Éditions Ruedo ibérico
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DICE EL SEÑOR JACKSON.


Muy señor mío:

En el número 93-94 del Boletín mayo-junio de 1974, aparece un comentario de diez páginas sobre mi Concise History of the Spanish Civil War. Les quedo muy agradecido por haberme dedicado tanto espacio. Al mismo tiempo hay muchas inexactitudes en el comentario, que exigen una rectificación y también interpretaciones que creo necesitan una respuesta. Empecemos con los errores:

1) En la página 8 se afirma que no he incluido en mi bibliografía «los magníficos libros de Bolloten y Malefakis». En la página 183 de mi libro aparecen las dos obras, caracterizando la de Malefakis, como «única en su análisis global».

2) En la página 15 del comentario se afirma que todas las ilustraciones son «antinacionalistas». Puedo ofrecer una lista parcial de fotos que provienen de fuentes nacionalistas y que de ninguna manera son antinacionalistas: reunión de Falange, página 37; voluntarios de Burgos, páginas 44-45; Generales Moscardó y Franco, página 57; el 1 de octubre de 1936, juramento del cargo en Burgos, página 80; foto autógrafa de José Antonio, página 111; el Valle de los Caídos, página 174.

3) En la página 5 del comentario se afirma que no hago la menor alusión al problema religioso. Las páginas 17-18 y 31-32 de mi libro contienen referencias a la cuestión escolar, al divorcio, a los partidos políticos católicos y a la actitud del Vaticano hacia la República. La foto de la página 14 muestra una iglesia incendiada.

4) Se sugiere repetidamente que no he utilizado las investigaciones aparecidas después de mi libro de 1956. En el prefacio hago referencia a la labor de cinco licenciados y un bibliotecario, especificando las áreas en que me han ayudado sus recientes trabajos. También hay notas, de pie de página, a lo largo del texto, de otros cinco investigadores, en algunos casos relativas a obras que todavía no se han publicado.

5) En la página 10 del comentario se me tacha de no mencionar ninguna de las monografías importantes publicadas en España en los últimos años. En la primera frase de la «bibliografía breve», afirmo que me he concentrado, dirigiéndome a un público anglo-americano no especializado, en los libros en inglés y en los temas en los que más se insiste en el texto. En una bibliografía más completa y en un libro escrito para un público español, hubiera incluido, desde luego, a todos los autores a que se refiere el autor del comentario.

6) En la página 12, el comentarista hace notar mi insistencia en el mayor volumen de ayuda extranjera recibida por los nacionalistas que por la República. Añade entonces, que el lector se sorprendería al saber que Franco debía menos de 200 millones de dólares a finales de 1938, mientras que la República había más que agotado unas reservas de oro de 578 millones de dólares, pagados por los suministros de Rusia. De hecho, los documentos oficiales españoles estudiados por mi colega, el profesor R. H. Whealey, de la Universidad de Ohio, demuestra que los nacionalistas gastaron aproximadamente 645 millones de dólares en suministros extranjeros. Las simples cifras en dólares no son el factor más importante. Los nacionalistas recibieron ayuda de Italia, Alemania, Portugal y de intereses empresariales privados de Gran Bretaña y Estados Unidos. Podían oponer unas ofertas comerciales a otras y elegir las mercancías competitivamente, como en su preferencia por los camiones americanos en lugar de los alemanes e italianos. Terminaron «debiendo» menos, en primer lugar, porque consiguieron mejores relaciones de intercambio en su transacciones comerciales y porque los italianos y portugueses, en particular, les ayudaron por razones ideológicas y no exigieron el pago en la forma en que lo hizo José Stalin, al tratar con la aislada República.

Además de los errores específicos que acabo de señalar, en el comentario hay un gran número de acusadas diferencias de interpretación en temas controvertidos. Los más significativos de esos temas, son los juicios cuantitativos-cualitativos sobre la intervención extranjera y la extensión de las ejecuciones nacionalistas en el período 1936-44.

Respecto a la intervención extranjera, las contradicciones entre las fuentes son indudablemente tremendas. Ramón Salas, por ejemplo, afirma en términos numéricos que la República recibió muchos más aviones de Francia y Rusia que los nacionalistas de sus aliados. El problema es que los corresponsales militares profesionales, como Carlos Gómez, Eddy Bauer y George Oudart, todos ellos pronacionalistas, encuentran que los nacionalistas tenían una superioridad aérea aplastante en todos los frentes, excepto al principio de la defensa de Madrid y en el primero o segundo día de Brunete o el Ebro.

Yo conocía estas contradicciones cuando estaba investigando los aspectos militares de la Guerra Civil, pero repetidas veces se me negó el acceso a los documentos utilizados por Salas. Tal vez sobre el papel, los republicanos tuviesen una fuerza aérea superior a la que todo el mundo observó que tenían durante la propia guerra, pero entonces habría que plantearse problemas como el del suministro de gasolina, repuestos, pilotos instruidos y mecánicos. Todavía hoy queda mucha investigación por hacer sobre cuestiones técnicas militares, y espero que pronto sea posible, para investigadores de todas las opiniones, ver los documentos y analizarlos de una forma crítica.

Todo esto resulta más importante incluso en cuanto a la extensión del terror en ambos bandos. El comentarista puede creer, como escribe en la página nueve, que yo me he sacado de la manga la cifra de las ejecuciones. Evidentemente no ha discutido el asunto con muchos oficiales nacionalistas horrorizados de los actos de que fueron testigos o en que participaron, y se siente capaz de descartar como «libelo» los testimonios escritos por hombres, tales como Ruiz Vilaplana y Ayerra Redín. No serviría para nada que polemizásemos sobre cada una de las fuentes parciales, y en gran medida orales, que he utilizado para las estimaciones de la extensión del terror. Los historiadores del Régimen llevan treinta y cinco años hipnotizados con la versión de la guerra dada por los vencedores. Los exiliados se llevaron pocos documentos, y el pueblo consciente, en el interior de España, sabe que es mejor para su seguridad no hablar públicamente o escribir sobre los masivos asesinatos nacionalistas de sus oponentes políticos.

Me gustaría sugerir un enfoque serio y objetivo del problema global. En 1937, treinta y siete años después de la declaración de la primera guerra mundial, fue finalmente posible el que un grupo de investigadores franceses y alemanes llegaran a un consenso respecto a las responsabilidades de la iniciación de esa guerra. Acaso llegue pronto el momento en que un grupo de historiadores nacionales y republicanos sea capaz de evaluar libre y totalmente todas las pruebas disponibles y llegar a una estimación aceptable para ambos, del total de ejecuciones políticas.

Finalmente, después de haber conseguido que se me dedicara en el Boletín un largo comentario, a veces halagador, cabe esperar que los españoles puedan adquirir legalmente, en fecha próxima, mis libros, The Spanish Republic and the Civil War (1965), Historian's Quest (1969) y A Concise History of the Spanish Civil War (1974), cuya distribución pública no ha sido autorizada en España a pesar del repetido interés de las editoriales.


JESUS SALAS CONTESTA.

Cuando escribía la crítica del libro A Concise History of the Spanish Civil War que se publicó en el número 93-94 del Boletín de Orientación Bibliográfica, llegué a dudar de si su autor, Gabriel Jackson, era un historiador profundamente equivocado o se trataba de un caso de mala voluntad y tergiversación deliberada. Después de muchas vacilaciones, me pareció que la primera interpretación era la que se ajustaba mejor al caso estudiado, y en ese sentido planteé la crítica.

La carta que ahora escribe Jackson al Boletín y que antecede a estas líneas parece confirmar dicha apreciación, lo que resulta altamente satisfactorio para el Boletín y para el propio Jackson.

El texto de la carta puede dividirse en tres partes. En la primera, el autor se queja de seis errores que, según él, se deslizaron en la crítica del Boletín y que exigen una rectificación. La segunda parte, más importante, versa sobre las grandes diferencias de apreciación de los diversos historiadores acerca de los fundamentales temas de la aportación extranjera, en cantidad y calidad, y de las bajas definitivas debidas a la Guerra Civil. Finaliza la carta con un interesante ofrecimiento de investigación en común, aunque desgraciadamente lo limita al último tema citado.

Por seguir el mismo orden de la carta de Jackson, comenzaremos por el asunto menos trascendente, el análisis de los seis puntos que considera errores del crítico, para pasar luego a los aspectos más generales e interesantes.

Jackson tiene razón en el primero de los casos, aunque el error no proviene del crítico, sino de la suerte. El texto previsto era el siguiente: «La historia política y social de la parte de España adicta al gobierno de Madrid-Valencia-Barcelona es fácil de sintetizar después de publicados los magníficos libros deBolloten y Malefakis que por cierto no son citados por Jackson en su bibliografía, para la historia interna de la zona gubernamental (pág. 184)», pero el mecanografiado enviado a la editora omitió las palabras finales del texto previsto. El comentarista avisó del error, pero el aviso no llegó a los tipógrafos. Efectivamente, Jackson cita en su bibliografía los libros de Bolloten y Malefakis, pero no referidos al capítulo cuarto, que es el que se estaba comentando cuando se hacía esta referencia.

En el segundo caso, Jackson no ha interpretado acertadamente lo escrito por el Boletín, que era lo siguiente: «Las ilustraciones son una parte importante del libro, y constan fundamentalmente de una buena colección de fotografías y una serie de reproducciones de carteles de propaganda, todos antinacionalistas». Está claro que se expone la existencia de dos tipos de ilustraciones, fotografías y carteles de propaganda. Respecto al primer tipo de ilustraciones, el crítico reconocía textualmente la existencia de «Una buena colección de fotografías». Sólo al referirse a los carteles, utilizaba la frase «todos ellos antinacionailes».

Jackson se defiende, de lo que nadie le ataca, con una relación de fotos que no considera antinacionales, o sea que, dicho con otras palabras, contesta por el método Ollendorf. El Boletín había calificado la colección de fotografías de buena; sobraba, pues, todo comentario adicional. Lo atacado eran los carteles, «todos ellos antinacionales», y sobre esto Jackson no tiene nada que replicar.

