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Máximo Ordóñez [Roberto Mesa]

Ian Gibson : La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca


194 páginas (Ruedo ibérico, París, 1971).


Ian Gibson relata los detalles de una historia real que parecía sabida, pero que, efectivamente no se conoce en profundidad : la muerte de Federico García Lorca. Una muerte más de la guerra civil española, pero que, por la calidad de la persona asesinada y por las circunstancias que en el hecho concurrieron, ha terminado convirtiéndose en un símbolo ; un símbolo que arropa un dato exacto : la represión franquista ; más exactamente, el valor de la represión como base sobre la que se asienta el poder del Estado en España desde 1939.

Hay que convenir en que sobre el valor abstracto « Lorca-símbolo » se había alzado una mitología de signo contrario, pero usada indistintamente a derecha e izquierda. Y no parece obvio advertir que al nacimiento de esta mitología no había sido ajeno, ni mucho menos, el mismo poeta. Con García Lorca moría Ignacio Sánchez Mejías y en García Lorca se asesinaba a Antoñito el Camborio; figuras, una de la vida taurina y otra de ficción, que habían sido pretexto para que el poeta se recrease (de volverse a crear) a sí mismo. ¿ Aquel « andaluz tan claro, tan rico de aventura», era el Ignacio emparentado con los « Gallos » o el mismo Federico ?

Pero, avancemos de menor a mayor. Tal mitología personal, legítima en cualquier poeta, se enriqueció o se ensombreció por la historia real, turbia y contradictoria. En 1954, aparecía en Madrid la primera edición de las Obras completas (Aguilar) de Lorca ; en la biografía cronológica que se incluye, al llegar al mes de julio de 1936, aparece esta palabra : « Muere » ; aparte el abultado error temporal (Lorca fue asesinado el 19 de agosto de 1936) casi podría resultar encomiable el laconismo, tan poco usual en las letras hispanas.

Gibson cuenta en su libro cómo muere Lorca ; más correctamente, cómo fue asesinado. Para ello, ha realizado una laboriosa tarea, la única, además, objetivamente adecuada para desarrollarla con honestidad y con rigor científico. Vivió en Granada, más de un año ; habló con los más próximos al poeta, aún vivos ; reconstruyó el ambiente granadino, desde febrero de 1936 (las elecciones del Frente Popular) hasta el mes de agosto del mismo año; y, por último, se entrevistó con los muy aparentemente responsables del crimen. Varias eran, hasta ahora, las hipótesis « oficiales » en torno al suceso de Granada. Franco, el 26 de noviembre de 1937, había declarado a La Prensa de México: «Lo cierto es que en los primeros momentos de la revolución en Granada, ese escritor (se refiere, sin nombrarlo, a Lorca) murió mezclado con los revoltosos ; son los accidentes naturales de la guerra.» Nos hallamos ante los dos polos de una misma falsedad : Lorca, revoltoso (revolucionario); Lorca, víctima de un « accidente », de los elementos incontrolados.

El trabajo de Gibson, muy superior a todos los anteriores (Claude Couffon, Marcelle Auclair, por citar a dos de los más divulgados), y que sigue los pasos a Gerald Brenan, tiene el gran mérito de dejar bien claros dos extremos : García Lorca no fue un revolucionario, y mucho menos un revoltoso. El grado de compromiso de un poeta, de cualquier intelectual, sólo puede medirse por su actividad política personal o por su obra escrita y publicada. Con respecto a lo primero, Lorca era un hombre « irreal », en el sentido más amplio y lírico del término, dotado de una gran conciencia humanista (« Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada... ») ; bagaje que, siempre hay que recordarlo, era más que suficiente por otra parte para asesinar a una persona en la retaguardia andaluza de la guerra civil. Habría que insistir, como hace Gibson, en la vida y en el ambiente de las provincias andaluzas (y, en general, de todas las provincias españolas), que pueden resumirse con dos palabras : envidia y mediocridad. Y también habría que recordar otra constante del fascismo que se repite en todas sus versiones nacionalistas : el anti-intelectualismo. Puede afirmarse que, prácticamente, cuando se inicia la guerra civil, García Lorca no era un temible enemigo político en Granada, ni tampoco un intelectual arrojado a la aventura de la praxis revolucionaria ; pero que tanto por su postura personal, como por su ideología humanista, era un enemigo objetivo del fascismo español que comenzaba entonces su larga vida. Lo demás, las teorías acerca de lo que habría sido García Lorca de no haber sido asesinado, no son admisibles ni a nivel histórico, ni a nivel científico.

El segundo extremo, también aclarado por Gibson, es la especie tan hábilmente propalada, de que Lorca murió a manos de unos elementos irresponsables, de un puñado de fanáticos «un accidente natural de la guerra». Gibson determina, de una vez para siempre, que el poeta permaneció desde la tarde del 16 de agosto de 1936 hasta la madrugada del día 19, en el edificio del gobierno civil granadino. No fue, por tanto, una vendetta particular, ni un penoso accidente; Valdés Guzmán, gobernador civil, tuvo largo tiempo para meditar su acción, así como sobre los resultados de la misma. Gibson avanza también la hipótesis, basada en algunas confidencias personales, de que el general Queipo de Llano tuvo conocimiento de la detención de Lorca y que recomendó su fusilamiento. No hubo, pues, accidente, sino crimen premeditado.

