Existen buenas razones para que seamos revolucionarios. Es necesario que los conformistas, los satisfechos, los que nunca quieren saber nada de nada y los que nunca se comprometen las conozcan. No pretendemos convencerles, seria inútil, no pretendemos siquiera entablar una discusión inacabable en la que a nuestras razones opusieran las suyas, no pretendemos tampoco tener razón en términos absolutos; tenemos razones, las nuestras, y éstas nos bastan, y creemos conveniente que las conozcan para que no se llamen a engaño y, sobre todo, para que no busquen a nuestra postura y a nuestra acción revolucionaria causas distintas y engañosas. Para que no digan, por ejemplo, que se trata de una turbia maniobra del comunismo internacional; o, quizá, que somos unos ingenuos y que estamos engañados y manejados por manos y poderes ocultos. Bueno, de todas formas dirán lo que les plazca, pero sabremos que lo dicen con mala conciencia y sabiendo que mienten. Hace ya bastante tiempo que no esperamos nada de los conformistas ni de los reaccionarios, nada a excepción de su propia actitud intolerante y sectaria, nada a excepción de su violencia.
Nuestras razones no son ideológicas. No somos revolucionarios que ha convencido una doctrina. Tampoco lo somos por razones de Justicia en términos absolutos. Nuestras razones no son razones abstractas sino hechos. Es importante que esto quede bien claro: no somos revolucionarios porque seamos cristianos, marxistas, falangistas o seguidores de Gandhi. Nada de esto, somos revolucionarios por razones vitales y objetivas, porque hemos nacido hombres en unas circunstancias determinadas, hemos abierto los ojos, hemos visto, hemos sentido, y hemos conocido lo que estorba a nuestro desarrollo, y nuestra vida se ha hecho revolucionaria, pues de otra forma no sería nada.
Aunque Cristo no hubiera nacido, muerto y resucitado, aunque Marx no hubiese escrito sus obras, seríamos revolucionarios.
La cosa es bien sencilla; cualquiera puede entenderlo si es que quiere. En el año 1957, según el informe del Banco de Bilbao, los ingresos anuales per capita fueron de 15 131 pesetas. Después, según parece, han aumentado. Lo que quiere decir que si la totalidad de la renta nacional se distribuyera por igual entre todos los españoles a cada uno nos tocarían unas dieciséis o diecisiete mil pesetas. Pero en España pasa como en el clásico cuento que se utiliza para demostrar que la estadística nada demuestra: "Un informe estadístico demostró que en un pueblo se consumía medio pollo y medio kilo de patatas por habitante; claro que los que vivían en el pueblo sabían que la mitad del pueblo comía un pollo completo, y la otra mitad sólo patatas." Pues bien, también los que vivimos en España sabemos que algunos españoles reciben ingresos de más de un millón de pesetas al año, y otros de más de medio millón, y otros de más de trescientas mil pesetas, y que por lo tanto a muchos sólo les tocan "las patatas" y a algunos ni siquiera las patatas. He aquí una buena razón objetiva para que seamos revolucionarios. Es una de nuestras razones. Quizá, después de todo, sea la misma razón, aunque no lo confiesen, que tienen los reaccionarios y los conservadores para serlo de forma tan tenaz y violenta.
Es tan buena razón, tan clarificadora, tan ajena a las turbias y oscuras maniobras de las fuerzas ocultas y de las ideologías subversivas, que conviene examinarla con una cierta meticulosidad con las estadísticas en la mano; un informe del Banco de Bilbao nos las proporciona.
Son veintitrés provincias las que tienen unos ingresos que distribuidos por igual entre sus habitantes no llegan a la cifra nacional de quince mil pesetas. Vizcaya se encuentra en cabeza con unos ingresos de más de 30 000 pesetas por persona, y en la cola Orense con 7 893 pesetas. A los habitantes de Toledo, Córdoba, Albacete, Ciudad Real, Málaga, Avila, Cáceres, Jaén, Almería y Granada, les tocaría, en un reparto teóricamente igualitario, cifras inferiores a las 10 000 pesetas. Realmente los pobres de estas pobres regiones deben ser muy pobres. En pobres no tenemos nada que envidiar al extranjero.
