Nuestra época, si hemos de hacer caso de sus testimonios y mitos, está obsesionada por la idea de emancipación de las costumbres y no duda en admitir que la conquista de las libertades amorosas es tan importante como la de las libertades políticas, y pueden incluso ser correlativas. El papel desempeñado por el desnudo en los espectáculos y la publicidad, la moda que busca cada vez más la competencia de los sexos, los debates que continuamente ofrece la prensa acerca de las relaciones entre las parejas, la contracepción, el aborto, la novela pornográfica, las perversiones y otros vanos temas que hace tiempo escamoteaba la hipocresía burguesa, los movimientos de la opinión pública en favor de los amantes víctimas del puritanismo, el hecho de que día a día la noción de amor vaya siendo substituida por la de erotismo, todo esto corresponde a la búsqueda de una ética basada en una comprensión más amplia de los problemas de la intimidad. Sin embargo, resulta equivocado considerar que esta corriente de pensamiento es producto de las nuevas condiciones de vida, y supone una mutación en las relaciones cotidianas de las personas; en realidad no hace más que repetir, a menudo debilitándolas, corrientes ya existentes en siglos anteriores, y manifestar bajo formas diferentes la presencia de tendencias que se remontan a la Edad Media. Quienes impulsan hoy la revolución sexual han tenido precursores hasta tal punto audaces que aparentemente resulta difícil superarlos; si tuviéramos mejor conocimiento de esos rompedores de cadenas, veríamos con mayor claridad que los excesos de nuestros contemporáneos en este campo no son los signos de una decadencia, sino la continuación de una evolución progresiva y legítima.
Precisamente lo que vamos a encontrar en este libro son los retratos críticos de escritores que, ya por el ejemplo de su vida, ya por el carácter de su obra, han mostrado cómo podía llevarse a cabo la liberación del amor. Sus respectivas convicciones no son del mismo orden: unos ven la salvación en el culto exclusivo y absorbente de una sola persona; otros, buscando el placer total, preconizan el cambio incesante de pareja; los hay materialistas, que hacen de la pasión amorosa una fuerza de renovación social; y los hay que hacen de ella una mística, construyendo toda una religión en torno a su principio. Lo que todos tienen en común es el afirmar que el amor es algo perfectible, y que corresponde a cada persona el liberarlo de los prejuicios restrictivos y de las convenciones que lo aminoran, para llevarlo hasta un estado ideal de plenitud.
El amor es la concepción que se tiene del amor. Si no se tratara más que de un sentimiento, sería inútil querer buscarle un estilo; bastaría con dejar hablar al propio corazón; pero es también una causa de sensaciones y de estados de conciencia, lo que hace que tenga una historia, ya que se les puede amplificar con determinadas maneras de ser y disputar hasta el infinito acerca de lo que los favorece. Hubo un tiempo, en la prehistoria, en que las relaciones sexuales no necesitaban comentarios, en que se llevaban a cabo bajo el impulso de una opresiva necesidad biológica y en que, por consiguiente, la atracción amorosa se reducía a un instinto rudimentario. La mente humana ha bordado sobre estos datos, las variaciones de lo maravilloso, ha engrandecido la sexualidad hasta hacer de ella una prestigiosa aventura del cuerpo. Así pues, el amor es una invención humana, producto de la imaginación creadora de los individuos. Las confusiones ideológicas nacen de que se le tome por una entidad inamovible, y de que, invirtiendo la relación de causa a efecto que le liga a la imaginación, se sustituya el sentido activo que le es propio por un sentido pasivo. Del mismo modo que la imaginación está en el orden del concepto amoroso, interviene sin cesar para perfeccionarlo y reinventarlo. El amor en estado de idea, no es nunca más que un presentimiento, el recuerdo figurado de que existen amantes y de que el ser puede amar; no existe como si fuera una fuerza exterior a los interesados, que les pudiera revestir de un comportamiento convenido, es su propia subjetividad y el conjunto de conductas variadas que improvisan para relacionarse el uno con el otro; todo esto equivale a decir que son los amantes quienes crean el amor, y no el amor quien crea a los amantes. Al utilizar este vocablo, se debería tener siempre conciencia de que no indica una esencia eterna, ante la que comparecen los pueblos; de entrada, el amor no existe: sólo existe el ser amado. Dos amantes no llegan a ponerse en contacto más que construyendo a la vez el mito que les es más favorable. Sacan su mutuo acuerdo de lo imaginario.
Al examinar los hechos sociales y al interrogar acerca de ellos a la literatura que los interpreta, se da uno cuenta de que jamás ha habido más que dos formas de amar que se oponen o alternan en la opinión, como si dependieran de dos exigencias constantes de la humanidad: el amor único y el libertinaje.