Ahora bien en torno al Lorca asesinado se ha cernido una conspiración complicada, unas veces por el silencio y otras por las contradicciones. Por ahora, seguimos sin conocer los motivos inmediatos que provocaron el asesinato, así como permanecen ocultos los nombres de los más directos responsables. Gibson ha conversado largamente con Luis Rosales, en cuya casa familiar granadina se refugió Lorca y donde fue detenido, y también con Ramón Ruiz Alonso, diputado cedista que procedió personalmente al acto físico de la detención. Las declaraciones de ambos, en grados distintos, son una ilustración evidente de inconsecuencia, de irresponsabilidad y, hasta diríamos, de un inconcreto miedo físico. Los dos niegan su responsabilidad y se consternan ante el crimen perpetrado hace ya más de treinta años. Pero de las entrelineas de las dos declaraciones, queda flotando algo palpable : que los dos saben más de lo que dicen y que ambos callan, que silenciosos se irán a la tumba con un secreto posiblemente comprometedor.

En consecuencia: García Lorca, que sobre el papel no era un temible enemigo político sino un honrado idealista, fue fría y premeditadamente asesinado. Y que en España, todavía hoy existen personas que conocen los motivos, así como los inductores y los autores directos del crimen. En el libro de Gibson estos puntos, unas veces por prueba evidente y otras por omisión, quedan suficientemente establecidos. Gibson rebate también otra tesis muy difundida y que, recientemente, desempolvó Jean Louis Schonberg : la muerte de Federico García Lorca, según el autor mencionado, se debió a un turbio ajuste de cuentas entre homosexuales granadinos.

Para nosotros, esta última versión es tan digna de respeto como las anteriores o, por el contrario, tan escasamente fidedigna. Es decir, o tan intrascendente o tan fundamental. Sobre la homosexualidad de Lorca parece que no cabe discusión alguna, sin necesidad de la ya tópica referencia literaria a la Oda a Walt Whitman ; tampoco estimamos seria la maniquea teoría de los homosexuales buenos y de los homosexuales perversos ; tesis tan reaccionaria como aquella otra que divide a los negros en buenos y en malos, en función de su arado de sometimiento al poder establecido. Un análisis político de la muerte de García Lorca exige que se asuma plenamente su condición de homosexual, como también debe tenerla en cuenta una critica literaria de su obra. Algo similar a lo que Octavio Paz realizó en su espléndido ensayo sobre Luis Cernuda, publicado en Cuadrivio, bajo el titulo de «La palabra edificante».

Tocamos aquí un punto medular de la natural idiosincracia reaccionaria de1 español, de opuestas ideologías, que cuando ya no encuentra argumento con el que fulminar a su rival (profesional, político, intelectual, etc.), lo condena a las tinieblas, vociferando: «...y,ademas, es maricón» Pero, más terminante que nuestra afirmación son las palabras de Paz, en el artículo sobre Cernuda más arriba citado, cuando escribe sobre el poeta sevillano: « Homosexualidad se vuelve sinónimo de libertad ; el instinto no es un impulso ciego: es la crítica hecha acto. Todo, el cuerpo mismo, adquiere una coloración moral. En estos años [Cernuda] se adhiere al comunismo (1930). Adhesión fugaz porque en esta materia como en tantas otras, los troyanos son tan obtusos como los tirios. La afirmación de su propia verdad le hace reconocer la de los demás: «Por mi dolor comprendo que otros inmensos sufren», dirá años después. Aunque comparte nuestro comun destino no nos propone una panacea. Es un poeta, no un reformador» (Octavio Paz, Signos de rotación, Madrid, 1971, p. 144)

Queremos decir, con todo lo que antecede, que tan execrable nos parece el asesinato de Lorca por ser un granadino triunfador en los escenarios madrileños y causante de la envidia de sus paisanos, por ser un socialista convencido gracias a su universal humanismo, como por ser y asumir plena y libremente su condición de homosexual. En España, se mata por las ideas políticas; pero el español también mata por machismo. Y el fascismo español es la sublimación del machismo ibérico. Es una lástima que Gibson no se haya detenido en este aspecto concreto de nuestra historia.

Para finalizar, queremos señalar otra virtud, y no de las menores, del estudio de Gibson. Para los españoles que no vivimos la guerra civil, Lorca quizá tenga otra mitología que para aquellos que directamente la padecieron. Para nosotros, Lorca ha llegado a representar, como Antonio Machado y Miguel Hernández, la fe de bautismo de la represión practicada a escala nacional ; el nombre concreto, santo y seña, de millares de españoles anónimos igualmente asesinados por el fascismo. Por ello, es tremendamente valioso el análisis espectral que Gibson realiza de las fuerzas políticas granadinas entre marzo y agosto de 1936; asi como el Apéndice B: «Muertes atribuibles a la represión nacionalista de Granada». Ya es hora de devolver su nombre y su apellido a tantos muertos. Y, en el plano científico, pensamos que es la única fórmula para reescribir la historia de la guerra civil: descender provincia por provincia, nombre a nombre, y aproximarnos, sin literatura, a la represión.


Publicado en Cuadernos de Ruedo ibérico nº 33/35, octubre 1971-marzo 1972