El párrafo que Jackson refuta en tercer lugar es el siguiente: «Continúa este primer capítulo con una muy favorable interpretación de la República que, según Jackson, no se afianzó por dos importantes factores: el agudo problema del campesino sin tierras, y el auge del fascismo en Europa. No se le ocurre hacer la menor alusión al grave contencioso religioso, ni a las consecuencias de la crisis económica mundial de 1929». La contestación es sorprendente: en las páginas 17 y 18 hay alusiones al problema escolar y al divorcio. Esto confirma en vez de contradecir, la acusación de que escamotea el contencioso religioso como uno de los más importantes factores que impidieron el afianzamiento de la República, que el historiador y diputado socialista, Ramos Oliveira, tan poco sospechoso de parcialidad a favor de la Iglesia, consideró como el error más grave de dicha República, al anteponer el rencor anticatólico a otros cometidos más urgentes, y que llevó a Alcalá Zamora a dimitir la presidencia del gobierno provisional, por su causa, lo que es ignorado en la obra comentada. Jackson añade que en las páginas 31 y 32 habla de los partidos católicos y de la actitud del Vaticano, páginas que pertenecen al capítulo segundo, que no es el comentado en el párrafo transcrito; en el libro de referencia se alude a problemas parciales relacionados con la Iglesia en otras varias páginas como puede comprobarse por la propia crítica del Boletín; lo que se ignora es la existencia de un grave contencioso religioso.

Los que Jackson numera como errores 4.° y 5.°, se refieren al mismo hecho, su inmovilismo ante las recientes investigaciones históricas publicadas en España. El Boletín 93-94, decía textualmente: «Jackson, con anterioridad a este libro ha dedicado otras dos obras al tema de la guerra de 1936-39. The Spanish Republic and the Civil War 1931-36, y The Spanish Civil War: Domestic Crisis or international Conspiracy. Estos volúmenes vieron la luz en 1965 y 1966. respectivamente, y desde entonces han pasado ocho decisivos años para la historia del periodo considerado, que han visto salir a la luz en España documentos y originales, trabajos que ya no pueden ser ignorados. De aquí el interés de este nuevo libro, como índice de la receptibilidad de Jackson ante las nuevas aportaciones históricas que contradicen sus teorías.

En general, puede decirse que Jackson ha reaccionado en inmovilista, tratando de soslayar lo que no puede ser soslayado.

Sus libros de 1965 y 1966 no eran acertados, pero la carencia de obras de conjunto fundamentales, la ausencia de monografías documentadas y la juventud del autor, los hacía aceptables.

Su volumen de 1974, cuando Jackson ha sobrepasado los cincuenta años y lleva más de tres lustros estudiando el tema, en momentos en que Martínez Bande y los hermanos Ramón y Jesús Salas han aportado cuantiosos datos inéditos en sus monografías; Ricardo de la Cierva, Palacio Atard y Seco Serrano, entre otros, han publicado estudios importantes, sin olvidar a Tussell, Casas, Gárate, Sevillano, etc., estudios y datos que no son recogidos, se nos presenta como obra de poca calidad y, lo que es más grave, como exponente de la máxima propaganda antinacional que la opinión pública mundial de hoy en día es capaz de aceptar.

No parece serio tratar de explicar la ausencia de referencias a obras españolas fundamentales, que aportan datos esenciales, anteriormente no conocidos, alegando preferencia a la bibliografía de habla inglesa, como consecuencia de la audiencia anglo-americana de la obra, máxime si luego se alude al interés del autor por difundir su obra en España. ¿No será más fácil esta discriminación, porque los textos de habla inglesa están más próximos a los puntos de vista del autor que los españoles olvidados?

Lo que Jackson llama error 6.° nos introduce ya en un tema mucho más importante y que merece la pena ser comentado en profundidad, el de la intervención extranjera en la Guerra Civil. Sobre este tema el Boletín 93-94, escribía: «En cuanto a las aportaciones extranjeras, Jackson hace un buen relato de las ayudas iniciales, aunque adelante al 5 de agosto el primer uso del «Ju-52», en acción de guerra con tripulaciones alemanas (pág. 50), y asegure que el 8 de dicho mes el Gobierno francés cerró la frontera de los Pirineos (pág. 50). A partir de este momento es rara, sobre este tema, una sola afirmación seria. Los aviones traídos por Malraux, según él, databan de la primera guerra mundial y eran «Breguets», con una velocidad máxima de 70 millas por hora; «Nieuports», de 1918 y de «Havillands» (pág. 59). Alemania envía desde agosto, un barco con suministros militares cada cinco días (pág. 59); Italia cede varios destructores en 1936 (pág. 60); la marina inglesa favorece a Franco (pág. 61); Tánger mantiene una neutralidad benevolente hacía los nacionales (pág. 50); en el asalto a Madrid había centenares de cañones de 88 milímetros (pág. 99), y dos batallones germanos de ametralladoras por columna (pág 100), etc.

Por el contrario, la URSS no envió barcos con material de guerra hasta la segunda mitad de octubre; seis y ocho a Levante (pág. 60) y uno a Bilbao (pág. 124); en la defensa de Madrid escasearon las armas y la munición (págs. 93 y 99); en Vizcaya sólo había unos 40 cañones (pág. 123); en Brunete participaron tres brigadas internacionales, con la mayor parte de sus componentes españoles; las ametralladoras usadas por los gubernamentales eran de la época de Verdún y 80 cañones Vickers-Armstrong, utilizados habían sido fabricados para las tropas zaristas en 1916; todos los pilotos de los aviones de procedencia rusa eran españoles (pág. 130); en estos días Negrín no contaba con suficientes aviones que enviar al Norte (pág 131); los tanques rusos dieron peor resultado que loa alemanes porque estos llevaban tripulaciones de origen y los otros no (pág. 138)

En cuanto a los voluntarios, cifra en 70.000 los italianos que había en España en marzo de 1937 (pág. 149) y en 20.000 los portugueses (pág. 60), y supone que entre internacionales y rusos no llegaban sino al 25 por 100 de los efectivos extranjeros en zona nacional (pág. 150), y asegura que los 10.000 italianos que salieron de España en octubre de 1938 fueron reemplazados por 11.400 que llegaron a Italia (pág. 152). Las afirmaciones de esta larga lista son de muy diversa importancia, y muchas de ellas no merecían la pena de haber sido reproducidas. El interés de su presentación general reside en comprobar que no es que Jackson se equivoque de cuando en cuando al tratar este tema, sino que, por el contrario, la excepción es cuando acierta. Sirve también para demostrar cuan falta de método y sistema es la presentación de Jackson en este fundamental asunto del que apenas hay referencia en el capítulo dedicado a las relaciones internacionales. La impresión que se percibe a lo largo de todo el libro es que el bando gubernamental estaba aislado y que el poco material que recibía era anticuado e inservible, frente a la gran abundancia en que nadaban sus adversarios; de aquí la sorpresa del lector al enterarse, en las páginas 152 y 153 que la URSS agotó con suministros el depósito aurífero, valorado por Jackson (por exceso) en 578 millones de dólares, y que la suma de las deudas de Franco a Alemania e Italia no alcanzaban los 200 millones de dólares, a finales de 1938.

En contra de este largo alegato de tres párrafos completos, con abundancia de citas, aparte de otras reproducidas en diversos fragmentos de la crítica, lo único que Jackson acierta a argüir, es que la cifra de 200 millones de dolara es muy baja, como ha demostrado su colega Robert H. Whealey, profesor de la Universidad de Ohio, que eleva a 645 millones de dólares los suministros extranjeros al bando nacional. Esto confirma que el libro de Jackson estaba equivocado, pues es dicho libro quien aporta el dato de los 200 millones de dólares (en realidad dice, en la página 152, de 100 a 200 millones de dólares), pero nunca el Boletín que no hace sino reproducir con ironía, lo que Jackson escribió.

El comentarista conocía lo escrito por Whealey en 1971 (MacMillan and Co. Ltd. The Republic and the Civil war in Spain, cap. 11), y en su traducción española 1972 (Ediciones Ariel, S. A., La República y la Guerra Civil en España, cap. 11) con todo lo que suponía de superación de las nebulosas anteriores y con los numerosos errores aún subsistentes. Había estudiado el tema en el libro La intervención extranjera en la guerra de España, sacado a la venta en 1974 por la Editora Nacional, pero terminado de escribir dos años antes. Por ello estaba al tanto de que las dos cifras citadas por Jackson eran erróneas, y esa es la razón de que la incluyera en la relación de inexactitudes del autor del libro comentado, equivocaciones éstas tanto más de destacar, cuanto que probablemente sean las únicas en contra de las tesis generales del libro.

Jackson valoró en 578 millones de dólares el depósito aurífero enviado a la URSS, algo por debajo de lo establecido por Whealey, pero aún por exceso, ya que su estimación está basada en admitir que las 510 toneladas de oro remitidas eran de oro fino, cuando en realidad se trataba de oro aleado. La estimación mínima correspondería a aceptar una ley del 83,5 por 100 para la aleación, en cuyo caso el contravalor del oro sería algo menor a 500 millones de dólares. Más probable es que la ley de los lingotes fuera del 90 por 100, lo que nos llevaría a una valoración del orden de 520 millones de dólares. No debe descartarse, sin embargo, el que Jackson y Whealey se aproximen más a la realidad, a fin de cuentas, ya que parte del tesoro se componía de monedas acuñadas, de valor muy superior al que correspondería a su peso en oro.

Como vemos, parece que Jackson sobrevalora la cotización del oro enviado a Rusia, pero, en contrapartida, no consideró la parte del tesoro aurífero que fue a Francia, nada desdeñable.

