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Juan Martínez Alier

Convenios colectivos y lucha de clases


Los españoles tal vez encuentren algo superfluos los tres primeros capítulos del libro de Amsden, que tratan de la historia del movimiento obrero (principalmente en Cataluña), de la historia del nacionalsindicalismo y de los inicios de la « liberalización » en la década de 1950, capítulos estos sucintamente escritos y que servirán de introducción al tema para extranjeros no hispanistas. Los cuatro capítulos restantes son muy valiosos, para españoles y para extranjeros. Estudian respectivamente la estructura de la Organización sindical, las Comisiones obreras, los Jurados de empresa y las Negociaciones colectivas (estos dos últimos, de gran calidad, basados parcialmente en la experiencia personal del autor en la fábrica de cemento Asland, en Moncada, Barcelona). Además, el libro va a enseñar a los estudiantes españoles de economía, sociología y derecho, con ejemplos españoles, nociones simples, muy claramente expuestas, de sociología laboral (o sociología del trabajo, o sociología industrial, como se le quiera llamar), puesto que Amsden coloca sus conclusiones dentro de un marco teórico comparativo. A pesar que el libro proviene de una tesis doctoral, Amsden no cita a los sociólogos industriales con ánimo pedante sino, todo lo contrario, los utiliza con ánimo crítico (véase, por ejemplo, la crítica de Clegg, autor de Una nueva democracia industrial, Barcelona, 1966, en la página 116).

El autor establece una tipología, contraponiendo dos actitudes en la lucha obrera: el « egoísmo laboral » (industrial egotism) y la búsqueda del poder obrero. Ejemplos de «egoísmo laboral» son los intentos de los obreros de la sección Taller mecánico de Asland de utilizar su fuerte posición negociadora (debida a la importancia de su trabajo, dadas las características de la fábrica) para ganar beneficios para ellos solos, aun a costa de otros obreros de la empresa. Otro ejemplo, de más vuelo, sería la conducta de los obreros de las empresas autogestionarias yugoeslavas de pagar bajos salarios a los obreros eventuales que no tienen otro trabajo donde acudir y de vender los productos caros en situaciones de monopolio local. Ejemplos próximos al polo « poder obrero » serían, claro está, los ensayos soviéticos iniciales, los consejos o comités obreros de Polonia, Checoslovaquia, etc., que han florecido esporádicamente para sucumbir ante la presión rusa y, por supuesto, la colectivización en partes de España en 1936 sobre la que César M. Lorenzo (Los anarquistas españoles y el poder, Ruedo ibérico, París, 1973), y Frank Mintz (L'autogestión dans l'Espagne révolutionnaíre, Bélibaste, París, 1970), han escrito recientemente. Sin ir tan lejos, también se aproxima más al polo « poder obrero» que al polo «egoísmo laboral» la estrategia seguida en algunas fábricas (especialmente en Guipúzcoa) de pedir aumentos de salarios muy altos con el fin de forzar la intervención del Ministerio de Trabajo que otorga entonces « normas de obligado cumplimiento » -se llega pues directamente a un enfrentamiento entre la clase obrera y, no ya los fabricantes, sino el Estado (obteniendo así además, a lo que parece, mejores resultados económicos).