¿Qué es el amor único? Es la elección definitiva que se hace de una persona para compartir con ella la vida sexual, afectiva, intelectual y pragmáticamente. Se basa en la persuasión, mantenida constantemente, de que se esperaba desde siempre al ser amado, y de que se une uno a él para siempre, a favor y en contra de todas las vicisitudes de la fortuna. Supone a la vez una victoria sobre el tiempo y una realización privilegiada de la comunicación humana. Esto puede parecernos hoy la cosa más natural, y que tal inclinación recíproca responde sin duda a la vocación sentimental del hombre y de la mujer; es preciso constatar, por el contrario, que la creencia en el amor único ha sido lentamente elaborada a través de los siglos, que ha sido preciso para establecerla, ya sea apoyarla en un contrato social y religioso, ya sea motivarla mediante un perpetuo debate especulativo, sicológico y metafísico.
Los padres de la Iglesia y los escolásticos, en la Edad Media, al querer mostrar en qué era superior la monogamia cristiana a la griega y romana, contribuyeron a fortificar esta noción de amor único, y le asignaron límites precisos. La fidelidad, que era en la antigüedad una sujeción jurídica, a la que se sometía exclusivamente a la mujer, vino a ser en el contexto evangélico la virtud suprema del amor, que resultaba de una depuración de los instintos de la que el ser resurgía engrandecido. Para san Agustín, primer gran teórico del matrimonio, que buscaba conciliar las aseveraciones de sus antecesores, el destino de la pareja se caracterizaba por un tripartum bonum, una trilogía de bienes, que comprendía la procreación, la fidelidad y el sacramento (proles, fides y sacramentum, esta última palabra tomada en el sentido arcaico de «misterio»). Combatía enérgicamente la concupiscencia, y elogiaba sobre todo la armonía espiritual, la fraterna societas de los cónyuges. Con posterioridad, se acentuó la reprobación hacia el placer sexual entre marido y mujer, que parecía una continuación del pecado original; se combatió contra las segundas nupcias, se infligieron penitencias a aquellos que hacían uso sin moderación de sus derechos conyugales; san Gregorio Magno prohibía incluso el acceso a la iglesia a los esposos que acababan de realizar caricias voluptuosas. En el siglo XII, apareció una reacción, y tomó auge la teoría del remedium, que consideraba al matrimonio como un remedio contra la fornicación. Graciano, seguido en esto por Pedro Lombardo, consideraba el amor carnal (copula camalis) como el fin esencial del matrimonio y lo que le hacía indisoluble; Alberto Magno, en el siglo XIII, demostraba que la cópula buscada con miras a cuatro fines objetivos era moralmente buena; pero Duns Scoto no tardará en plantear restricciones y no le reconocerá más que un fin, el deber de la procreación. Resultaría imposible negar la importancia de esta aportación, para fundar la monogamia en una comunidad de carne y espíritu, pero quedó claro que no era suficiente, puesto que se realizó un esfuerzo para revalorizar el amor único fuera del matrimonio, con independencia incluso de la cópula tolerada con reserva por los teólogos.
Esta obra se efectuó especialmente en Occitania, donde amar llegó a ser un arte, y en Toscana, donde fue más bien una religión cuyas actitudes estaban calcadas de los éxtasis, las oraciones y las mortificaciones de los verdaderos místicos. Para los Fieles del amor (es decir, Dante y sus émulos del dolce stil nuovo), el hombre nace enamorado, estado en el que permanece en potencia hasta que el dios Amor (identificado a la vez en Cupido y en el Espíritu Santo) le hace encontrar a la mujer que será objeto de este fervor indeterminado. «Somos los amantes del amor», dice Cino da Pistoia en un soneto y, en otro, parodia para su amante el salmo XXX, que contiene la fórmula del Inmanus. Esta devoción era tal que el fiel soñaba ser transportado a un «cielo de amor», mitad Paraíso y mitad Olimpo, y hacía equívocos con los diversos significados de la palabra salute (salud, salvación eterna, saludo), para decir que su Dama, saludándole, le aseguraba la salud y la salvación. A fin de no comprometer a su Dama, si estaba casada, el poeta empleaba el subterfugio del schermo (simulacro), que consistía en fingir que se amaba a otra; la primera debía tomar para sí las declaraciones que el poeta dirigía a la segunda. De esta manera se introdujeron las nociones de predestinación, de fatalidad irresistible, de fidelidad apasionada e inviolable, en las relaciones extraconyugales, que vinieron a ser lícitas gracias a las prescripciones del amor cortés.
Aún se llegó más lejos, al establecer por un estatuto filosófico que lo sagrado del amor no residía en el sacramento del matrimonio, sino en su misma esencia. En el siglo XV, Marsilio Ficino, sacerdote de Florencia protegido por Cosme de Médicis, se hizo propagador de una interpretación religiosa del Eros platónico, en la que el Renacimiento basó su ley de amor. Traductor de Platón, Marsilio Ficino escribió en 1464 un Comentario del Banquete que llegaría a ser la teoría de moda; otros tratados, como su Theologica platonica (1474), la consolidaron. Desarrolló dos ideas fundamentales: 1. el amor es el deseo de la belleza, pero de la belleza interior, «luz invisible», primer grado de una ascensión que lleva al alma hasta el pensamiento angélico; 2. amar es morir a sí mismo para renacer en la persona amada: «Quien ama muere amando», dice Ficino, a la vez que afirma que otra vida sucede a esta muerte. Su influencia fue considerable: en Italia la encontramos en Pico de la Mirándola, Bembo y Castiglione, en Francia, en Margarita de Navarra, Gilles Corrozet, Antoine Héroët y Maurice Scève (1). Incluso León Hebreo, médico portugués exiliado en Nápoles y después en Génova, cuyos Dialoghi di amore (traducidos al francés por Pontus de Thyard y ofrecidos por Ronsard a Carlos IX) se opusieron a los escritos de Ficino, no le eclipsa, e incluso adopta un punto de vista ficiniano cuando define el amor: «Conversión en el amado, con el deseo de que el amado se convierta en nosotros».