La cifra de 100 a 200 millones de dólares para la deuda de Franco a Italia y Alemania a finales de 1938 no sé de donde la sacaría Jackson. Los 645 millones de dólares en suministros, a que ahora alude en su carta, superan en mucho a los que dedujo Whealey, que, a su vez, están calculados por exceso. Whealey se ha basado en datos de los documentos diplomáticos alemanes e italianos y no en documentos oficiales españoles como asegura Jackson en su carta.

Vemos, pues, que la estimación anterior de Jackson para la ayuda italo-alemana era baja, y la actual exagerada, por triple motivo. En primer lugar, los datos de origen que utiliza Whealey están hinchados, pues corresponden a cuentas de gastos que incluyen muchos conceptos no cobrables y precios que se sabía iban a ser discutidos más adelante para obtener descuentos, como es práctica común en el comercio internacional. En segundo lugar, Whealey utiliza unos cambios discutibles y, a veces, contradictorios (así, en las páginas 219 y 233 del texto inglés, hace equivaler 540 millones de marcos a 250 y 216 millones de dólares respectivamente, y la valoración más baja aún resulta elevada) y admite la cifra de 6.800 millones de liras como precio de la ayuda italiana a España, aunque la deuda se estimó oficialmente en 5.000 millones. Aun aceptando los cambios propuestos por Whealey, que parecen desproporcionados, la ayuda total germano-italiana le resulta de 571 millones de dólares, con todos los datos de partida exagerados; no obstante, Jackson eleva la cifra a 645 millones, sin explicar qué motivos le impulsan a esta escalada.

Como este no es el lugar de analizar los errores del cálculo de Whealey, dejaremos el ahondar este tema para el próximo número del Boletín.

El citado libro, La intervención extranjera en la Guerra de España, profundiza minuciosamente en estas cuentas y demuestra, sin lugar a duda, que las aportaciones recibidas por el bando gubernamental superaron en bastante a los que llegaron en apoyo de la zona nacional.

Jackson, sin argumentos para rebatir este hecho probado, aduce ahora la teoría que las meras cifras en dólares no son muy significativas, pues lo más importante es la cantidad de material percibido en contrapartida. Aventura la hipótesis de que Franco podía obtener mejores precios, pues podía escoger cliente entre Italia, Alemania, Portugal, Inglaterra y Estados Unidos, mientras que sus enemigos se veían limitados a negociar con un único proveedor: la URSS.

Cuando todo el basamento de una obra se derrumba ante asertos contrarios incontrovertibles, se comprende la desesperada búsqueda de nuevos pilares en que apoyar los cimientos, aunque sean tan endebles como el anteriormente expuesto.

Portugal poco podía aportar, pues carecía de industria productora y Estados Unidos e Inglaterra comerciaron bastante más con Valencia que con Burgos. Jackson opina que Franco prefirió los camiones norteamericanos a los alemanes e italianos; lo que simplemente ocurrió es que adquirió en Estados Unidos los camiones que necesitaba en exceso a los que le suministraron los países del Eje. Pero no fueron menos los vehículos norteamericanos que llegaron a sus enemigos (todas las furgonetas conocidas por «rubias» al final de la guerra, prácticamente las únicas entonces existentes, tenían este origen), que además recibieron material de guerra, como cerca de un centenar de aviones, una cantidad muy superior de motores de aviación, vehículos blindados, repuestos, maquinaria para las fábricas de material de guerra y materias primas estratégicas. Los productos que Estados Unidos suministró a la zona nacional, derivados del petróleo y camiones, no estaban en la lista de materiales prohibidos.

En cuanto a Gran Bretaña, todo lo que entregó a la España nacional se redujo a media docena de aviones de líneas comerciales, frente a varias docenas de aeroplanos que envió a sus enemigos, a los que resolvió, además, el tráfico marítimo cuando la Flota y la Aviación nacionales bloquearon el Mediterráneo al comercio ruso. A partir de diciembre de 1937, la mayor parte del tráfico comercial por mar lo resolvió el Gobierno de Valencia, amparado en buques de nacionalidad británica.

Dicho Gobierno contrató material de guerra en cantidades importantes en los siguientes países, al menos: URSS, Francia, Checoslovaquia, Polonia, Holanda, Méjico, Estados Unidos y Gran Bretaña. El argumento de Jackson queda, pues, desbaratado.

Es cierto que Valencia compró peor, a pesar de pagar al contado y en oro, mientras que Burgos debía operar a crédito y con pago diferido. Las únicas explicaciones a esto son incompetencia comercial y el haber consentido en convertirse en clientes «cautivos» de Moscú, o sea incompetencia al cuadrado.

No se crea por lo dicho en el párrafo anterior que el bando gubernamental adquirió menos aviones, cañones y carros blindados que sus adversarios. Consiguió un número inferior al que hubiera correspondido a los desembolsos realizados, pero aún quedó en cierta ventaja respecto a sus rivales. En cuanto a la calidad, los carros de combate rusos resultaron muy superiores a los alemanes e italianos; la artillería fue anticuada, en general, en ambos bandos (con excepción de la antiaérea), y los aviones rusos sólo fueron superados por los alemanes de la última parte de la guerra.

Jackson pone en duda, en su carta, que el Gobierno de Valencia adquiera más aviones que el de Burgos, basándose en las opiniones de tres corresponsales militares pronacionales (Carlos Gómez, Eddy Bauer y Georges Oudard), que siempre encontraron gran superioridad aérea nacional en todos los frentes excepto en los primeros días de la defensa de Madrid y las dos jornadas iniciales de las batallas de Brunete y del Ebro. Sin saber quiénes fueran esos caballeros y, por tanto, su importancia como argumento histórico, tenemos que recordar a Jackson que en el primer año de guerra la superioridad aérea sólo correspondió a la aviación nacional, con carácter general, en septiembre y octubre de 1936. En julio y agosto del mismo año la desproporción numérica era abrumadora a favor de las fuerzas aéreas de Madrid. De noviembre de 1936 a marzo de 1937, ambos inclusive, la caza de origen ruso se impuso claramente a la italo-alemana, hecho que pesó decisivamente en el resultado de las batallas de Madrid, el Jarama y Guadalajara. Como es bien sabido, García Morato ganó la Laureada de San Fernando por afrontar heroicamente esa supremacía enemiga en el Jarama.

De abril a junio de 1937 el Ejército Nacional consiguió un predominio local en el Norte a base de mantenerse en una desventaja angustiosa en el resto del frente. La ambición del partido comunista resultó providencial para el éxito de la estrategia de Franco, pues impidió a Largo Caballero llevar a cabo su proyectada ofensiva en Extremadura, maniobra que, de triunfar, hubiera podido obligar al Ejército Nacional a retirar tropas de Vizcaya antes de que esta campaña se decidiese.

En julio, en Brunete, todavía estaba en superioridad la caza rusa, aunque la Aviación de bombardeo nacional ya empezaba a preponderar. En los primeros días de la batalla de Belchite los I-15 e I-16 rusos se pasearon a sus anchas por los cielos de Zaragoza, pero, al final de la batalla, los Fiat españoles que llegaron de refuerzo lograron una memorable victoria.

Septiembre y octubre de 1937 se presentaron para los cazas I-15 e I-16 que operaban desde Asturias, como reverso de la medalla de los últimos días de agosto.

Una vez acabada la campaña del Norte, la Aviación Nacional pudo concentrarse en una sola masa de maniobra que oponer a la disminuida aviación enemiga. En la batalla de Teruel se consagró la supremacía aérea nacional, que perduró hasta marzo de 1939, aunque en agosto, septiembre y octubre de 1938 la caza gubernamental española se mostró potente y más agresiva que de ordinaria (curiosamente no fue igual en las primeras jornadas del Ebro, las de julio de 1938, en las que apenas hizo acto de presencia en el frente, a pesar de la afirmación de Jackson.

Todo lo anteriormente expuesto está relatado, con abundancia de detalles yapoyatura documental, en mi libro «La guerra de España desde el aire», citado en la bibliografía de la obra de Jackson.

El autor norteamericano, ante la eventualidad de tener que aceptar también mayores entregas de aviones a la aviación gubernamental que a su oponente, aporta como nuevas hipótesis que quizá no pudiera aprovechar toda su potencia por falta de combustible, piezas de repuesto, o pilotos y auxiliares de tierra entrenados. Tampoco por aquí surge la solución, pues no se conoce ningún momento de escasez de gasolina, y los pilotos sólo menudearon en octubre de 1936 y más por abandono de la primera línea que por carencia real; en cuanto a mecánicos y radios, donde hubo verdadera penuria fue en el bando nacional. Las piezas de repuesto, en general, tampoco faltaron, pues fueron suministrados por la industria aeronáutica española, que quedó en su casi totalidad en zona gubernamental, aparte de los motores y equipo que recibieron en abundancia de la URSS, Francia, USA y otros países. Es cierto que la carencia de largueros de ala de I-16 impidió la terminación a tiempo de la serie de cien aviones de este tipo que se fabricaban en Alicante, de los que sólo unos pocos llegaron a incorporarse al Grupo 26, y algún otro caso parecido se daría a lo largo de la guerra, pero como casos aislados y no generales.

El lector se preguntará que de dónde surgió la superioridad en medios del Ejército Nacional. La contestación es sencilla: esta ventaja apareció como consecuencia de la pérdida del 25 por 100 de los efectivos y material del Ejército Popular, al liquidarse en su contra la campaña del Norte. El desenlace de esta campaña resultó decisivo, pues el Ejército Nacional incorporó a sus filas una parte importante de los hombres y medios que anteriormente combatían en su contra, de forma que uno de los adversarios vio reducida su potencia al 75 por 100 mientras el otro la acrecentaba al 110 por 100. Fueron, pues, razones estratégicas las que condicionaron la aparente prepotencia nacional, unido a una mayor agresividad de sus mandos. Los mismos críticos militares que cita Jackson también reflejarían la indudable ventaja operativa de la Escuadra Nacional en 1937, y en este caso es bien sencillo demostrar que la ventaja numérica correspondía a la Flota oponente.