Las Comisiones obreras nacieron como órganos representativos de los obreros para negociar los convenios colectivos previstos en la Ley de 1958 que abolió el sistema de Reglamentaciones de Trabajo del periodo más o menos triunfante de nacionalsindicalismo. Los convenios colectivos, negociados generalmente a nivel de fábrica, eran demasiado importantes para los obreros como para que éstos dejaran la representación de sus intereses en manos de los funcionarios falangistas de la Organización sindical corporatista. Las Comisiones obreras nacieron así, espontáneamente, en las fábricas ante el estímulo de la necesidad de tener que negociar convenios colectivos -por tanto, el tipo de críticas (a veces aparecidas en Cuadernos de Ruedo ibérico) de gentes desilusionadas por el cariz político particular (o, mejor dicho, la falta de cariz político particular) adoptado por las Comisiones obreras, es en cierto modo improcedente. Los representantes obreros (tanto si ejercían sus funciones negociadoras de convenios colectivos dentro de los Jurados de empresa o en los escalones más bajos de la Organización sindical corporatista, como si las ejercían extralegalmente) no se planteaban el enfrentamiento al Estado como militantes políticos sino el obtener mayores beneficios económicos en los convenios colectivos. Los obreros, y las Comisiones obreras, se tomaron en serio las negociaciones colectivas y los líderes obreros no tuvieron otro remedio, al negociar con la patronal, que darse a conocer a la policía, con lo cual la represión les cogió de pleno, especialmente en 1969. Amsden cree que la falta de cautela no fue tan inevitable como puede parecer; en parte, se debe a que el Partido Comunista parece que llegó a creerse sus propias consignas reformistas de « reconciliación nacional » y de « diálogo », exhortando a la participación en elecciones para Jurados de empresa y para la Organización sindical corporatista, facilitando así, por supuesto sin quererlo, la tarea de la policía de identificar a los líderes obreros. Aunque las Comisiones obreras tuvieron un nacimiento espontáneo, después los líderes obreros se encuadraron mayormente en el movimiento obrerista católico y sobre todo en el Partido Comunista, y, en algunas zonas, también en grupos marxistas a la izquierda del Partido Comunista. Amsden explica esta evolución y constata también que la represión fue más dura con los comunistas que con los militantes católicos.

Después del escarmiento, la participación en los organismos del sindicalismo corporatista ha decaído. Por tanto, la conclusión de Amsden es que « la importancia decreciente de los Jurados de empresa como instrumentos de negociación y acuerdo con los patronos, sumada a la continua inquietud laboral, puede significar que las organizaciones obreras a nivel de fábrica abandonen la conducta de « egoísmo laboral » y se acerquen hacia el objetivo del «poder obrero», es decir, la ampliación de los conflictos a nivel de fábrica a niveles más altos de la sociedad ». Se llega así a la conclusión de que el final carcelario de las Comisiones obreras, al negarse el Estado a reconocer la representación que los obreros se dieron, significa que las organizaciones obreras clandestinas que vengan a crearse se enfrentarán cada vez más directamente al Estado, adoptando perspectivas más políticas y revolucionarias. La conclusión de Amsden no es, pues, pesimista.

La Organización sindical corporatista, que nunca deseó por supuesto la participación real de los obreros, no podrá tampoco canalizarla ahora -aunque es interesante, en el análisis de Amsden, el hecho que él destaca de que dos quintas partes del notable presupuesto de la Organización sindical corporatista está destinada a las llamadas Obras sindicales (Educación y descanso, Obra del Hogar, etc.), con todas las posibilidades de patronazgo y corrupción que esto representa.

La traducción de este libro deberá hacerse con cuidado. El vocabulario de la sociología industrial no está todavía fijado en castellano. De otro lado, hay expresiones del vocabulario obrero inglés y norteamericano que hay que traducir al castellano de los obreros. Un ejemplo es cómo traducir shop-stewards -« enlaces sindicales» es vocabulario del régimen, tal vez adoptado por los obreros, pero seguramente no. Además, en España debe haber variación regional en las terminologías (aun en castellano). Se plantea también la cuestión de cómo traducir industrial egotism. Lo que el autor tiene en mente es algo así como « economicismo ». Creo que se ganaría pues en claridad si la expresión poco feliz industrial egotism no fuera traducida literalmente (« egoísmo laboral ») sino por « economicismo » -tal vez lo único que el autor hubiera podido perder al utilizar esa categoría, tradicional dentro del movimiento obrero, hubiera sido su Ph.D.