La costumbre de describir el amor único independientemente de las finalidades del matrimonio fue tal que Eneas Silvio (que llegó a ser papa en 1458 bajo el nombre de Pío II) publicó durante su juventud una novela, Historia de dos amantes que narra la loca pasión de una mujer casada y de un joven. Lucrecia es una burguesa de Siena que queda prendada al primer golpe de vista de Euríalo, caballero alemán que llega a la ciudad; éste se ve obligado a hacer uso de estratagemas para encontrarla a escondidas del celoso marido, del que Eneas Silvio hace un personaje ridículo; cuando Euríalo debe partir por orden del emperador Segismundo, la dama muere de pena en los brazos de su madre (2). Bocaccio en su Fiammetta (1481), dedicada a las damas enamoradas («a las nobles y virtuosas damas», dirá el traductor francés G. Chappuis), muestra por el contrario un marido bueno y afectuoso cuya mujer, aunque le está agradecida, mantiene una relación amorosa con el adolescente Pánfilo; cuando deben separarse, Fiammetta no muere, pero, de todos modos, se desmaya. La reacción contra las descripciones del amor culpable tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVI, favorecida por la abundante literatura novelesca española, italiana y francesa que entonces se difundió (3). En ella se ensalzaban los amores castos y fieles; además los héroes y las heroínas estaban sometidos a «pruebas de castidad» de las que salían victoriosos. La norma general radicaba en hacer la novela acerca de una muchacha soltera, mientras que las enamoradas de las historias cortesanas y de las novelas medievales, eran sobre todo mujeres casadas. Se puso de relieve el carácter grave y doloroso del amor y hasta qué punto era superado por «las buenas maneras en el hablar». Tal fue la evolución seguida hasta el Renacimiento para plantear el problema del amor único: se le enfocó en el matrimonio; después se le consideró en oposición al matrimonio, como una pasión fatal que lleva a sus víctimas a la perdición; a continuación se le enfocó como un suplemento legítimo del matrimonio, gracias a una doctrina del Eros que hacía de él un comercio de almas; por último, se planteó exclusivamente en sus comienzos, en el momento en que se formaba entre jóvenes dudosos de su resultado.
No resultará extraño, pues, ya que los que predicaban el amor único parecían dudar ellos mismos de su compatibilidad con el matrimonio, el ver surgir una ofensiva contra este tipo de contrato sexual, en nombre de la revalorización de las necesidades reales del individuo. Esta fue la finalidad del libertinaje, que se inició en el Renacimiento, aprovechando la resurrección de la antigüedad pagana para imponerse como un nuevo estilo de relación entre amado y amada. Al principio, la palabra designó el movimiento de incredulidad religiosa que tomó forma entre los humanistas; por extensión, se aplicó a la vida amorosa, estableciendo un nexo entre la inconstancia del apetito erótico y la filosofía del momento (4). Los primeros libertinos fueron los pensadores que, en la Italia del siglo XVI, quisieron oponer una «moral natural» a una «moral revelada», hicieron frente a la inmortalidad del alma y al dogma de la Providencia divina, y atacaron la escolástica heredada de Aristóteles. Sobrevalorar la actividad de los sentidos, deificar la Naturaleza, tales eran los principios de esta tendencia a la emancipación cuyo foco principal fue la Escuela de Padua. Pero las dos máximas figuras del libertinaje filosófico siguen siendo Maquiavelo y Giordano Bruno; este último, que llegó a ser el mártir y el héroe de la libertad de pensamiento, se alzó violentamente contra el culto a la mujer practicado por los imitadores de Petrarca. No les vituperaba menos la licencia de las costumbres y veía en el amor uno de los cuatro estados del furor divinus que transportaban al espíritu al conocimiento del Uno primordial.
La relación entre desenfreno sexual e incredulidad religiosa no comenzará a tener lugar hasta comienzo del siglo XVII en Francia, época en que el ministerio de Concini favoreció un clima de galantería a la vez que la irreverencia de los espíritus fuertes. En reacción contra esta oleada de epicureismo, un jesuita, François Garasse, escribió su Doctrina curiosa de los bellos espíritus de este tiempo (1623), donde distingue claramente entre los «libertinos» y los «ateos». Para él, los libertinos son, «como quien dice los aprendices del ateismo», pero los juzga menos condenables que los ateos: «Llamo libertinos a nuestros borrachines, moscardones de taberna, espíritus insensibles a la piedad cuyo dios es el vientre, que se han enrolado en esa maldita cofradía que se llama la Cofradía de las botellas». Apunta principalmente a las sociedades báquicas que se reunían en las tabernas de la Piña y de la Cruz de Hierro, y tenían entre vino y vino conversaciones obscenas y blasfemas. Les concede, con todo, una filosofía, pues hace de Fierre de Charron «el patriarca de los espíritus fuertes», a causa de su libro Sobre la sabiduría, aparecido en 1601. Referirse a la sabiduría, en vez de a la fe cristiana, bastaba para hacer a un autor sospechoso de libertinaje (5).