Otro punto ilustrativo de lo que realmente decidió el resultado de la guerra es el de los carros de combate. En este aspecto el Ejército Nacional nunca llegó a obtener ventaja numérica aunque sí operativa. Pues bien, un tercio de los tanques usados al final de la contienda por dicho Ejército, que además eran los mejores, habían sido capturados previamente al enemigo. Algo parecido ocurrió con las ametralladoras, hasta el punto de que todas las unidades de élite del Ejército Nacional iban dotadas de máquinas automáticas Maxim, anteriormente usadas por sus adversarios. Puede decirse, sin temor a caer en hipérbole, que la URSS fue el tercer gran proveedor de armas a las tropas de Franco.

Queda para el final el gran tema de Jackson, el terror en la retaguardia. Como argumento con que apoya sus desorbitadas cifras de ejecutados aporta las conversaciones «con muchos oficiales nacionalistas que quedaron horrorizados por actos que presenciaron o en los que participaron» y los testimonios de Ruíz Vilaplana y Ayerra Redín.

Dice Gárate que el horror suele querer asociarse en los últimos tiempos, no se sabe por qué, a los grandes números. No se comprende que cualquier persona sensible pueda quedar aterrorizada ante la presencia de una única muestra de barbarie y que no requiere para ello que su número sea elevado.

En cuanto al testimonio de Ruiz Vilaplana, su libro «Doy fe» ha sido analizado detalladamente en mi artículo «Los muertos de la guerra civil», publicado en el complemento dominical del diario ABC, correspondiente al día 21 de julio de 1974. La conclusión es que, para Burgos y restantes localidades de su partido judicial, todas las ejecuciones citadas por Ruiz Vilaplana se elevan a 25, de ellas sólo doce más o menos identificadas, no excesivo bagaje para justificar la cifra de 300.000 a 400.000 ejecuciones en zona nacional, que nos da Jackson. Ruiz Vilaplana se equivoca además en su principal alegato: la ejecución del «coronel Mena, jefe de la Guardia Civil de Burgos». Ruiz Vilaplana quiere hacernos creer, a lo largo de su librito, que era un personaje importante en Burgos y estaba muy bien informado, lo que no compagina con el hecho de que desconociese que Mena no era Coronel, sino General, y que en vez de pertenecer a la Guardia Civil era Jefe de la Brigada de Infantería de Burgos. El Coronel Villena era quien estaba al frente de la Guardia Civil en la capital de Castilla la Vieja. Pues bien ni Mena ni Villena, ambos gubernamentales, fueron ejecutados.

Como las argumentaciones de Jackson en este tema son cualitativas, de ellas no pueden deducirse válidamente conclusiones cuantitativas, mucho menos si tratan de ser discordantes con las de los restantes historiadores.

Añade Jackson en su carta que los escritores del régimen han tenido treinta y cinco años para desmemorizarse con su propia versión de la guerra, frase que realmente pudiera aplicarse, con propiedad, a los escritores del bando enemigo, que son quienes no han aportado documentación nueva alguna, en parte por dificultad y en mayor parte por el normal fenómeno de cristalización que se produce frecuentemente en los que se trasplantan, contra su voluntad, a ambientes extraños.

Jackson parece olvidar ahora la obra de Villar Salinas «Repercusiones demográficas de la última guerra civil española» (1942), escrita al principio de este ciclo de treinta y cinco años, a pesar de que él mismo en sus primeras obras citó al doctor Villar Salinas como fundamento para sus disparatadas cifras de muertos debidos a la guerra. Nuestro autor equivocó la pérdida de incremento de población dada por Villar Salinas para el trienio 1936-1939 con los caídos por causas violentas en el mismo período, y es el caso de que aquélla superó en varias veces a éstos.

Jackson montó su edificio sobre un error colosal, y luego ha venido empeñándose en imitar a los viejos hidalgos castellanos del «sostenella y no enmendalla». Parece que ahora está dispuesto a aceptar los resultados de una investigación conjunta, lo que supone un principio de rectificación.

En los últimos quince años, tres autores españoles han investigado seriamente este tema. Touceda Fontenla, Jesús Salas y José María Gárate. Los dos primeros han publicado ya sus resultados en la revista «Reconquista» de septiembre de 1965 y en el Suplemento dominical del diario ABC del 21 de julio de 1974, respectivamente. El tercero aún no lo ha hecho, pero sus datos encajan perfectamente con los de los dos anteriores y con los iniciales de Villar Salinas. Todo ello nos reafirma en el convencimiento de que los muertos totales españoles no excedieron los 250.000, a los que deben añadirse unos 20.000 entre extranjeros y moros; tenemos una lista nominal de muertos nacionales españoles que llega a contabilizar 120.000 hombres, en la que indudablemente faltarán algunos miles, de forma que los españoles gubernamentales fallecidos serán como mucho del orden de otros 120.000, de los que de 80.000 a 90.000 murieron en el frente.

Sobre este tema quedan muchas horas de investigación pendientes, necesarias para reducir el actual margen de error, del orden de 10.000 personas en más o menos en cada sumando, a un orden de magnitud del millar.

Hay que considerar verdaderamente alentadora la penúltima frase de la carta de Jackson, en la que propone un estudio conjunto de historiadores de encontradas tendencias, aunque no se comprende cómo limita el tema del estudio, al de la estimación de las ejecuciones políticas, que a nuestro juicio será el último tema que podrá tratarse con absoluta ecuanimidad y el que precisa una más larga perspectiva histórica. La propuesta debería ser mucho más amplia que ésta y no dudo que los historiadores españoles responderían con interés, como anteriormente lo hicieron Ramón Salas y Ricardo de la Cierva, cuando fueron convocados por R. Carr.

Si el estudio serio de las responsabilidades por la iniciación de la guerra mundial de 1914 ha tardado en afrontarse treinta y siete años, con una segunda guerra mundial en el intermedio, no se comprende que extrañe a Jackson el que a los treinta y cinco años del final de una guerra civil todavía no pueda ínvestigarse libremente sobre relaciones nominales de ejecuciones militares y políticas, tema mucho más vidrioso. Pero no debe desalentarse Jackson por eso, pues a un verdadero espíritu investigador la imaginación siempre le sugiere caminos indirectos para averiguar aquellos datos que no puede obtener directamente.

Conozco personalmente lo que digo, pues he invertido más de tres lustros de esfuerzo con rellenar tres grandes lagunas históricas acerca de temas cuyo basamento documental era inicialmente muy endeble; la aviación en la guerra, las aportaciones extranjeras y las cifras probables de muertos.

Dice Jackson que respecto a estos trascendentales temas existen grandes discrepancias entre los diversos autores, lo que es verdad, pero también resulta evidente que no pueden equiparase meras opiniones sin base científica y profundos estudios con abundante apoyatura documental.


LA REDACCION DEL BOLETIN COMENTA

La carta del señor Jackson nos ha llenado de alegría. La ha ocasionado la errónea inclusión por parte de nuestro crítico de la frase «los magníficos libros de Bolloten y Malefakis», referida a la ausencia de esta referencia en la bibliografía de Jackson. El autor de la crítica, don Jesús Salas Larrazábal, advirtió pronto su error debido a que los libros citados no estaban reseñados en el capítulo correspondiente como es habitual en Jackson. Advertido pronto de su equivocación nos la comunicó cuando el Boletín se hallaba ya en prensa, con el ruego de que hiciéramos desaparecer la frase al corregir pruebas. Afortunadamente se nos olvidó por completo el hacerlo, y lejos de lamentarlo nos alegramos, pues tal vez haya sido la causa de que tengamos la satisfacción de poder entablar diálogo con el señor Jackson. Creemos que hubiera merecido la pena haber deslizado el error voluntariamente si éste ha sido el causante de la viva reacción del señor Jackson.

La obra del profesor norteamericano ha sido reiteradamente objeto de estudio en este Boletin, que dedicó parte considerable de su espacio a tratar de las más conocidas de sus publicaciones. Así, en el número 35-36, correspondiente a los meses de noviembre y diciembre de 1965, se comentó su obra fundamental «The Spanish Republic and the Civil War»; en el número 69, de septiembre de 1968, hablamos de la que publicó dentro de la serie editorial, «Problemas de la civilización europea», y que tituló «The Spanish Civil War», y por último en el número 93-94, de mayo-junio de este año, apareció el que ha dado motivo a la carta que traducimos literalmente. Normalmentee, como sabe el lector, nuestros comentarios van sin firmar, pues entendemos que el Boletín se hace solidario de ellos, y que por tanto responden siempre al criterio de la redacción. Sin embargo, en esta ocasión, y a requerimiento de nuestro colaborador, hemos accedido a su deseo de responsabilizarse de lo escrito por él. La personalidad y solvencia científica de Jesús Salas es sobradamente conocido, y su obra, en la que destacan sus dos libros, «La guerra de España desde el aire» e «Intervención extranjera en la guerra de España», además de la multitud de trabajos publicados en distintas revistas especializadas, es una de las más importantes aportaciones al esclarecimiento de los temas más debatidos de nuestra guerra civil. Nada tenemos que añadir o rectificar a lo por él escrito en contestación a Jackson, pero sí nos creemos obligados a apostillar lo escrito por el profesor en San Diego, muy especialmente en lo relativo a las interpretaciones de los hechos más controvertidos de nuestra guerra y que el señor Jackson incluye a partir del punto sexto de su carta.

Se refiere el profesor Jackson a tres aspectos fundamentales: a la valoración de la ayuda extranjera recibida por los bandos contendientes, al juicio cuantitativo-cualitativo sobre la intervención extranjera, y a la extensión de las ejecuciones nacionalistas en el período 1936-1944. Añade, por último, unas consideraciones generales que también serán objeto de atención.