Veamos ahora lo que pasa en la población activa. Nuestro informador nada nos dice de lo que ingresan los grandes de nuestra economía, pero sí nos aclara que 105 324 787 336,32 pesetas se las reparten entre 378 626 pequeños empresarios industriales, comerciales o de servicios, "tocando" una media de 278 176 pesetas mientras que una cifra quince veces inferior, es decir, un poco más de siete mil millones es repartida entre 583 260 trabajadores independientes y pescadores, correspondiéndoles una media de 12 457,33 pesetas de ingresos anuales, por tanto veintitrés veces menos que lo que perciben los empresarios. Los dos millones de trabajadores agrícolas asalariados tampoco salen mucho mejor ya que tienen que reparirse veintiocho mil millones, algo más de una cuarta parte de lo que se reparten los trescientos setenta y ocho mil empresarios.
Pero aun podemos saber algunas otras cosas por estas estadísticas; por ejemplo, que en Málaga 4 386 pescadores obtuvieron en el año 1957 unos ingresos medios cada uno de 7 674,41 pesetas, y que 4 082 trabajadores independientes de Guadalajara tuvieron que vivir con unos ingresos anuales de 7 030,86 pesetas, y que en Huesca fueron 5 460 los que vivieron con 6 738 pesetas, y 5 078 de Teruel se las arreglaron o no con 6 341,07 pesetas y 25 745 obreros agrícolas de la Coruña, y 71 971 de Alicante superaron un poco las 7 000 pesetas, y no llegaron a las 6 500 pesetas ochenta mil obreros de Jaén, y más de cien mil obreros del campo de Murcia se tuvieron que conformar con una media de 5 500 pesetas anuales.
Si se tiene en cuenta que todas estas cifras son de hombres activos, y que estas personas activas tienen a su cargo otras que, por demasiado jóvenes, demasiado viejas o enfermas, no son activas, y que se trata de cifras medias, podemos realmente aproximarnos a qué se queda reducida para algunos millones de hombres, de españoles, esa renta per capita de 15 000 pesetas después de retirada la parte de león que se llevan los poderosos.
Estas son buenas razones objetivas, vitales, para que seamos revolucionarios.
Más tarde seguiremos dando cifras; descansemos de momento con unas consideraciones generales.
No estamos demasiado convencidos de la exactitud de las estadísticas que utilizamos. Creemos que ofrecen una visión demasiado oscura de nuestra sociedad. Si fueran absolutamente exactas, el país, en el año 1957, hubiera pasado por un hambre aguda y hubieran sido incontables los muertos por inanición y abandono, y, de hecho, en esa realidad que es mucho más importante que la estadística no ha ocurrido tal cosa, los millares y aún millones de muertos teóricos han ido "tirando", malviviendo. Siempre hay recursos, ingresos incontrolados que se escapan a la anotación de los técnicos, y son los que realizan el diario milagro de que una familia se sostenga sin bajas por hambre con unos ingresos oficiales medios de 500 pesetas mensuales. Pero, naturalmente, el que millares de familias españolas se sostengan año tras año por el milagro diario de su ingenio, de sus privaciones, de sus ingresos extras incontrolables, con todo lo que significa de angustia permanente y de inseguridad, de lucha cotidiana y de miseria, es al menos tan buena razón para que seamos revolucionarios como las que nos descubren las oscuras e imprecisas estadísticas del capitalismo.
Sin embargo, las estadísticas, aún con sus deficiencias e inexactitudes, tienen una gran ventaja, nos muestran la magnitud de los problemas y los abstraen de la anécdota, los colectivizan y los hacen manejables.