El jefe de los libertinos, a los ojos del padre Garasse, era Teófilo de Viau, poeta gascón y hugonote, que bajo la protección de sus numerosos mecenas, bebía, despachaba a las mozas y se expresaba como un librepensador. No vacilaba en decir en público que «tras la muerte, no había diferencia alguna entre un perro y un hombre». En Agen, al observar a una vieja poseída a la que un cura trataba de exorcizar, afirmó que, «su mal no era más que un poco de melancolía y mucho de fingimiento», y que «era una burla y una tontería el creer que hubiera diablos»; tales afirmaciones escandalizaron. Para evitar la persecución Teófilo se convirtió al catolicismo e hizo alarde de una piedad excesiva; pero continuaba escribiendo a su gusto. El Parlamento y los jesuitas se aliaron contra él; el 19 de agosto de 1623, mientras Teófilo estaba escondido en Chantilly, fue condenado por contumacia, quemado en efigie en la plaza de Grève, junto con todas sus obras, incluida su tragedia Pyrame et Thisbé. La policía lo encontró, lo arrestó el 17 de septiembre y lo encerró en la torre de Montgomery: Teófilo se vio entonces sometido a un largo proceso en el que resistió firmemente a sus acusadores y al procurador general Mathieu Molé. Durante sus interrogatorios se le reprocharon algunas obras burlescas -como el soneto «Philis, todo está jodido, muero de sífilis», o la canción «¡Acércate, acércate, ninfa mía!», cuyo estribillo era: «Y tú agitarás mi lanza»- pero también le recriminaron con igual aspereza sus versos: «No te opongas jamás a los derechos de la naturaleza» (Estrofas a M.L.D.). «Apruebo que cada uno siga en todo a la naturaleza» (Sátira primera), «Mi alma se caga en el destino» (Epigrama). Consideraron criminal que hubiera escrito en Fragmentos de una historia cómica: «Hay que sentir pasión no sólo por los hombres virtuosos y por las mujeres bellas, sino también por toda clase de cosas hermosas. Me gusta un día bonito, las claras fuentes, la vista de las montañas, la extensión de una gran llanura, los hermosos bosques, el océano, sus olas, su calma, sus orillas. Me gusta también lo que se refiere más particularmente a los sentidos como la música, las flores, los trajes bonitos, la caza, los caballos hermosos, los buenos olores, la buena comida; pero a todo esto no se inclina mi deseo más que para deleitarse y no para fatigarse». Al comentar este pasaje, el padre Garasse se indigna: «Proposición brutal, contraria al texto del Evangelio... Nuestro Señor dice que no hay que mirar a una mujer para desear su belleza, y Teófilo de Viau va más allá del deseo, pues llega hasta la pasión, y afirma que hay que sentir pasión hacia la belleza de las mujeres y de todas las cosas hermosas» (6).
Gracias a su enérgica defensa. Teófilo de Viau salvará la vida y no será condenado más que al destierro a perpetuidad fuera del reino; sin embargo, sus protectores le cobijaron en Francia sucesivamente, y el poeta morirá, no en el exilio, sino en París.