En lo relativo a las deudas de guerra contraídas por uno y otro contendiente, el profesor Jackson se apoya en la autoridad de su colega Robert H. Whealey de la Universidad de Ohio, y afirma que éste dice que los nacionalistas gastaron aproximadamente 645 millones de dólares en suministros extranjeros, pero nada nos dice del monto en que estima los gastos de la República. Aunque este punto ha sido ya tratado por Jesús Salas, queremos insistir en él. El párrafo de Whealey dice textualmente: «Militarmente, la ayuda italiana (6.800 millones de liras = 355 millones de dólares), más los gastos alemanes (540 millones de RM = 216 millones de dólares), igualaron aproximadamente a los 651 millones de dólares (importe de la factura soviética a la República, pagada con las reservas de oro del Banco de España), más los 85 millones de dólares en ayuda soviética directa» (pág. 293 de la edición castellana de «Estudios sobre la República y la guerra civil española», editada por Ariel en 1973).

Ya el profesor Whealey incurre en notabilísimos errores, el primero el de considerar que la suma de 355 más 216, que es exactamente 571, iguala aproximadamente a la de 650, lo que es ya una libertad exagerada, pero es que además ignora la exportación de oro a Francia y la de plata a este país y a Norteamérica, enajenaciones del tesoro nacional que no fueron ni mucho menos despreciables. En el anuario estadístico de 1934 figuran como existencias a 31 de diciembre de 1933 2.540 millones de pesetas oro en este metal y 644 millones de pesetas oro en plata, siendo, por tanto, el conjunto del encaje metálico de 3.184 millones de pesetas oro. El 30 de junio de 1936, el balance del Banco de España reducía la existencia en oro a 2.202 millones de pesetas oro, lo que nos hace suponer que el depósito de 257 millones de pesetas oro en Mont de Marsan no se incluía en aquella cifra, pero, en cualquier caso, las existencias se suponían del orden de las 705 toneladas de oro bruto, Indalecio Prieto habló de 758, y dado que a Rusia fueron más que 510, las restantes 195, con una valoración aproximada de 200 millones de dólares, fueron las que se exportaron a Francia. Como el valor de lo recuperado fue sólo de 26,7 millones de dólares, resulta claro que lo pagado por la Junta de compras establecida en París ascendió a unos 170 millones de dólares en oro, al que habría que añadir el valor de la plata, enajenada bien entrado el año 38, cuando ya el Gobierno de la República no sabía de dónde sacar dinero. Entonces se dictó el decreto de 29 de abril de 1938, por el que se autorizaba la enajenación de la plata existente en moneda y metal. De acuerdo con este decreto se dictaron las órdenes correspondientes, y así se vendieron a Francia 200 toneladas de plata fina al precio de unos 47 millones de pesetas-oro y en los Estados Unidos de América, la patria del señor Jackson, y como garantía del pago del material adquirido por la República en aquel mercado 525 toneladas de plata amonedada, por la que se pagó 105 millones de pesetas-oro. Todo ello hace ascender el total de lo gastado por el Gobierno del Frente Popular muy por encima de los 800 millones de dólares, y así las cosas no hay manera de pretender igualar, ni aún aproximadamente, como quiere Whealey, los gastos de ambos bandos enfrentados.

Dice el señor Jackson que las simples cifras en dólares no son el factor más importante, pero su argumentación carece de la menor consistencia. La elección de mercados y mercancías no fue mejor para Franco que para sus oponentes, y los precios rusos en ningún caso fueron superiores a los alemanes e incluso italianos. En este punto de la intervención extranjera el señor Jackson es particularmente inexacto. En su libro «La República española y la guerra civil», y refiriéndonos a la edición mexicana de Grijalbo de 1967, que es la que manejamos por razones obvias de comodidad, dice el profesor en San Diego en su página 424, y refiriéndose al tema de la masonería, que las «historias oficiales» son «una fantástica distorsión montada sobre una pequeña base de verdad», y esto, fundamentalmente esto, es la obra de Jackson, una monumental deformación de la verdad sobre la base de un minúsculo conjunto de hechos ciertos.

No es esta la oportunidad de hacer un examen exhaustivo de la obra de Jackson para lo que careceríamos de espacio suficiente, pero vamos a referirnos a los dos puntos en los que hace mayor hincapié: la intervención internacional y las muertes atribuidas a la guerra civil.

Al primer aspecto dedica Jackson el punto 14 de su obra, que titula «El comienzo de la intervención internacional», y luego se refiere a él de manera más o menos esporádica en el punto 18, que titula «El asalto a Madrid»; e1 19, «La política y la guerra a principios de 1937», y el 24, que lleva por epígrafe «La evolución de la España nacionalista»; independientemente en otros puntos de la obra aparecen referencias más o menos importantes. En conjunto el señor Jackson cae repetida e insistentemente en los errores que reiteradamente atribuye a los nacionalistas: tratar de minimizar el apoyo recibido por el bando de su elección y exagerar hasta niveles que ninguno de aquéllos alcanzó jamás los apoyos recibidos por sus contrarios, y ésto no desde el principio, sino desde antes. Hoy en día ningún historiador serio puede poner en duda el hecho innegable de que los rebeldes españoles no recibieron ayuda extranjera antes de que se desencadenaran las hostilidades. Es un hecho archiprobado; sin embargo, el señor Jackson, en la página 212, nos aclara que Johannes Bernhardt ofreció en junio aviones Junkers de transporte al general Sanjurjo, y para mayor precisión dice que a crédito, claro que la cita es nada menos que de Charles Foltz y, por tanto no puede ponerse en duda.

De Italia dice que actuó con prontitud, «enviando unos 12 bombarderos, tres de los cuales se vieron obligados, el 30 de julio, a aterrizar en el Marruecos francés por falta de combustible. Sus diarios de navegación indicaban que se les indicó su destino el 15 de julio, o sea dos días antes de la sublevación de Melilla, un hecho que no podía por menos que sugerir que Benito Mussolini conocía los planes para el pronunciamiento entre el 10 y el 20 de julio». En este caso la fuente de información es Pierre Cot. Pocas cosas habrá mejor conocidas que el vuelo de los 12 Savoias-81 desde Cagliari, en Cerdeña, a Melilla. El coronel Bonomi, que mandaba la expedición, nos lo ha relatado pormenorizadamente, y los documentos diplomáticos franceses confirman inequívocamente la versión italiana. La improvisación del vuelo se pone de manifiesto en esa pérdida del 25 por 100 de los efectivos, algo totalmente carente de sentido en una expedición preparada nada menos que con quince días de anticipación. Nada ni nadie permite mantener la versión de los hechos dada por Jackson, que, naturalmente, no la pone en duda. Los aviones extraviados, por supuesto, no tomaron tierra en Marruecos, sino en Argelia, excepto uno, que cayó al mar.

Por último, y esta vez en la página 219, afirma que «el Gobierno y los militares (portugueses) dieron toda clase de facilidades a los insurgentes durante la preparación de la sublevación, y desde el primer día de la guerra civil fue Portugal una base apenas disfrazada de suministros para los insurgentes». En contrapartida, los franceses hicieron poco en beneficio del Frente Popular: «Cot se apresuró a disponer una venta fingida de 50 aparatos al Hechaz, Finlandia y el Brasil; aparatos que pasarían por España en ruta hacia sus fingidos destinos. En total, para la primera semana de agosto, Cot había despachado unos 30 aviones de reconocimiento y bombardeo, 15 cazas y unos 10 aviones de transporte y entrenamiento, todos ellos de modelos ya anticuados en 1936.» Además en repetidas ocasiones nos recuerda Jackson que la frontera francesa se cerró el día 8 de agosto, dando así fin a las entregas francesas. La República, abandonada incluso por la Unión Soviética, se quedaba sin más ayuda que la mejicana, que «significaba poco en la práctica si la frontera francesa iba a seguir cerrada y los dictadores iban a quedar en libertad de enviar a los insurgentes armas en calidad y cantidad tales que no estaban al alcance de Méjico» (págs. 214 y 222).

Por el contrario los sublevados gozaban de toda clase de beneficios y ventajas: «Hitler autorizó el inmediato envío de unos 20 JU-52 de transporte pesado, que tendrían que ir desarmados y tripulados por alemanes. Hacia el 28 de julio estos aviones habían establecido un puente aéreo entre Tetuán y Sevilla, cruzando cada aparato cuatro veces al día el Estrecho, llevando en cada viaje 30 soldados completamente armados. Hacia el 5 de agosto los insurgentes pudieron colocar así 15.00O soldados en Sevilla, a pesar del bloqueo naval republicano (pág. 212). En la 213 nos aclara que hábiles tácticas de los italianos para hostigar a los buques de guerra gubernamentales fueron suficientes para que éstos no pudieran impedir el paso de barcos cargados de tropas. Y añade textualmente: «El 6 de agosto dichos barcos comenzaron a cruzar el Estrecho bajo la protección de unos nueve bombarderos trimotores italianos. La flota republicana perdió el control de las aguas del Estrecho», aunque este hecho no lo atribuye solamente a la acción italiana, sino también a la ineficacia de las tripulaciones gubernamentales y de la hostilidad de los británicos y americanos, que abastecían sin límite a los insurgentes y negaban cualquier entrega a los del Gobierno.

Como verán nuestros lectores es muy difícil distorsionar tanto los hechos como lo hace el señor Jackson, que monta sobre leves indicios o hechos parciales una aberrante interpretación de los acontecimientos. Según Jackson, y ya desde un principio, los nacionalistas recibieron superiores aportaciones en cantidad y calidad y esta situación se mantendría a todo lo largo de la guerra. Los hechos no permiten en absoluto aceptar estos supuestos.

Para magnificar la ayuda alemana deja caer en forma indeterminada la afirmación de que el 28 de julio ya estaban en España «unos» 20 Junkers que entre este día y el 5 de agosto habrían trasladado 15.000 soldados a Sevilla. Nada más falso. El día 28 de julio llegó a Tetuán un único avión alemán y el que hacía el número 20 no llegaría a España hasta bien mediado el mes de agosto. El día 5 de este mes es posible que no llegaran a esa cifra el total de Junkers que habían llegado a Tetuán y con ellos resulta imposible llevar 15.000 soldados en siete días ni aun haciendo cuatro viajes diarios con «30 soldados completamente armados», afirmación esta última que demuestra claramente que el señor Jackson no ha viajado jamás en el interior de un Junkers.