Naturalmente existe la anécdota, el caso concreto. Existe el caso de ese obrero que conocemos que trabaja en el puerto y que vive con su mujer y dos hijos pequeños con unas liquidaciones de salarios que no llegan a las mil pesetas mensuales. No todos los días hay trabajo en el puerto y hay que comer todos los días. Nosotros sabemos como lo logra; sabemos que es fácil el llevarse del muelle unos plátanos a casa, sabemos que vende bolígrafos, y plumas falsificadas, sabemos que un día que "hubo suerte" logró "apañar" toda una pieza de tela que había en la bodega de uno de los barcos; era del sobrecargo, venía de estraperlo y nadie protestó, pues nadie podía hacerlo. Sabemos, en fin, como se realiza el milagro, y como no es posible que los técnicos del Banco de Bilbao tengan en cuenta estos ingresos. En teoría son cuatro muertos de hambre, en la realidad objetiva es una familia que vive en una sola habitación que es el paso para el retrete común de otras varias familias, pero que come todos los días aunque no sea mucho ni demasiado escogido. En el puerto son más de trescientos hombres los que diariamente, en una eventualidad permanente, esperan que les contraten para descargar un barco. Y en España son muchos los puertos, y muchos los obreros portuarios; demasiadas anécdotas. La estadística nos resuelve el problema y nos ofrece su magnitud exacta, socializada, nos da nuestra razón revolucionaria, que no es que ese obrero portuario que conocemos viva de milagro, sino que existen tantos miles de obreros portuarios con unos ingresos oficiales medios de tantas pesetas, lo demás... el contrabando, la pesca de panchos en las largas horas de paro forzoso, la habitación realquilada, el robo habitual, el trabajo de los hijos menores, el bar que limpia la mujer en las primeras horas de la mañana y hasta la limosna de las damas caritativas, es el apéndice hiriente, la secuela cruel del hecho que nos descubre, si sabemos leer, la estadística imprecisa, fría y hasta objetivamente imposible.
La cuestión es más importante de lo que parece. Efectivamente, cuando sólo conocemos la anécdota, tal caso o tal otro, si se tienen unos sentimientos medianamente humanitarios, y si se puede, se procura ponerlos remedio; cuando lo que se conoce es la estadística, y se tiene la certeza de que se trata de un fenómeno colectivo, socializado, que no son casos personales e individualizados, sino que ocurrirá así tantas veces como se presenten las mismas estructuras, entonces no es posible más que la acción revolucionaria. Y del mismo modo pasa aun en el caso de las víctimas, de los que padecen y son protagonistas de su caso; mientras no se abstraigan de éste y no vean el fenómeno socializado, no tendrán conciencia revolucionaria y sólo se preocuparán de resolver su caso con el diario milagro de su ingenio y de su inacabable sufrimiento.
Por eso, por todas estas razones, somos revolucionarios y no filántropos ni limosneros.
Los Cuadernos de Documentación Técnica del Congreso Sindical, Madrid 1961, nos informan de algunos datos básicos referidos al año 1960, que nos permitirán centrar el problema después de la primera aproximación que ya hemos realizado.
Partiendo de una población de 30 millones de habitantes en números redondos -hoy, según parece, hemos superado esta cifra- de esta población el 37,5 % lo constituye la población activa, lo que quiere decir que unos once millones trescientas mil personas, según las estimaciones estadísticas, reciben los ingresos con que se mantienen los treinta millones. Este dato no es completamente exacto, ya que con seguridad dentro del 62,5% calificado inactivo existen muchos hombres, y sobre todo muchas mujeres, que reciben retribuciones por sus trabajos y que no han sido controlados por los servicios estadísticos. Pensamos al hacer esta afirmación, en el gran número de mujeres que trabajan como interinas y como criadas en casas privadas y aun en oficinas y establecimientos públicos, que no figuran en ningún sindicato, ni censo; en los niños colocados de pinches, recaderos, y otros puestos subalternos, que por no tener la edad laboral tampoco son dados de alta en los seguros ni en las otras fuentes de información estadística; en las prostitutas, en las costureras a domicilio, en la multitud de mujeres y hombres que realizan trabajos en su domicilio para establecimientos comerciales y fabricas, etc. Todos ellos constituyen una parte importante de ese milagro diario de como se mantiene un enorme número de familias al que nos hemos referido antes.
