y la lucha armada.

El cerco de los falsificadores, no obstante haber sido agrietado inmediatamente después de la derrota por los estudios y relatos de militantes caracterizados, se ha mantenido largos años en virtud de la coincidencia de intereses de los adversarios tenaces de uno u otro bando. Ahora, en cambio, la verdad empieza a abrirse paso, y prueba de ello es el cúmulo de investigaciones y análisis que, tanto en las universidades extranjeras como en las españolas, vienen efectuándose alrededor de la obra colectivista y la transformación operada en plena batalla en la zona llamada republicana.

Estos aspectos, que la juventud descubre hoy como ejemplos de organización social «autogestionada» son, no cabe duda, los esenciales de la experiencia libertaria en los años 1936-1939. Pocos, fuera de las fronteras nacionales, se dieron cuenta entonces de su alcance verdadero. Hubo, sin embargo, como en toda regla, excepciones. Singularmente el socialista italiano Carlo Roselli -asesinado en Francia en 1937 por los encapuchados fascistas de Eugène Deloncle- consideró un «deber de justicia» iluminar a la opinión acerca de las características del anarquismo español, y combatiendo en sus filas en el frente de Aragón, hizo para Giustizia y Libertà, una descripción del «milagro» que contemplaba: «un milagro -decía- cuyo secreto está en la adhesión del pueblo a la revolución, en la capacidad de los sindicatos y en sus militantes».

Opiniones de esta especie, que no faltaron, cayeron poco menos que en el vacío. Al margen de los círculos afines apenas interesaban las realizaciones sociales y cualquier despacho de agencia sobre los problemas diarios, las combinaciones políticas y las alternativas militares acaparaban la atención general. Las referencias al anarcosindicalismo eran raras y casi siempre despectivas, sobre todo en lo concerniente a la contribución militar, pese a haber representado, desde el primer momento, la mayor proporción de fuerzas movilizadas. Dentro de la propia zona republicana la tendencia de la información dirigida fue semejante; mas, por fortuna, existía frente a ella una cantidad apreciable de publicaciones revolucionarias que, pese a la censura, corregían en lo posible los efectos de la intoxicación oficial.

Se conservan por el mundo colecciones más o menos completas de esas publicaciones, así como informes especiales de distintas unidades, pero su consulta, por lo visto, no ha interesado a los investigadores. Los propios organismos libertarios, si se exceptúan algunas evocaciones de los primeros episodios de la lucha armada y la etapa miliciana, tampoco han prestado la menor importancia a la participación de sus hombres en la prolongada campaña bélica. Son, en fin, escasos los testimonios directos divulgados, sin duda por estimar accidental, como militantes anarquistas, esa experiencia de su vida y no haber podido vencer la repugnancia en ellos enraizada respecto a todo cuanto se relaciona con lo militar. Mas, repugnancia aparte, hubo en lo militar una contribución considerable, y si bien no procede hacer a su alrededor especulaciones parciales y vanidosas, cabe decir que, sin tener presente ese concurso, nadie puede explicar honestamente la organización de los frentes de guerra, la resistencia opuesta al enemigo e inclusive el desarrollo efectivo de las distintas operaciones ofensivas del Ejército popular.

Por el contrario, la mayor parte de lo publicado en el aspecto militar, ya sea de tipo más o menos técnico, ya a modo de reportajes, memorias o relatos personales, suele ser tan señaladamente tendencioso que a menudo pasa por alto la existencia de unidades confederales, y aún se da el caso de ignorarlas en batallas que protagonizaron exclusivamente ellas mismas. De ahí la leyenda de que el peso de la guerra fue sostenido casi enteramente por uno solo de los sectores que componían el Ejército popular, o sea el comunista, mientras que las demás fuerzas, y en particular las libertarias, se pasaron el tiempo de juerga, rehuyendo el combate o corriendo sin parar cada vez que al adversario se le ocurriera asaltar las líneas. Eso es falso, miserablemente falso, y no se puede consentir que la falsedad perdure. Las carreras, como los errores, no se produjeron en menor grado ni tuvieron consecuencias más disculpables en los frentes o las operaciones de cuño comunista, pero siendo comunistas o aparentados quienes dominaron el aparato propagandístico desde que se creó el Ejército regular, ellos se las arreglaron para tergiversar la realidad e imputar a los demás sus lamentables retrocesos e imperdonables fracasos.

El testimonio ofrecido en estas páginas tiene, entre otras, la virtud de exponer de forma sencilla, tan exenta de ripios como de parcialismos, la participación de las unidades confederales en uno de los sectores más activos de la contienda: el del Centro. Su autor, Cipriano Mera, militante anarcosindicalista notorio, a quien sorprendió la rebelión militar tras los barrotes de la Cárcel Modelo de Madrid y que, tan pronto fue liberado, empuñó las armas para no abandonarlas hasta el último instante de la lucha, cuenta su experiencia directamente, sin rodeos de ninguna especie. Podía, pasados los años, haber eludido ciertos aspectos de su actuación doctrinariamente discutibles, como el del proceso que condujo a la militarización de las fuerzas libertarias. Fue en él no ya simple testigo, sino actor destacado, y en vez de silenciarlo o tratar de justificarlo con pretextos «útiles», refiere llanamente su intervención, sin rehuir sus responsabilidades. No las rehuye, a decir verdad, en nada. Y eso le honra tanto más por cuanto, antes de aceptar la disciplina militar, fue precisamente uno de los más obstinados defensores de la autodisciplina revolucionaria y sostuvo, en vano, la necesidad de una organización guerrillera que, desplegada en zona enemiga, se encargase de atacar sus puntos neurálgicos y favoreciera el reagrupamiento de los refractarios y la liberación de presos para batir en su propia retaguardia a las fuerzas levantadas contra el pueblo.

