Introducción
Hay procesos ejemplares. El desarrollado los días 21 y 22 de febrero de 1978 ante los tribunales de la región del Sena Marítimo [Francia] es uno de ellos. Se juzgaba a una mujer joven por un acto atroz: había abandonado a sus dos hijos de dos y cuatro años en su piso y los había dejado morir de hambre. El padre, por su parte, había dejado a la madre "porque ya no le atraía" y no se había preocupado por los hijos "porque era ella quien debía ocuparse de ellos". ¿Unos monstruos? Ni siquiera eso. Unos seres totalmente inmaduros como tantos otros fabricados por nuestra hermosa sociedad. La madre había hecho desaparecer, antes de encerrar a sus crios, "todos los objetos que pudieran herirlos" y estaba persuadida, quince días después, de que los hallaría con vida, ya que "el hijo mayor era muy espabilado". Sin duda, era demasiado pedir del fiscal que acusase a la sociedad, la cual, como todo el mundo sabe, no es responsable de nada. Así que lanzó una buena parrafada acerca de la ausencia en la acusada de "ese sentimiento innato que se halla incluso en los animales y que conduce a las madres a luchar para proteger a sus crías". ¡Cosa hermosa el instinto materno! Permitía reclamar quince años de reclusión y obtener doce. Mientras que el padre se iba como había acudido: libre. Al parecer, tanto en los animales como en los humanos no existe el instinto paterno.
El caso es enormemente significativo; muestra para qué sirve el biologismo, es decir, la exageración, cuando se considera necesario, de lo que en nosotros hay de innato. Hablar de instinto en tal caso es exculpar al poder reinante, concretamente el de los machos. La mujer es culpable; habría debido escuchar a su instinto materno. Razonamiento de una perfecta inepcia. Pues el instinto, tal como se presenta en los animales, posee una fuerza constrictiva. El hecho de que esa mujer no le haya obedecido prueba hasta qué punto no existe el instinto materno en los humanos. Al razonar así, nuestro fiscal no hace más que encarnar el orden burgués: da a los instintos de los individuos el contenido que le conviene y obliga a entrar en el molde a todos los que no lo poseen. Freud fue el primero en practicar a lo grande este tipo de piruetas, cuyo acróbata inigualado sigue siendo. La primera víctima de ello es la mujer, cuya sumisión al macho justificó dando a su sexualidad el contenido apropiado. La originalidad del feminismo actual en Francia no consiste en combatir el freudismo, sino en ponerse bajo su advocación. Le ha bastado con seguir al izquierdismo, que, después de no haber tenido otro dios que Marx, ha descubierto uno nuevo en Freud, a través de su profeta Lacan. Son los marxistas quienes, en el MLF, más han contribuido al nuevo entronizamiento del sicoanálisis. Unos han abjurado de Marx, otros lo han conservado.
Al otro lado del Atlántico la situación es distinta. El sicoanálisis ha servido allá en tanta medida para asegurar el orden que los radicales lo denuncian. Hoy en día, está en retroceso como instrumento de alienación, en beneficio de la etología tal como la entienden Konrad Lorenz y sus émulos o, mejor aún, de la biología que, a través de los escritos de Jensen y Herrnstein, confiere a lo innato una importancia desmesurada con el fin de justificar mediante la superioridad innata de determinados hombres y determinados pueblos el orden actual caracterizado por una explotación generalizada. En todos esos análisis aparece, claro está, en primer plano la inferioridad mental de la mujer. Durante largo tiempo, ese tipo de discursos ha permanecido exterior a Francia; en la actualidad, ya están aquí y hacen mancha de aceite. Mientras que cuatro investigadores que ni siquiera tienen el valor de inscribir su nombre desembocan en una obra colectiva en un neorracismo, la feminista Evelyne Sullerot avala una empresa seudocientífica de desvalorización de la mujer en Le fait féminin. Decididamente, nadie mejor que los allegados a uno para traicionarlo.