Sin olvidar en ningún momento estas correcciones que impone la realidad y que tenemos que considerar implícitas en la estadística, y siguiendo a ésta, veamos de que forma está compuesta esa gran masa que la economía llama inactiva y que en España la constituyen 19 millones y medio de personas. El 51 % está formado por mujeres dedicadas a eso que los formularios oficiales llaman de forma tan imprecisa "sus labores", especie de cajón de sastre en el que se encuentran desde el no hacer absolutamente nada salvo descansar, arreglarse y pasear -quehacer de animal de lujo en el que algunas mujeres convierten sus vidas- hasta ese trabajo agotador al que están sometidas muchas madres de familia, verdaderas esclavas de su hogar. El 25 % lo constituyen los estudiantes. El 20,6 % la población infantil. El 2% los jubilados. Y, por último, el 1,4% esa extraña clase de gente que vive de sus rentas sin trabajar.
Según la misma fuente de información, el 41,59% de la población activa, es decir, 4,7 millones de habitantes, corresponden al sector laboral agrícola; el 28,31 % -3,2 millones de personas- al sector industrial; y el 30,1 % -3,4 millones- al sector servicios.
Respecto a la distribución de la población activa por sexos, según parece el 12,4 % son mujeres, es decir que trabajan un millón cuatrocientas mil mujeres, de las cuales aproximadamente un millón se encuadran en el sector de servicios, y el resto en el sector industrial; en el campo al parecer no trabajan las mujeres. Esto último, que resulta curioso, se debe simplemente a que no son estimadas por el censo, pues cualquiera ha podido observar el gran número de mujeres que en realidad están con la azada, el rastrillo, y otros instrumentos trabajando por las tierras de España, y que son ignoradas por las estadísticas sindicales.
Estos porcentajes y cifras nos ofrecen unos primeros grupos humanos diferenciados por la forma en que obtienen sus medios de vida. Del campo depende directamente más de la mitad de la población española, ya que aunque sólo el 41,59 % de la población activa obtiene sus ingresos del trabajo en el campo, como quiera que sus mujeres no se han tenido en cuenta en este tanto por ciento, parece evidente que la población inactiva que depende de estos 4 millones setecientos mil hombres sea mayor que la del resto de los sectores, por lo que no resulta ni mucho menos exagerada la estimación de que 15 millones de personas dependan económicamente de nuestros campos y que a ellos afecten de manera especialísima las estructuras económicas en que se asientan, empezando por el importantísimo problema de la distribución de la propiedad agrícola y su explotación y rendimiento. Si, como veremos, las peores condiciones sociales, culturales y económicas, se dan en este sector agrario, es natural que podamos decir desde ahora mismo que ahí se encuentran las más importantes y acuciantes razones de que seamos revolucionarios.
El segundo sector en importancia cuantitativa es el sector servicios. En él se encuentran comprometidos casi tres millones y medio de trabajadores de todos los tipos y la parte correspondiente del sector inactivo que de ellos depende, sector que se puede estimar como compuesto por unos 8 millones y medio de personas.
Por último, del sector industrial dependen económicamente unos seis millones y medio de personas, y cuya importancia primordial en el desarrollo económico es innegable.