Con todo, el primer libro «libertino», donde las ideas panteístas aparecen asociadas a un proyecto de reorganización de las costumbres amorosas es La Ciudad del Sol (1623), de Tomás Campanella. El autor es un dominico que fomentó una conspiración para liberar Calabria del yugo español, pasó veintisiete años en la cárcel, fue torturado siete veces y acabó sus días en Francia donde fue huésped en Aix del humanista Peiresc, antes de ser acogido en Saint-Germain por Luis XIII, que le concedió una pensión de tres mil libras. Campanella, que redactó esta utopía durante su prisión (7), traza en ella los planos de una república ideal de reglas naturalistas. Los solarinos son gobernados por el rey sacerdote, llamado el Sol y asistido por tres jefes, Pon, Sin y Mor, que corresponden a las tres propiedades fundamentales del ser: la fuerza (potentia), la sabiduría (sapientia), y el amor (amor). En su ciudad, los muchachos y muchachas se dedican desnudos, en público, a realizar ejercicios de gimnasia; de este modo, los magistrados pueden designar a los que, vista la conformación de sus órganos, deben ser emparejados. La edad requerida para su unión es de diecinueve años para la mujer, y de veintiún años para el hombre. Si antes de llegar a este límite sienten la necesidad de satisfacer sus temperamentos, son guiados en su elección por matronas y ancianos. A los ciudadanos que hayan conservado su castidad hasta los veintisiete años, les son rendidos honores. La homosexualidad es reprimida siguiendo unos grados: «Los individuos sorprendidos entregándose a la sodomía son reprendidos y condenados a llevar durante dos días sus zapatos atados al cuello, lo que significa que han trastornado el orden natural de las cosas y han puesto, como se dice, "los pies en la cabeza". En caso de reincidencia, el castigo se va haciendo más riguroso hasta que por fin se aplica la pena capital» (8). El deber conyugal tiene lugar cada tres noches y tiene por fin la perpetuación de la especie; si una mujer no tiene hijos con un genitor, cambiará a éste tantas veces como sea necesario. Las inclinaciones personales se doblegan ante estas leyes: «¿Qué alguien queda perdidamente enamorado de una mujer, y ésta siente hacia él la misma propensión? Les será permitido charlar, jugar juntos, y testimoniar su pasión dirigiéndose versos y ofreciéndose guirnaldas de flores o de hojas. Pero si esta pareja no reúne las condiciones exigidas para las uniones sexuales, todo contacto carnal les queda absolutamente prohibido, a menos que la mujer haya sido declarada estéril o esté encinta de otro, cosa que el amante espera con impaciencia». Las utopías del tipo de La Ciudad del Sol, llegarán a ser creaciones típicas de la literatura libertina; pero muchos sucesores de Campanella se contentarán con evocar el comunismo de sexos, como en la Historia de los Galígenas (1765) de Tiphaigne de la Roche, donde éste prescribe: «Nadie tendrá nada suyo; todo será de la república, todo pertenecerá a todos. Jamás se dirá: esta mujer es mía, pues cada mujer será la esposa de todos los ciudadanos, y cada ciudadano, el marido de todas las mujeres». Aquí, el legislador improvisado plantea fríamente su ecuación; es a la humanidad a quien corresponde librarse de instituciones que ponen freno a sus legítimas aspiraciones. Habrá que esperar a Charles Fourier para que la libertad sexual, en el estudio de un modelo de sociedad, no represente ya un añadido al «estado natural», sino un sistema complejo, que engarce todo el mecanismo del trabajo y los ocios.
La teoría del libertinaje adquirió un esplendor excepcional en Francia, bajo la regencia de Felipe de Orleáns y bajo el reinado de Luis XV; multitud de libros la expresaron con tanta fuerza como elegancia. En ellos vemos hombres que llevan consigo la lista de sus conquistas del año; que, mediante expresiones cínicas, se esfuerzan por despreciar los arranques de ternura; que toman a su cargo la «educación» de las muchachas, para hacer de ellas perfectos instrumentos del placer. El libertino piensa, que, ya que se vive sólo una vez, hay que asegurarse todos los placeres posibles; que se limita la felicidad consagrándose a una sola mujer, en vez de renovar las sensaciones por medio de numerosas relaciones, sucesivas o simultáneas. Así fue el duque de Richelieu, cuyas aventuras de juventud han sido referidas por su ayuda de campo Rulhière, en un opúsculo que hizo las delicias de Sainte-Beuve y de Stendhal. Richelieu, desde que apareció en la corte de Luis XIV, a la edad de quince años, se ganó todos los corazones; la duquesa de Borgoña estaba encaprichada con él, pero se escondió una mañana en su habitación para verla desnuda mientras se arreglaba y ello le valió ser encerrado en la Bastilla. Su primer éxito fue el asediar a la vez a dos hermosas mujeres de mundo, la señorita de Valois y la señorita de Charolais, manteniendo hábilmente sus celos. Con su amigo Crèvecoeur, que se jactaba de la fidelidad de su amante, la señora de Gobriant, apostó que obtendría los favores de ésta; la sedujo en una semana y la obligó a confesar esta debilidad a su amante. Todo se doblega ante este hombre de moda: «el señor de Richelieu era el oráculo de la juventud brillante; aunque uno hubiera nacido constante, aunque se estuviera satisfecho con la amante, siempre se deseaba imitar a aquel que todo el mundo miraba como el héroe de la galantería» (9). Poseía tres «casitas» en las que le ocurría a veces tener citadas a tres mujeres simultáneamente. En una de ellas organizó una famosa cena con la señora de Villeroi, la señora de Duras, y con Charlu: «el día había sido de excesivo calor, y los cuatro amantes lo habían sentido. Richelieu propuso que cenaran desnudos: la propuesta fue aceptada y llevada a cabo inmediatamente. Los platos más exquisitos, los vinos más raros animaban a los convidados. Richelieu, al ver la facilidad con que había sido aceptada su primera propuesta, hizo otra que demostraba que era más libertino que tierno: cambiar de amante». Esta combinación fue aceptada igualmente, y Rulhière añade: «el hecho se supo, fue bien visto y tuvo posteriormente imitadores». Se ve, pues, que el libertino, en el siglo XVIII, es un sibarita que quiere acentuar sus placeres por medio de aventuras extraordinarias: «Todo lo singular y novedoso entusiasmaba a nuestro héroe», dice este historiógrafo. De todos modos, el duque de Richelieu no se preocupaba de justificar sus extravagancias por medio de preceptos morales, ni de asociarlas a una crítica del régimen o de las instituciones religiosas; los demás libertinos, pese a seguir en todo a este tipo de seductor mundano, van a incluir maneras más razonadas. Su tono lleno de altivez, a veces violento, perentorio, será el del inconformismo más absoluto.