La otra afirmación es todavía más insólita; la flota republicana perdió el control de las aguas del Estrecho el día 6 de agosto y a partir de ese momento ya no pudo impedir el paso de buques cargados de tropas. Nueva distorsión y esta vez particularmente deformante. La flota no perdió el dominio de las aguas del Estrecho hasta el día 29 de septiembre, fecha en que los Cruceros «Cervera» y «Canarias» ahuyentaron a los destructores de vigilancia en sus aguas; fue entonces y no el día 6 de agosto cuando el dominio de aquellas aguas pasó a los nacionalistas, cuyos barcos de transporte sólo pudieron atravesarlas con seguridad a partir del día 1 de octubre.

Aquí, la deformación se apoya en el hecho esporádico e irrepetible de que el día 5 de agosto y no el 6, una audaz e increíble operación de socorro, permitió llevar a Algeciras un convoy con tropas y material de guerra. El hecho tuvo una enorme importancia moral y una muy limitada trascendencia material, pues al día siguiente la flota se hacía nuevamente dueña absoluta del mar y bombardeaba a placer y con inusitada crueldad todas las ciudades costeras en manos de los nacionalistas tanto en territorio peninsular como en el norte de Marruecos y, por supuesto, jamás les escaseó petróleo ni gasolina, ni a sus barcos, ni a sus aviones, ni a sus medios de superficie.

Quedan por analizar dos cuestiones: la cantidad y calidad de material recibido por unos y otros y las facilidades que se encontraban en las naciones fronterizas para recepcionarlo. Para Jackson todo lo que llegó de Francia era ya anticuado en 1936 y por el contrario lo procedente de Italia y Alemania era más moderno, de mejor calidad y, por añadidura, más numeroso. De Alemania llegaron en las primeras semanas de la guerra, aviones de bombardeo JU-52, que era un avión de transporte lento y de poco techo que respondía a un modelo de 1932, magnífico como avión comercial y menos que mediocre como avión militar; cazas He-51 que no soportaron la confrontación con el material francés, soviético o italiano y que tuvo que abandonar pronto los frentes principales para pasar después a actuar como avión de asalto; finalmente llegaron aviones de cooperación He-46 que no es que fueran viejos sino vetustos y que poco mejoraban a esos Breguet de ante-guerra, que no se por qué Jackson dice que eran de 1919, lo que no es cierto.

Los italianos enviaron bombarderos S-81, avión anticuado de ala alta y tren fijo; cazas sexquiplanos Fiat CR-32, que resultaron magníficos por su dureza y maniobrabilidad pero que no respondían a ningún diseño especialmente moderno y por último aviones de cooperación R-37, también sexquiplanos y que tampoco suponían ninguna innovación en el terreno de la aeronáutica.

Los franceses enviaron todo lo último de que disponían y si no enviaron otra cosa fue porque carecían de ella. Mandaron bombarderos Potez 54 y Marcel Bloch 210, aviones cuyos prototipos eran de 1934 y que representaban la última palabra de la industria aeronáutica francesa. Los últimos, especialmente, sólo habían producido una preserie; los gubernamentales recibieron este modelo incluso antes que las fuerzas aéreas francesas. El Potez era la expresión francesa de la fortaleza volante que soñara Dohuet. Cazas enviaron fundamentalmente el Dewoitine 371 que databa de 1934 y que equipaba todas las unidades operativas francesas; también llegaron cazas tipo Gourdou-Lesseurre, Loire y Spad, todos ellos producidos en serie a partir de 1934; posteriormente llegaron Dewoitines 510, que era el más moderno caza francés y que en ese año empezaba a equipar las unidades de su fuerza aérea. En definitiva, el material aeronáutico que llegó en julio-agosto a España daba una neta superioridad al fabricado en Francia y así lo estimaron los medios militares y políticos franceses que quedaron encantados al comprobar su superioridad, especialmente frente a Alemania; desgraciadamente para ellos esta situación habría de durar muy poco y la formidable industria alemana colmaría rápidamente su desventaja inicial, que era muy grande. Todos estos datos puede comprobarlos perfectamente el señor Jackson consultando los anuarios y almanaques aeronáuticos de los que los más conocidos y acreditados se publican en lengua inglesa, en su país y en la Gran Bretaña.

Si de la calidad pasamos a la cantidad el profesor norteamericano puede documentarse suficientemente en las obras de Jules Moch o Jean Gisclón, de las que se ha tratado recientemente en este Boletín y podrá comprobar que el número de aviones alemanes e italianos que llegaron a España antes de la entrada en vigor del pacto de no intervención fue inferior al que atravesó la frontera francesa con destino al gobierno frente-populista. En líneas generales no menos de 70 aviones franceses, ni más de 50 entre alemanes e italianos.

Analizada cantidad y calidad nos referiremos a las facilidades encontradas en los países fronterizos. Según Jackson, Portugal fue una base de suministros y por el contrario Francia cerró la frontera el día 8 de agosto. Lamentando contradecir a un profesor con tan agudo espíritu crítico y que de forma tan profunda analiza las fuentes, afirmamos que ya desde el principio fue mayor la cantidad de material que atravesó la frontera francesa que la que traspasó la frontera portuguesa, y si en vez de considerar esa fase de las primeras semanas de guerra lo hacemos de la totalidad de la campaña, comprobaríamos, sin lugar a la menor duda, que, en conjunto, el material servido a los gubernamentales a través de la frontera francesa fue más de un centenar de veces superior al que atravesó la frontera portuguesa.

Portugal sólo sirvió de camino a los suministros alemanes el corto período que éstos rehuyeron los puertos nacionalistas, por temor a la flota y se redujo al período comprendido por el bimestre agosto-septiembre del 36 y, aun así, con carácter bien limitado. Todo lo demás es pura fábula y Jackson no aducirá ciertamente prueba en contrario.

La frontera francesa no se cerró el día 8 de agosto. Ese día el gobierno francés adoptó la decisión de prohibir la exportación de material de guerra hacia España, pero la orden no se cursó a las aduanas hasta más de un mes después, coincidiendo con la primera reunión del comité de Londres, dato que puede comprobar el señor Jackson en los documentos diplomáticos franceses y en los libros anteriormente citados, pero aun así, la norma jurídica fue constantemente quebrantada y los embajadores de la República, Albornoz y Araquistáin nos han dejado clara demostración de ello. Antes de que este último se hiciera cargo de la embajada, el 21 de septiembre del 36, cuando menos siete barcos transportaron material de guerra desde los puertos franceses a los españoles en poder del gobierno; la frontera fue traspasada numerosas veces con envíos destinados a Cataluña o al Norte y tropas y material del gobierno pudo viajar a través de Francia, desde el Norte a Cataluña, por lo menos con tanta facilidad como sus contrarios a través de Portugal, aunque la realidad demuestra que este último camino solamente fue usado para el traslado de una expedición de municiones desde el Sur al Norte, cuando las fuerzas de Franco y Mola aún no habían enlazado. Cuantificar unas y otras acciones le sería muy provechoso al señor Jackson.

Y aquí damos fin al análisis de la interpretación que da Jackson de la intervención extranjera en la Guerra de España, pues el seguir nos llevaría a una extensión desmesurada de este trabajo, aunque no resisto a la tentación de evocar las estimaciones del profesor Jackson en cuanto a la financiación del esfuerzo de guerra por parte de los nacionalistas cuando en la página 348 de su libro, escribe que, «a principios de 1937 se informó que Juan March había contribuido con 15.000.000 de libras esterlinas y que asimismo financió buena parte de la ocupación italiana de Mallorca. El ex rey Alfonso XIII dio 10.000.000 de dólares». Naturalmente, no nos informa de quien fue el que dio tan sorprendente noticia y por supuesto el profesor norteamericano acepta sin rechistar la «ocupación italiana de Mallorca», de la que en ocasiones habla como base naval de esta nación. Supongo que se lo dirían esas docenas de españoles que le dedicaron su tiempo, «con cierto riesgo para ellos», como afirma en la página 11.

Dice Jackson, en su carta, que es una contradicción el que se afirme que la República recibió muchos más aviones de Francia y Rusia que los nacionalistas de sus aliados, cuando los corresponsales militares pro nacionalistas comprobaron siempre una superioridad aérea aplastante de éstos en todos los frentes, excepto al principio de la defensa de Madrid y en el primero o segundo día de las batallas de Brunete y el Ebro. Su colega, el profesor Whealey, sin la menor relación con los medios oficiales españoles, no llega tan lejos como Ramón Salas, pero da un notable paso adelante en el esclarecimiento de los hechos cuando escribe que «en diciembre de 1936 la Legión Cóndor alcanzó su cota máxima con 5.000 hombres y unos 100 aviones, fuerza que se mantuvo durante toda la Guerra Civil, con relevos periódicos» (pag. 275), y más tarde, cuando en la página 294 dice que «los 1.200 aviones alemanes e italianos de que dispuso Franco fueron compensados por los 1.200 aviones rusos y franceses que recibió la República durante la guerra». No es todavía la verdad, pero es un paso formidable para alcanzarla. Después de las constantes y repetidas afirmaciones de que la relación potencial entre ambas aviaciones, era de seis a uno y aún superior, ésta de admitir la paridad supone un gran trecho y no hemos sido precisamente nosotros los que hayamos tenido de franquearlo.