Cada uno de estos sectores tiene sus propios problemas específicos, y entre ellos están íntimamente relacionados, hasta el punto de que no puede pensarse en resolver el problema agrario, por ejemplo, sin emprender al propio tiempo todo un plan de desarrollo industrial que absorba el enorme excedente humano que existe en el sector agrícola. Es más, resulta evidente que ni aún desde el punto de vista humano se encuentran separados, ya que existen una gran multitud de personas que pertenecen a dos de los sectores y así nos encontramos con los llamados obreros mixtos, tan frecuentes en el norte, que alternan sus trabajos en la fábrica con los cuidados de una pequeña propiedad agrícola y ganadera, y también desde luego con el gran número de funcionarios rurales y comerciantes de pequeños pueblos que son al propio tiempo agricultores y ganaderos.
Sin embargo, para una profundización de nuestras razones revolucionarias resulta práctico y eficaz el separar el estudio de los sectores, sin perder de vista que la sociedad española es una, y que si bien se muestra dividida en grupos con intereses muchas veces antagónicos, que estorban e impiden su desarrollo, esto es algo que debe superarse y una de las causas de que en el país sea necesaria una profunda transformación revolucionaria.
Es absolutamente necesario, antes de pasar al examen separado de estos grandes sectores, el volver nuevamente la vista a la realidad objetiva apartándonos de la abstracción de las cifras. No podemos dejarnos atrapar por la arbitraria lógica de la ciencia económica, al menos sin protestas. El campo en su realidad viva sociológica y en su geografía de estepas, de vegas, de huertos, de montañas, con sus pequeñas villas y lugares, sus caseríos y, sobre todo, con sus hombres renegridos y sus mujerucas, sus mozos, sus chiquillos, sus alcaldes pedáneos, sus jueces y sus maestras, sus curas y sus caciques, con sus médicos rurales, y hasta con sus mujeres fáciles, es cosa bien distinta del aséptico sector económico agrícola que nos separan para su disección la economía y la estadística.
El campo, realidad vivida, es mucho más que media España. Quien haya visitado una sola vez con los ojos abiertos León en día de mercado, y haya visto en su plaza vieja esa larga fila de mujeres vestidas de negro con sus cestos a los pies colmados de huevos, o de verduras, con una gallina o un cordero apretado contra su regazo, mudas, falsamente indiferentes a la multitud que pasa y repasa delante de ellas, que se detiene un momento, examina y palpa la mercancía y alguna vez compra, habrá comprendido que las viejas ciudades castellanas son todas ellas campo. Que su apariencia urbana es simple fachada; que los abogados en su despacho viven el problema de los linderos y del precio del trigo, que en los bancos no se mueven pesetas sino mulas y cosechas, que en los bares y en las tabernas y en las casas de comida y en los comercios y en los prostíbulos, es dinero campesino el que circula y el que da su carácter, su prosperidad o su pobreza al vivir ciudadano.
Y el gran sector industrial queda arrinconado en puntos concretísimos de nuestra geografía: Bilbao, Barcelona, Vigo, Gijón, Aviles, Mieres y La Felguera, Alcoy, Eibar, puntos concretos, arrinconados por el campo, que convierte a Valencia en naranjas, Andalucía en vino y en aceite, Santander en leche, Palencia en patatas, a toda Castilla en trigo.
Y el sector servicios desaparece atomizado, perdido en oficinas oficiales, en delegaciones, subdelegaciones y agencias, en cuarteles y comisarías, en despachos y en clínicas, hasta en casas de peones camineros por ciudades y pueblos, imprimiendo sólo carácter a Madrid, la gran explosión de la burocracia centralizada.
España es su campo, y sólo aceptando esta realidad y partiendo de ella es posible entenderla y arreglarla, y el campo de España -su pobreza, la enorme carga humana que soporta y que le aplasta, su escasa mecanización, su distribución absurda- es una buenísima razón para que seamos revolucionarios y estemos dispuestos a no cejar hasta que su estructura sea eficiente y razonable, aunque sea a costa del malhumor y de los intereses de quienes quieren mantener el actual sistema arcaico porque les favorece y les permite mantener su situación de privilegio.
Ignacio Fernández de Castro