Los libros libertinos pretenden de este modo defender la «moral natural» contra todo tipo de moral convencional. Incluso los más indecentes, aquellos que se publican clandestinamente, preconizan el hedonismo que constituirá la norma entre los enciclopedistas. Las orgías tienen lugar casi siempre en conventos, lo que sirve de pretexto para lanzar ataques anticlericales; las descripciones desenfadadas se justifican mediante consideraciones filosóficas. Esto se puede ver en El Portero de los Cartujos, escrito hacia 1745 por Gervaise de Latouche, abogado del Parlamento de París; el autor se expresa como un teórico de la sensación: «El placer es de natural vivo y alegre. Si fuera posible compararlo con algo, lo compararía con esos fuegos fatuos que surgen repentinamente de la tierra, y que se desvanecen en el momento en que el ojo, aturdido por el fulgor de la luz, intenta dar con su causa. Sí, realmente, así es el placer: se muestra y escapa. ¿Lo has visto? No. Las sensaciones que ha excitado en tu alma han sido tan vivas, tan rápidas, que, anonadada por la fuerza de su impulso, se encuentra incapaz de conocerlo. El único modo de engañarlo, de fijarlo, de forzarlo a permanecer contigo, es jugar con él, llamarlo, contemplarlo, dejarlo escapar, volverlo a llamar, dejarlo huir de nuevo para volverlo a encontrar entregándote por completo a sus transportes». En La filósofa Teresa (1748), inspirándose en la escandalosa historia del Padre Girard y de La Cadière, el supuesto autor de la obra, el marqués de Argens, apoya sus escenas libertinas en esta filosofía: «para alcanzar la felicidad, cada uno debe hacer uso del tipo de placer que le sea propio, que convenga a sus pasiones, combinando lo que resulte de bueno y de malo del goce de ese placer, teniendo cuidado de que este bien y este mal sean considerados no sólo con miras a uno mismo, sino también con miras al interés público». Mirabeau, que redactó todo un tratado, el Erotika biblion (1783), con el fin de probar que los antiguos estaban más corrompidos que los modernos, cínicamente recomienda en él la actividad genital sin el fin de la procreación: «La pérdida de un poco de esperma no es en sí un mal mayor, ni siquiera un mal tan grande como la pérdida de un poco de estiércol del que hubiera podido nacer una berza. En su mayor parte ha sido destinado por la misma naturaleza a ser perdido. Si todas las bellotas llegaran a ser encinas, el mundo sería un bosque en el que sería imposible moverse». Con las teorías permisivas del espíritu libertino, la discusión de la sexualidad se introduce al fin de una manera franca y provocativa en la intención manifiesta de armonizar lo moral y lo físico.
Durante el siglo XIX, la palabra libertinaje cayó en desuso, aunque el concepto no había desaparecido en absoluto. El término «disoluto» reemplaza en los textos románticos al de libertino y designa a aquel que se pasa la vida entre mozas de vida alegre. En La muchacha de los ojos de oro, de Balzac, en 1835, Henry de Marsay es lo que en otro tiempo se hubiera llamado un libertino: «No creía ni en los hombres, ni en las mujeres; ni en Dios, ni en el diablo». En el amor no tiene más que «caprichos extravagantes», pero que no sacian nunca su indiferencia de hastiado: «No podía tener más que, o bien pasiones estimuladas por una cierta vanidad parisina, o bien resoluciones tomadas consigo mismo para hacer llegar a determinada mujer hasta tal grado de corrupción, o bien aventuras que estimulasen su curiosidad». Marsay ataca a Paquita Valdés según los ardides de la táctica libertina, pero no hace gala de esta táctica; antes bien, hace el elogio del presumido a su amigo Paul de Manerville: «El presumido es el coronel del amor, tiene buenas fortunas y un regimiento de mujeres a quien mandar». Esto era ya el culto del dandismo que justificaría en adelante la inconstancia del hombre en el amor. Hay dos razones por las que ya no se discute esta clase de costumbres: el libertinaje era una actitud aristocrática y empujaba a la mujer a emanciparse, de tal modo que sus practicantes dirigían sus cumplidos a toda mujer que, ya fuese gran dama o prostituta, se atreviera a hacer locuras. Pero el siglo XIX, con el advenimiento de la sociedad burguesa, se había propuesto preservar celosamente el ideal de la mujer como guardiana del hogar; la punta de lanza de la acusación contra Madame Bovary fue que esta novela era una «glorificación de la adúltera», que su «tono lascivo» inducía la imaginación femenina a sueños de libertad. Flaubert probablemente no habría sufrido proceso nunca si hubiera descrito la mala conducta de su marido, pues la requisitoria no encontró nada censurable en el papel del seductor Rodolfo.