Existe en el libro de Amsden una cierta falta de vinculación entre el primer capítulo (historia del movimiento obrero anterior a la guerra civil) y el análisis de las Comisiones obreras. Es una lástima que el autor no nos diga nada acerca de los recuerdos que tenían los obreros de Asland de la experiencia de 1936 (en 1966, la mayor parte de los obreros de esa fábrica tenían más de cuarenta años). El libro hubiera ganado en unidad si al discutir el Jurado de empresa en Asland, el autor hubiera averiguado si algún obrero establecía comparaciones con el comité que debió existir en 1936, aunque fueran comparaciones desfavorables, claro está. Eso hubiera servido para mostrar hasta qué punto los órganos representativos creados por la clase obrera española al margen de la Organización sindical corporatista en la década de 1960 han podido ser el germen de órganos de poder obrero. (Amsden es más bien escéptico al respecto, como queda dicho.) La historia relevante no es tanto la de los libros (que están prohibidos) como la de la memoria. Amsden conoce España lo bastante bien como para darse cuenta de la enorme importancia actual de las memorias de la revolución y de la represión, como es patente en sus comentarios sobre las razones del tardío desarrollo de las Comisiones obreras en el país valenciano. Es seguro que en bastantes fábricas de Cataluña (como ocurre en los pueblos y cortijos andaluces y sin duda en las minas de Asturias) se recuerda el nombre y las hazañas de los líderes obreros locales. Naturalmente, no resulta fácil hablar de estos asuntos en España, país de miedosos desde hace treinta años.

Amsden sitúa su análisis de los convenios colectivos dentro de una interpretación general de la evolución político económica del régimen español. Aquí se nota, sin embargo, una cierta ingenuidad -Franco aparece, por ejemplo, como el astuto manipulador de la Falange y de las diversas tendencias católicas de derecha ; la inflación anterior a 1959 fue « causada » por la monetización de los títulos de la deuda en el Banco de España, etc. Tópicos manidos, muchos de los cuales el turístico profesor Charles Anderson adoptó recientemente con entusiasmo en su Political Economy of Modern Spain, pero que Amsden recoge no por razones ideológicas sino porque no se disponía hasta recientemente de un análisis mejor. Es lástima que los excelentes análisis de Ricard Soler y Carlos Herrero (en su crítica definitiva a Ramón Tamames), ambos publicados en Cuadernos de Ruedo ibérico, no le hayan llegado a Amsden un poco antes. Amsden vacila, por ejemplo, en su análisis de la significación político económica de la legislación de convenios colectivos de 1958: ¿fue motivada por el deseo de « racionalización », es decir, de lograr rebajar los costes unitarios de trabajo, en contra de la clase obrera, o por el contrario puede ser considerada, más por sus consecuencias sobre la organización obrera que en sí misma, como una conquista de la clase obrera ? Al final, parece que ingenuamente se decide por considerar esa legislación como « un elemento esencial de ¡a liberalización económica introducida por ios ministros tecnocráticos». Ya es hora, me parece, de llevar el análisis político económico un poco más lejos y de no contraponer tecnocracia (opusdeísta) a burocracia (falangista) de modo tan simple. Por de pronto, un elemento de partida de la política económica «tecnocrática» fue la aquiescencia, a las órdenes del capitalismo imperialista. Además, como Amsden sabe bien, ésos son « tecnócratas » muy de estar por casa, que si fueran a conferenciar a la London School of Economics causarían la perplejidad más extrema. « Tecnócratas » opusdeístas que, con frecuencia reglamentada en los estatutos del Padre Escrivá, deben decirle a la Virgen María la jaculatoria Sedes Sapientiae! Además, ¿en qué universidades estudiaron esos supuestos « tecnócratas » ? La Universidad española produce gran número de cuentistas, plagiaristas, gente que copia en los exámenes y continúa copiando toda su vida. Primero se copió de Mussolini, luego se copió de Pierre Massé y, naturalmente, se ha armado una mezcla de difícil manejo. La única institución vigente de la administración española que es realmente fruto del genio hispánico es la Guardia civil, y ya hace muchos años que fue inventada.

Tras este inciso, volvamos a Amsden, quien, en realidad, no se olvida, entre paréntesis, de la importancia creciente del capital extranjero en el país y de su influencia política. Así, menciona el intento de un tal Mr Brown, del consulado de Estados Unidos en Barcelona, de dar dinero a los obreros que se metieran en la ASO y se refiere también a la cláusula en el Tratado de 1953 que da derecho al gobierno de Estados Unidos de hacer observaciones acerca de la legislación laboral española -será divertido leerlas en su día.