La contradicción que aprecia Jackson y que le parece insoluble, se debe únicamente a la diferente eficacia de las administraciones que crearon las fuerzas enfrentadas. La gubernamental fue, sensu stricto, una forjadora de penurias a la que se le dio mucho mejor la actividad retórica que la acción rectora. Su congénita incapacidad para administrar bienes y servicios ha sido puesta especialmente de manifiesto por Vicente Rojo y Manuel Azaña, sin que sea preciso añadir nada a cuanto ellos dijeron sobre la capacidad organizadora y distribuidora del bando en el que fueron las máximas figuras militar y civil, respectivamente. Rojo nos habla de soldados descalzos, cuando centenares de miles de equipos se encontraban almacenados en retaguardia, y Azaña nos ha dejado suficientes descripciones del caos administrativo de su zona, para que nos veamos obligados a insistir en este punto. Por añadidura, la estrategia gubernamental fue la de pretender ser fuertes en todas partes lo que llevó a una extremada dispersión de medios y elementos con el resultado de ser débil en todos los sitios. Sus contrarios, con visión completamente distinta y opuesta, concentraron siempre la totalidad de sus medios aéreos en los lugares en los que se libraban las batallas decisivas, y así conseguían en ellos superioridades que alcanzaban, a costa de ceder, la supremacía a sus contrarios a todo el resto del frente. Esto ya lo vio Tagüeña, pero no le dio todo el alcance que realmente tuvo.

En cuanto a los problemas como el de suministro de gasolina, repuestos, pilotos entrenados y mecánicos, en todos ellos la superioridad gubernamental fue manifiesta a todo lo largo de la guerra, desde antes de que empezara la intervención extranjera hasta el 1 de abril del 39. Todavía, después de la caída de Cataluña, las existencias de combustibles, según el coronel Camacho, suponían una reserva para más de un ano, «suponiendo un funcionamiento normal en guerra de una aviación como la que teníamos al empezar nuestra retirada en Cataluña». Esto en la zona centro-sur, que se encontraba aislada del exterior desde un año antes.

Y vamos con el último y más importante punto que es el de la extensión del terror en ambos bandos. El señor Jackson parte para su conocido cálculo de los muertos en la guerra de tres estimaciones: la de que «el gobierno victorioso, ansioso de impresionar al pueblo con el alto costo de la guerra, ha empleado habitualmente la frase 'un millón de muertos'»; la de Gironella. «escritor enterado y valiente», y por último y como base fundamental, la de Jesús Villar Salinas.

A este respecto, escribe textualmente:

«Poco después de la guerra, un médico de Santander, con algunos conocimientos de estadística y demografía, Jesús Villar Salinas, publico un estudio titulado Repercusiones demográficas de la última guerra civil española. La población de España había ido aumentando a un buen promedio de crecimiento en la década anterior a la guerra. El doctor Villar extendió el promedio del crecimiento del período 1926-35 hasta 1939 y llegó a la conclusión de que sin la guerra la población de España habría sido de un millón cien mil personas más que las que revelaba el censo de 1940. Si sustraemos a ese cálculo los trescientos mil emigrados (que había a mediados de 1940), el estudio del doctor Villar enumera unas ochocientas mil muertes. Las estimaciones demográficas de este tipo han de ser aproximadas, incluso en los casos en que se hayan llevado estadísticas cuidadosas, pero el estudio de Villar impresiona por una razón particular. En 1940, examinando las listas de muertos civiles y de bajas de guerra de que pudo disponer, estimó la población total de España en una cifra que resultó diferir tan sólo en 17.000 personas de la cifra del censo publicado en marzo de 1941».

Todo esto nos lo dice en la página 436 de su libro y sirve como punto de partida para su alucinante distribución de ese total al que no había manera de llegar ni tan siquiera por el señor Jackson, que se queda con solo 580.000 muertos «más bien corto, de acuerdo con la opinión española y mundial, y según las estimaciones demográficas del doctor Villar Salinas 800.000», (pág. 446).

Al llegar a este punto, escribíamos en nuestro comentario a la obra, en el número de diciembre y noviembre de 1965: «El caso de los muertos en la guerra constituye un apéndice de la obra, en el que los fallos de método y las inexactitudes, se vuelcan de tal forma en favor del bando republicano, que por primera vez llegamos a dudar seriamente de la buena fe del autor». Hoy, nueve años más tarde, nos creemos en la obligación de precisar que en este aspecto no hay alternativa posible: o el señor Jackson no ha leído el estudio de Villar Salinas o distorsiona deliberadamente los datos, porque el señor Villar Salinas no dice nada en absoluto de lo que le atribuye el profesor norteamericano.

Nos inclinamos a creer que el profesor, con notable ligereza e ingenuidad, fue sorprendido en su buena fe y aceptó sin más lo que sobre el trabajo le dijo alguno de esos españoles a los que da tanto crédito cuando evalúan los asesinados en las distintas provincias españolas por decenas de millares, pues de otra forma sería totalmente inexcusable.

El doctor Villar Salinas divide su obra en tres partes, de las que la primera lleva por título «Valoración estadística de los fenómenos demográficos durante los años la Guerra Civil», y comprende cinco capítulos, que tratan separadamente de la metodología empleada, los nacimientos, los matrimonios, las defunciones y las variaciones de población. Esta es la parte que realmente interesa a efectos de valorar la sangría española, y el estudio estadístico-matemático del doctor Villar se basa en el cálculo de la pérdida de la población estimada para 1940 por la disminución en el número de los nacimientos y el aumento en el número de defunciones. Según el doctor Villar, el número de nacimientos en los cuatro años que cubrió la guerra fue inferior en 612.850, al que hubiera correspondido a un desarrollo normal de la curva estadística; por otra parte, en el aumento de defunciones, la cifra prevista fue de 246.568, de las que 173.731 corresponderían a muertes violentas. Es decir, la población se incrementó en 859.418 individuos menos de los que teóricamente hubieran correspondido, y resume: «es decir, faltan los 800.000 habitantes perdidos en esos años». Todo esto puede verlo el señor Jackson con mayor detenimiento en las tablas II, III y IV, referidas a los nacimientos en la totalidad del país y a los correspondientes a las zonas nacional y gubernamental y que se incluyen entre las páginas 25 y 28 del libro. Entre las páginas 49 y 51 se sitúan las tablas XIV, XV y XVI, en que se cifran las defunciones. En la tabla XXVIII (pág. 62), se incluye la tabla de muertes violentas, y en las tablas XXXVI, XXXVII y XXXVIII figuran las referentes a aumento de población, que, naturalmente, no son otra cosa que la suma de las tablas de nacimientos y defunciones. Es por este camino por el que el doctor Villar llegó a la estimación de que la población total que arrojaría el censo de 1940 sería de 25.176.864 habitantes, lo que supuso un éxito espectacular en sus estimaciones, pues el censo dio la cifra de 25.159.915 con una diferencia, efectivamente, de 17.000 personas o, para ser más exactos, 16.949, pero para llegar a esta cifra, los muertos no eran 800.000, sino mucho más modestamente, 173.731. Aquí, el coeficiente multiplicador que introduce el señor Jackson es superior a cuatro.

Comprenderá, por tanto, que tenemos perfecto derecho a escribir que se ha sacado de la manga la cifra de las ejecuciones, aunque en esta ocasión, como a los malos prestidigitadores, se le ha visto el truco.

En definitiva, todo el razonamiento de Jackson tiene su punto de partida y su apoyatura científica en una fabulosa tergiversación de los datos del doctor Villar, cuyo estudio impresionó de forma tan particular al profesor norteamericano. Después de esta tomadura de pelo a sus lectores, el señor Jackson se adentra en la crítica y da pruebas de tan agudo sentido analítico al discutir las cifras de la «Causa General», como de ausencia del más mínimo rigor en el caso contrario. Así, si la «Causa General» habla de 85.940 asesinatos en zona gubernamental, el autor, con muy bien criterio, introduce un coeficiente reductor, pero pasándose un poco de la raya, reduce la cifra a menos de la cuarta parte. El mismo coeficiente, pero de signo inverso que el que empleó para incrementar el número total de muertos. Estamos de acuerdo con el señor Jackson en que la «Causa General» exageraba, pero en cualquier caso se trata de un estudio de una cierta seriedad y al que hay que tener en cuenta como base de partida. La exageración de sus cifras no puede ser desaforada. Sin embargo, cuando cambiamos de acera, todo el agudo análisis desaparece y el señor Jackson está dispuesto a dar por buenas cuantas cifras le susurre al oído cualquiera de sus amigos españoles que deben tener tan exactas ideas del cálculo de los grandes números. Aquí las decenas de millares no se ponen en tela de juicio y se creen como verdades evangélicas.

En nuestros comentarios a la obra La Guerra de los mil días, de Guillermo Cabanellas, B.O.B núm. 91-92, págs.5-17, y Todos fuimos culpables, de Juan Simeón Vidarte, B.O.B. núm. 93-94, págs. 17-33, hemos demostrado suficientemente que cuando de los números irresponsables se pasa a los nombres de muertos, con frecuencia siguen vivos aquellos a quienes con toda seguridad se da por muertos. Si esto es así, en un caso en que se cree tener certeza, donde las equivocaciones llegan al 50 por 100, considere el lector los márgenes de error cuando pasan al terreno del simple bulo.

Si se habla de la posguerra, la postura del señor Jackson raya en el delirio. Aquí se apoya en testimonios tan fiables como el de Elena de la Souchère que basa sus estimaciones en las estadísticas oficiales de las muertes violentas en los años inmediatamente posteriores al final de nuestra guerra, con lo que nuevamente nos demuestra el señor Jackson que no ha leído a Villar, pues de haberlo hecho sabría que este autor ya reconocía que su cifra de 173.731 muertos en la guerra, señalaba un mínimo, pues faltaban en ella todas las defunciones producidas y no registradas, entre las que se encontraban la mayoría de «los paseados», y muchos de los muertos en campaña que militaban en fuerzas radicadas en territorios distintos del de su residencia habitual. Son todas estas defunciones las que van registrándose a partir del año 39, a medida que sus deudos obtienen el reconocimiento legal de defunción. Así se llega a ese promedio de 3.283 defunciones violentas en el año 40, que decrece posteriormente de manera muy sensible, aunque sigue manteniéndose alta hasta el año 45. Añadidas todas estas defunciones a las indicadas por el señor Villar para el período 1936-39 llegaríamos a un total de 229.051 muertes ocasionadas por la guerra, entre 1936 y 1945, ambos inclusive. Remitimos al señor Jackson al anuario de 1951 del I.N.E. En esta cifra están incluidos, naturalmente, los muertos de la División Azul y muy probablemente los que cayeron luchando en las filas aliadas. Por tanto, puede tener la certeza el señor Jackson que la cifra total de muertos en nuestra guerra, incluida la posguerra, no pasó de la cifra de 250.000.