Finalmente, en la etapa del naturalismo apenas se habla de libertinaje, puesto que se admite que la vida normal de un hombre supone una serie de singularidades sexuales. Maupassant no es considerado más que un «petimetre de las letras» por Edmond de Goncourt, que refiere de él numerosos excesos libertinos, sus «negras ruindades sádicas», su actividad como presidente de la «Sociedad de los Chulos, masónica sociedad de petimetres ferozmente obscenos», su obra Pétalo de rosa representada en el taller Becker (10), sus coitos en público: «Se recuerdan los coitos de Maupassant en público. El célebre coito pagado por Flaubert, cuando, al ver la hermosa cabeza del viejo novelista, una muchacha exclamó:¡Mira, Béranger! -apóstrofe que provocó dos lágrimas en los ojos de Flaubert. Del coito ante el ruso Boborikine, que asistió a cinco polvos de un tirón» (11). Maupassant mismo sólo califica de vividor, de don Juan, de hombre mujer, a algún libertino de sus cuentos; los cuatro mozos que en El cerrojo, se jactan de haber seducido en un mes por lo menos a una mujer diaria, no son para él más que «galancetes».
De hecho, ante la ambigüedad de esta evolución, queda claro que el gran problema de las costumbres, y particularmente en el siglo XX, consiste en la síntesis entre el amor único y el libertinaje. Estos son en efecto los dos polos de atracción de la vida sexual, de los que el hombre parece tener nostalgia al mismo tiempo, y que hacen nacer en él tentaciones contradictorias: el amor único, que une una pareja para siempre, responde a las aspiraciones más ardientes de la pasión, a la búsqueda desenfrenada de la comunicación pura, al descubrimiento cegador del Tú. Permite el tuteo absoluto, no aquel que se expresa por un símbolo gramatical, sino el que interioriza a la otra persona y la une indisolublemente al Yo. Es la única fuerza, la única, que vence la soledad sin alterar su eficacia. Pero, por otra parte, el libertinaje, la dilapidación del ser en una carrera hacia el placer, involucra el íntimo sentimiento festivo, la curiosidad por las posibilidades del cuerpo. Es un hecho cierto que la mayor parte de los dramas sentimentales resultan de un enfrentamiento de estas tendencias contrarias. El adulterio, tal como ha sido descrito en la novela europea, es la constatación de esta necesidad de reunir la seguridad y la aventura, de satisfacer en el seno del matrimonio un sueño de poligamia. Las soluciones preconizadas durante largo tiempo han consistido en depurar el amor único (hasta el punto de prohibirle toda posesión carnal, para preservarlo de una disipación posterior), o en sistematizar el libertinaje (de forma que se elimine la menor veleidad sentimental). Solamente a partir de finales del siglo XVIII se verá tomar cuerpo a una dialéctica para intentar encontrar una solución definitiva a estas antinomias, tanto desde el punto de vista del comportamiento social (entre los seres «de afectos profundos» y los seres «de afectos vivos», como lo ha planteado admirablemente Enfantin), como desde el de las relaciones privadas (en una resolución superior del conflicto entre «corrientes de ternura» y «corrientes de sensualidad», conflicto planteado científicamente por Freud).
Los autores reunidos aquí han sido, en cierta medida, los profetas de la sensibilidad moderna. En cada uno de ellos se encontrarán ideas y temas que vuelven a presentar hoy día, con una amplitud mucho menor, los partidarios de una nueva moral para el amor. Ilustran sobre todo, de una manera deslumbrante, la posibilidad de una fusión de los contrarios. Restif de La Bretonne, Nerciat, Sade, Laclos, son, a primera vista, los máximos escritores libertinos de la literatura mundial. Nadie ha ido más lejos que ellos en la libertad de expresión en lo que se refiere a los asuntos del sexo; sin caer nunca en la vulgaridad, y sin olvidar la necesidad de replantear las costumbres, lo han dicho todo, si no lo han hecho todo. Sin embargo, lo que les distingue de los literatos galantes de su tiempo, es que buscan un grado sublime de libertinaje, en el que éste se beneficiaría del fulgor del amor único. Restif, hasta su muerte, y a través de sus múltiples aventuras, guardó un culto ferviente a Jeannette Rousseau, a la que amaba platónicamente; Nerciat quiso demostrar que la amistad sexual, la educación exquisita entre compañeros de placer podía igualar las atenciones de los amantes ejemplares; Sade ha profundizado magistralmente en la complicidad que une a los seres de presa, y ha hecho de esta complicidad, simbolizada por el matrimonio de Juliette de Noirceuil tras una serie de desenfrenos comunes, el título de gloria de una pareja; Laclos ha dado cuerpo al tipo mismo del libertino implacable tocado por la gracia, es decir, que llega al amor único. Los cuatro en consecuencia, han sido los iniciadores de una ética compleja, que, sobrepasando la mera desvergüenza, asegura al individuo la unificación de sus deseos menos conciliables. Se han preocupado también de la repercusión social de sus teorías, y han ideado modos de asociación, sistemas de educación, e incluso leyes e instituciones a fin de evitar a la colectividad el antagonismo de las reivindicaciones egoístas.