Amsden incluye también una crítica del ridículo libro de F. Witney (Labor Policy and Practice in Spain, Praeger, Nueva York, 1965), quien, como el profesor Anderson, creyó que se puede escribir sobre España impunemente. Es una lástima que hayan universitarios extranjeros que, por prisa de publicar otro libro para ganar puntos en sus carreras académicas, no dediquen el tiempo necesario y no aprovechen las ventajas que el ser extranjero del Atlántico norte da para tener financiación y para acceder a la información. Amsden (como, recientemente, Malefakis) han tenido la paciencia necesaria y ambos han escrito libros científicamente valiosos (y, por tanto, prácticamente valiosos). Para la izquierda revolucionaria, el libro de Malefakis es sobre todo importante por su análisis del origen de clase de los terratenientes meridionales. El de Amsden es útil no sólo por la información que contiene sino también porque está escrito desde el punto de vista del movimiento obrero, dentro de lo que cabe en un libro que salió de una tesis doctoral en Inglaterra. Si acaso, se le podría reprochar a Amsden el que no haya hecho un esfuerzo mayor para utilizar más documentación de la Organización sindical corporatista (actas de reuniones de secciones sociales y económicas, en teoría reservadas pero no tanto en la práctica), y también que no haya entrevistado a mayor número de empresarios extranjeros -las citas que incluye de algunos de ellos, norteamericanos, son muy sabrosas. Al movimiento obrero le conviene no sólo autoanalizarse sino también, tal vez más, saber qué piensan sus enemigos. Y en la sociología industrial hay muchos más estudios de actitudes obreras que de actitudes patronales, sin que exista razón científica alguna para que así sea. En España se cuenta con las encuestas a empresarios de Linz y de Miguel (alguna de las cuales versaba precisamente sobre actitudes acerca de convenios colectivos), cuyos resultados han sido publicados, y que, aunque no fueran al fondo de las cosas, deberían haber sido por lo menos comentadas por Amsden.

Digamos por último que el libro de Amsden no será traducido y publicado en España, porque es un libro que va al fondo de las cosas, y así Amsden pasará a formar parte del grupo de hispanistas prohibidos, grupo ya bastante numeroso en el que recientemente tuvimos el placer de recibir a Guy Hermet (quien anteriormente fue hispanista legal), aunque parece que vamos a sufrir la defección de Stanley Payne (con su libro sobre o, mejor, contra The Spanish Revolution). Se me ocurre, a propósito, la siguiente ¡dea. ¿ No sería justo establecer un sistema de compensación monetaria para los historiadores, sociólogos, economistas, literatos, cuyas obras, de reconocida calidad (como las de Gerald Brenan, Gabriel Jackson, la pequeña historia de España de Fierre Vilar, el libro de Artigues sobre el Opus Dei, las novelas de Juan Goytisolo, etc.) se ven impedidas por la censura de ser impresas y aun de circular en España ? Esa compensación monetaria debería salir de los derechos de autor de los hispanistas legales, cuyas obras, también de reconocida calidad, son de venta libre en España (como la de Raymond Carr). La compensación monetaria no debería distribuirse directamente a los autores prohibidos, sino encaminarla a una empresa neocapitalista de contrabando de libros prohibidos hacia España. Otra posibilidad sería que todos los universitarios nos negáramos a publicar en España hasta que la censura desaparezca, para así colocar al ministro de Información en posición embarazosa. Claro que a uno le sabría mal dificultar aún más a los jóvenes estudiantes españoles, que no pueden pagar los precios de mercado negro de los libros prohibidos, el acceso, incluso parcial, a la historia del país. A mí me parecía intelectualmente más sana, en realidad, la situación menos confusa de hace diez o quince años, cuando uno sabía que no valía la pena leer lo que se publicaba en España referente al siglo XX. Gracias a Dios, parece que pronto volveremos a esa situación.

Octubre de 1972

Publicado en Cuadernos de Ruedo ibérico nº 37/38, Junio-septiembre 1972