Hemos manejado cifras que tomamos de Villar, página 63, para las muertes por homicidio, accidente, suicidios, etc., correspondientes a los años 1936-39 (3.850 suicidios y 35.650 accidentes y homicidios), con un promedio anual de 9.875 y el I.N.E., citadas por Tamames (pág. 352 de La República. La Era de Franco, Alfaguara, 1973). Y ya que hablamos de este asunto nos detendremos también en las estimaciones de éste autor por la gran difusión que han alcanzado y por su conexión con el tema.

Parte Tamames de dos fuentes que manipula caprichosamente, pero que vamos a diferenciar:

A) Los datos oficiales del I.N.E. en su reseña histórica del Anuario de 1951. Estos datos arrojaban las siguientes cifras en el renglón de muertes violentas:


193650.088 194124.522
193758.011 194216.420
193851.346 194313.721
193950.072 194415.006
194033.394 194511.507
Total242.911 81.176
TOTAL GENERAL ... ... ... ... ... ... 324.087

A esta cifra total habría que restar, en la contabilidad de Tamames, 73.030, si tomamos como normal para muertes violentas no debidas a la guerra, la cifra de 7.303, que fue la de 1935, o 98.750 si elegimos el promedio 1936-39, que escoge Villar. En uno y otro caso llegaríamos como cifras finales de muertes debidas a la guerra hasta 1945 inclusive, a la de 257.057, en el primer caso, y a la de 225.337, en el segundo caso. Mucho más probable ésta, pues las muertes accidentales son lógicamente muy superiores en épocas anormales. Basta recordar catástrofes como las de Peñaranda de Bracamente o Cádiz.

Advertimos a nuestros lectores que las muertes no se produjeron necesariamente en los años en que figuran, que es en el que se registran, pues los datos registrales, como señalamos anteriormente, fueron frecuentemente demorados. Así, la casi totalidad de las defunciones anotadas en los años posteriores a la guerra, se deben a muertes producidas durante ella.

B) Las estimaciones estadísticas. Tamames dice que el censo de 1940 arrojó como resultado, el que la población dejó de crecer en 575.000 personas (página 351), y agrega a esta cifra, lo que deduce de los datos oficiales y de su cáculo de la evolución teórica de la población, otras 502.000 que supone se censaron por exceso, porque «las cifras demográficas se hincharon conscientemente». Aceptando todo el presupuesto de Tamames, tendríamos que España dejó de crecer en 1.077.000 habitantes (575.000+502.000) y que esta cifra incluiría la caída de natalidad, la emigración política y las muertes. Como sabemos que la pérdida de natalidad fue, según Villar, de 612.850 y la emigración la estima Tamames en 300.000, lo que suma 812.850, nos quedarían como defunciones debidas a la guerra 164.150, número sensiblemente inferior al alcanzado por el método A), pero cuya diferencia se debe exclusivamente a la elevada cifra calculada para la emigración, que a finales de 1940, no pasaba de 250.000 hombres. Con esta rectificación llegamos a la cifra de 214.150 muertes, que ya nos sitúa en línea con cualquier tipo de estimaciones.

Resulta claro, por tanto, que las muertes después de la guerra fueron muy inferiores, contra todo lo afirmado por Jackson o su discípulo Tamames, a las que normalmente de barajan, debiéndose introducir, en este caso, un coeficiente reductor del orden del 10 cuando menos.

En resumen, cualquiera que sea el procedimiento aceptado, las cifras de Villar, las de Tamames, que habla repetidas veces de las pérdidas de natalidad para después escamotear, como Jackson, su cifra o las más recientes de J. Salas, Touceda o Gárate, no hay forma de pasar de las 250.000 muertes para todo el decenio, y eso incluyendo los muertos españoles de la segunda guerra mundial.

Y ya para terminar, vamos a comentar brevemente algunas de las ideas que nos sugiere o aconseja el señor Jackson. Dice que los historiadores del Régimen llevamos treinta y cinco años hipnotizados con la versión de la guerra dada por los vencedores, y la realidad es precisamente la contraria. Los historiadores que permanecemos en España estamos despiertos y bien despiertos y lo venimos demostrando ampliamente desde hace quince años con estudios serios, concienzudos y documentados, que día a día van aportando nuevas pruebas y dando luz a los aspectos más controvertidos de nuestra historia contemporánea. Abella, Alcofar, Artola, Bravo Morata, Casas de la Vega, Castell, Cornelias, Cuenca, Gárate, Martínez Bande, Martínez Campos, Palacio Atard, París Eguilaz, Pavón, Priego, Ricardo de la Cierva, Salas (R. y J.), Seco, Sevilla Lozano, Sevillano, Tusell, Viñas, etc., dan prueba de ello desde distintas posiciones ideológicas, tanto que podría decirse que toda aportación sustancial al esclarecimiento de la verdad histórica en los últimos quince años, tiene su nacimiento en este país. Por el contrario, el inmovilismo más cerrado y la cristalización más cerril en ideas superadas se da precisamente, como no podía ser por menos, en los medios de los exiliados o en aquellos foráneos por ellos influidos, Es el grupo que pudiéramos llamar de los nostálgicos, incapaces de adaptación a las cambiantes situaciones históricas y anquilosados cerebralmente.

De todas formas, la verdad va abriéndose paso, y estudios como el de Whealey lo demuestran, No le quepa la menor duda al señor Jackson. A medida que más avanzamos en el conocimiento de los hechos, aparece con mayor claridad, que los gubernamentales, dispusieron de más fusiles, más ametralladoras, más cañones, más tanques, más aviones, y, por supuesto, más barcos que sus enemigos. Por añadidura, y aunque no lo crea Jackson, también mataron más.

Naturalmente que estamos dispuestos, ya lo venimos haciendo, a enfocar seriamente y en forma objetiva el problema global. No rehuimos ningún tipo de confrontación, que por supuesto no tememos, entre otras muchas cosas, porque no nos encastillamos en ideas preconcebidas, ni nos afirmamos en ningún prejuicio. Los estudios de todos los autores citados y de algunos más, son una prueba de cuanto digo. Somos permeables a cuanto tenga rigor científico y carácter de prueba y aplicamos una severa e implacable crítica a cuanto sea cuestionable, pero siempre estamos dispuestos a aceptar aquello que aparezca claro, y en ese camino el señor Jackson tiene expedita la vía. En esta Sección de Estudios de Historia Contemporánea de España, encontrará cuanta colaboración desee para analizar cualquier aspecto de nuestra guerra. Nosotros tenemos abierto el debate permanentemente.

Esta disposición nuestra le parecerá asombrosa a Jackson, que tantas veces se vio negado el acceso al Archivo Histórico Militar, pero no sé por qué le produce tanto escándalo este hecho a un hombre al que aún hoy, le parece que no es conveniente citar los nombres, como medida de seguridad, de quienes le facilitan información. Es, fundamentalmente, este criterio de discreción el que mantiene cerrados todos los archivos del mundo durante períodos de tiempo muy prolongados. El señor Jackson nos dice en el prólogo de su libro, que ha trabajado mucho en Francia, en cuya Universidad se graduó, y si es así, sabrá perfectamente que en nuestro vecino país es totalmente imposible tener acceso a la información militar y política. Sus series de documentos diplomáticos se vienen publicando con más de treinta años de retraso y aún no se nos informa de los sucesos del año 1938. En Gran Bretaña, el secreto se mantenía durante ese mismo tiempo, aunque ahora parece que lo van a reducir a veinticinco anos, y en Italia es todavía difícil consultar los archivos para ver la documentación del C.T.V. o de la Aviación Legionaria. Los documentos alemanes nos fueron conocidos con anterioridad, pero no precisamente por voluntad germana. En la Unión Soviética no hay forma de meter las narices. En este nuestro país, tan tradicional, en el reglamento del Archivo Central Militar se indica que para consultar documentación en que aparezca implicada la memoria de cualquier miembro del ejército, es precisa la autorización expresa de los herederos del personaje en cuestión. Como verá, en ningún sitio es fácil tener acceso a documentación contemporánea, y desde luego España no es una excepción, aunque desde fecha relativamente reciente, cada vez es más fácil y frecuente conseguir autorizaciones para visitar nuestros archivos y consultar documentación reservada o secreta. Hoy son muchos los investigadores nacionales y extranjeros que han explorado los fondos de Madrid y Salamanca. Esperamos y deseamos que en próximas visitas a España, el señor Jackson pueda ver los documentos que desee y que entre sus deseos figure el de dialogar con nosotros.

El señor Jackson, por último, se lamenta de que los españoles nos veamos privados de la fortuna de leer sus libros, pero no tenga demasiada pena por ello, salvo en aquello que pueda redundar en perjuicio de su economía, pues en lo que se refiere a la difusión de su pensamiento, la tiene, y muy amplia, ya que en fecha reciente le ha servido de caja de resonancia el notable economista y mediocre historiador Ramón Tamames en un libro que conocerá el señor Jackson, que se titula La República. La Era de Franco, y que ha tenido un fabuloso éxito editorial, aunque como afirma uno de nuestros primeros historiadores, no pasa de ser «un gravísimo yerro… frecuente en la historiografía contemporánea, aunque en grado sumo».


In Boletín de Orientación Bibliográfica número 100, diciembre de 1974, pp. 7-29