Si estos intentos de exageración de lo innato gozan de tanto crédito, ello se debe a que la exageración contraria ha fracasado. No es posible, como hacen los marxistas, negar en el Hombre la existencia de instintos, amputándonos así totalmente del mundo animal. Es cierto que somos una fabricación de la cultura; pero eso no significa que lleguemos al mundo como una cera fundida que sólo pide ser manipulada. Y la mejor prueba de ello es que sufrimos cuando no nos conviene la sociedad en que vivimos. En contra del biologismo, que trata de impedir todo cambio, es normal que el pensamiento de izquierdas se haya refugiado en el culturalismo más descabellado: si no hay en nosotros nada más que lo que la sociedad nos ha proporcionado, entonces no sentimos por naturaleza ninguna inclinación hacia el orden y los privilegios; por lo tanto, el comunismo es posible; hará de nosotros unos hombres mejores. Semejantes análisis hoy en día resultan patentemente erróneos, a menos que nos tapemos voluntariamente los ojos. El comunismo no ha existido nunca, salvo en la imaginación de Marx o de Engels, y todos sabemos ahora que el camino más corto para ir al paraíso pasa por Siberia.
La creencia en un comunismo primitivo integral es justamente una de las razones que reducen a la insignificancia el análisis hecho por Engels de las relaciones entre los sexos. Lo cual no obsta, lo mismo en Francia que en otros lugares, para que ciertas feministas se aferren con devoción a esas cincuenta páginas obsoletas. Mucho más importante es la aportación de Lévi-Strauss, ya que ha subrayado el papel de objeto que juega la mujer en toda sociedad, aunque haya comprendido el fenómeno muy imperfectamente. Además, ha dado el golpe de gracia al matriarcado, esa edad de oro de las mujeres en que ya nadie cree, ni siquiera entre las feministas, aparte de algunas pocas mentes especialmente obtusas. El estructuralismo ha dado una dimensión científica a un terreno hasta entonces caracterizado por una considerable dosis de prejuicios, pero no ha resuelto todos los problemas, ni mucho menos. De ahí los intentos de conciliación de marxismo y estructuralismo, cuando no se les añade el sicoanálisis, no sin antes purgarlo de su biologismo para que la mezcla de los ingredientes no resulte explosiva. Todo lo cual no traduce en general -es lo menos que cabe decir- un gran esfuerzo de pensamiento. Marx, Freud, Lévi-Strauss: cuantas más luces se suman, menos aclarados estamos.
Muy escasas, por otro lado, son las tentativas puramente marxistas que se esfuerzan por retomar, corrigiéndolas, las ideas de Engels. Se trata de un intento suicida, pues es justamente en el terreno de las relaciones entre los sexos donde se transparenta toda la flaqueza del marxismo. No queda, pues, otra solución que repensar enteramente el problema y volver al propio Hombre, en tanto que especie dotada de instintos que le permiten vivir en sociedad. Reacción a un tiempo contra el estructuralismo, que reduce a cero a la naturaleza humana, y contra todos los biologismos, y el primero de ellos el freudismo, que le dan una importancia desmesurada. Tal es el camino que seguiremos, no sin haber mostrado antes largamente el fracaso de los otros dos. La cuestión de la mujer resulta ejemplar. En ella se ve mejor que en ninguna otra hasta qué punto aparecen bloqueadas las salidas tradicionales.
No soy el descubridor de ese cambio. Existe ya en Francia una corriente bioantropológica, muy minoritaria aún pero que cuenta con algunas personalidades de importancia. Hace algunos años se formó un seminario, el Grupo de los Diez, que ha acabado naturalmente por estudiar el problema de las relaciones entre los sexos. Ampliado a quince personas para el caso, ha publicado, tras recoger un poco por doquier numerosas opiniones, el resultado de esas cognaciones colectivas en forma de un volumen que, al parecer, fue un fracaso total. ¡Y bien merecido lo tenía! Cabía esperar algo mejor tras la notable obra de Serge Moscovici, La société contre nature, inmediatamente seguida de la profundísima, de Edgard Morin sobre la naturaleza humana. Bajo esta óptica intento aportar mi contribución. La teoría que aquí propongo de la relación hombre/mujer es nueva. Siendo el asunto, según opinión unánime, uno de los más difíciles que existen, no me he lanzado a ciegas. Al lector toca, por su parte, no reaccionar tampoco a ciegas. Demasiadas gentes tienen interés, en esta sociedad, en que los ojos permanezcan cerrados.
Claude Alzon