Deseada o no, la militarización se impuso por exigencias de la guerra. Los libertarios solos, insuficientemente armados, no podían implantar sus concepciones ni obligar a los demás, una vez estabilizados los frentes, a acatar sumisamente sus objetivos revolucionarios. Era tarde y no cabía que cada cual tirara por su lado. Ante esta realidad, los confederales de Madrid -como los de Asturias y el resto del Norte, luego imitados por los de Cataluña, Levante y el Sur- convirtieron sus milicias en unidades regulares, las cuales, bajo el mando único, se comportaron en los frentes y ejecutaron las operaciones correspondientes con tanta gallardía, por no decir más, que cualesquiera otros de los núcleos combatientes. Nadie puede discutirlo. Y menos, desde luego, aquellos que solapadamente lo han intentado, o sea los comunistas, en cuyas manos estuvo, desgraciadamente, la dirección militar durante casi toda la guerra. Su responsabilidad, por ello, es tan grave que más valdría que se callaran.

Este testimonio es ya una advertencia. A través de él no pocos de los mitos de la propaganda moscovita se desmoronan: la superioridad de sus milicias y la exclusividad del éxito de la defensa de Madrid, el desarrollo triunfal de la campaña de Guadalajara, lo de Brunete, etc. Hasta la «anticapituladora» tentativa insurreccional de los últimos días de la guerra en Madrid -reducida simplemente por una unidad de reserva del Cuerpo de Ejército mandado por Mera, frente a las tropas retiradas de las líneas por los tres Cuerpos de Ejército de obediencia comunista-, queda definitivamente desmontada. En este aspecto, el relato del acendrado militante e improvisado militar de la República tiene un valor documental de excepcional interés, y a él, obligadamente, tendrá que recurrir todo quien desee conocer y comprender las causas y el desarrollo de los sucesos finales de la lucha antifascista en la capital de España.

Se pueden notar algunas carencias en la explicación de ciertos hechos y sobrados pormenores en otros, pero ha de tenerse en cuenta que el autor no es un profesional de las letras, sino un trabajador, un albañil que en las postrimerías de su vida ha querido plasmar los recuerdos de la guerra y la derrota, lo que hace con toda naturalidad, ayudado unas veces por las notas conservadas y otras gracias a la memoria. Es, pues, tan importante el libro por el relieve confederal de su autor y el significado histórico de los hechos en que hubo de intervenir, cuanto por la simplicidad mantenida todo a lo largo del relato, sin desproporcionar los aciertos ni ocultar jamás las contrariedades o los fracasos. Narra el hombre lo que vio, sus propias vicisitudes como miliciano raso y hasta llegar a la jefatura de un Cuerpo de Ejército, su expatriación primera en África del norte, tan cargada de sobresaltos y penas, hasta el momento en que, reclamado por Franco, las autoridades francesas se lo entregaron indignamente, siendo, por último, condenado a muerte.

Queda por decir que, consecuente con su conducta, el luchador anarcosindicalista a quien debemos este relato vivió en la guerra con la misma sencillez que antes, y aun después de concluido su calvario, recuperada la libertad y reemprendido el trabajo cotidiano siguió sin dar la menor importancia a los cargos o misiones desempeñados. Así, cuando en los años 60 uno de los más valiosos militares republicanos, el coronel Perea, refugiado en México, viniera a verle a París para obtener de él su colaboración en una romántica tentativa insurreccional proyectada en España, Cipriano Mera le dijo que si bien personalmente podía contar con su simpatía, el apoyo que podría ofrecerle no le serviría para nada y en todo caso no era a él a quien debía pedírselo sino a la Organización. Insistió Perea sobre la significación de su concurso y, como evocara pasadas victorias, Mera repuso: - Todo eso concluyó en la guerra y, en mi caso, si bien no cabe renunciar a la lucha, ningún valor concedo a lo militar. Quiero decir que, volviendo a ser lo que fui antes, albañil, la única victoria de que me enorgullezco es la de la paleta. Lo demás, palique.

Por si esto no fuera bastante para caracterizar la rectitud del hombre, procede añadir que, todo y viviendo en el destierro -con su abnegada compañera Teresa- sin más recursos que los de un insignificante retiro obrero, ha rehusado varias tentadoras ofertas que pudieran cifrarse en cientos de miles de pesetas e incluso en millones por la publicación de este libro en Madrid o en Barcelona. Aun sin considerar el beneficio económico, la posibilidad de una gran difusión influyó para que algunos de sus íntimos le aconsejaran su edición en España, pero él, que en realidad no tuvo nunca muchas ganas de hacerlo, se opuso indignadamente a tal propósito al producirse, tras la eliminación del almirante Carrero, el vengativo asesinato legal del joven compañero catalán Puig Antich, ocasión en que escribió, más o menos, a sus proponentes: «No permitiré en modo alguno que se negocie con mi nombre en España mientras perdure la dictadura representada por el verdugo Franco». Puede sorprender una reacción parecida e incluso se calificará de sentimental, negativa o fuera de la realidad, pero es reflejo de una conducta, ejemplo de continuidad en una actitud que merece no ya sólo respeto sino reconocimiento y admiración. Nada más.


Fernando Gómez Peláez