Por su parte, Fourier y Enfantin, los dos maestros paralelos del socialismo premarxista, estudiaron este problema con gran interés. Fourier, convencido de que el deseo íntimo de cada ser es la poligamia, apuntó los medios para permitirla tanto al hombre como a la mujer, sin perjuicio para el cuerpo social, ni aún para la exigencia del amor único (llamado por él amor pivotal). Enfantin, deseoso de calmar los desórdenes que resultan de los choques entre los libertinos y los amantes fíeles, soñó con una pareja perfecta, la pareja-sacerdote, en la que se identificarían unos y otros, sin dar lugar ni a celos, ni a una pérdida de pasión, ni a la tiranía recíproca. El fourierismo y el sansimonismo pusieron la economía política y la religión al servicio del amor libre. María de Naglowska, cuyo alcance de miras era mucho más extraordinario que el de las militantes del Movimiento para la liberación de la mujer (razón por la que me he propuesto sacarla de la sombra), proclamó que no se liberaría el sexo sin prejuicios más que fundando un sacerdocio erótico femenino. Los surrealistas, con André Breton, eligieron otro camino para proceder a la síntesis deseada: exaltar el amor único, engrandeciéndolo de tal manera que incorpore bajo forma de sueños o de perversiones, las tentaciones del libertinaje. Finalmente, Georges Bataille ha preferido la vía de la ascesis, realizando a partir de la mística occidental el equivalente de las experiencias sexuales de los taoístas chinos. Muchos caminos divergentes, pero todos fértiles en recursos naturales, hacia un mundo en que los instintos se verían satisfechos por completo.
Puede sorprendernos el hecho de que no todos estos poetas y teóricos hayan realizado un elogio exaltado del amor. Algunos ha habido que incluso lo han desgarrado con una violencia inexorable: y no son precisamente los menos grandes ni los menos profundos, pues cargaron sobre sí mismos la tarea de desarrollar el movimiento de revuelta necesario para fundar su gloria; por otra parte, al negarlo bajo las formas mediocres en que a menudo se lleva a efecto, le prepararon un terreno más puro para su aparición; y vemos a través de ellos hasta qué punto la negación exacerbada del amor puede ella misma convertirse intensamente en amor. Sin embargo, se verá que todos tienen en común dos clases de afinidades: primeramente, han intervenido de pensamiento y de obra, en la realidad de las pasiones, para poner en práctica lo que éstas deberían ser. En segundo lugar, todos ellos han tenido un elevado concepto del papel de la mujer en la sociedad; ya la hayan concebido para bien o para mal, designándola en su máxima encarnación como «amiga perfecta» o «sublime perdida», «sacerdotisa» o «mujer-niña», le han atribuido un específico poder oculto y han demostrado que era igual al hombre, no al copiar servilmente sus privilegios, sino al asumir plenamente sus diferencias. No existe por otra parte un enfoque verdaderamente original del amor que no tenga, como punto central, una imagen dinámica de la mujer; si tantos sistemas novelescos o filosóficos nos parecen insípidamente conformistas, pese a sus pretensiones revolucionarias, es porque no reconocen esta verdad fundamental.
No se debe a una selección arbitraria el que se hayan escogido estos autores en lugar de otros, sino a que despliegan conjuntamente las diversas posibilidades de la emancipación de las costumbres. Forman legión los escritores que han hablado elocuentemente del amor, y si se quisiera estudiarlos a todos, resultaría prácticamente imposible. Resultaba más interesante dedicarse a casos extremos, con la perspectiva de una síntesis del amor único y del libertinaje, que estos autores han abordado cultivando hasta el paroxismo el «arte de gozar», o trazando modelos de sociedad, o inventando métodos de transmutación lírica.
La literatura no tiene valor más que si es una iniciación a la libertad, ya que no una incitación a las libertades. ¿Quién no se da cuenta de que al finalizar el modo en que la literatura favorece este impulso en el amor, es decir, la más alta apetencia del ser, se le está designando al mismo tiempo su modo de acción en los demás órdenes de la vida?
Alexandrian
1. Jean Festugière, en la Philosophie de l'amour de Marsil Ficin (París, Vrin, 1942), examina las obras italiana y francesas que se inspiraron en ella.
2. Esta novela, De duobus amantibus, llegó a tener treinta y dos ediciones latinas entre 1470 y 1500, sin contar las traducciones.
3. Pueden verse las numerosas muestras analizadas por Gustave Reynier en Le roman sentimental avant l'Astrée, París, Colin, 1908.
4. El término libertinus designaba en Roma al hijo de un liberto, nacido libre. Calvino lo volvió a tomar para designar a un hombre irreligioso. Se llamó libertinos a los discípulos de un hereje, Quentin, que aparecieron hacia 1525 en Holanda y Brabante.
5. Así, cuando el abate de Aubignac, en su novela Macarise (1664) quiso basar la educación de un príncipe en la sabiduría, fue reprendido por sus superiores.
6. Cf. Fréderic Lachèvre, Le procès du poète Théophile de Viau, París, Champion, 1909.
7. Su Civitas Solis apareció primitivamente en un libro publicado durante su cautiverio, Realis philosophiae epilogisticae, Francfort, 1623.
8. Campanella, La Cité du Soleil, Gante, 1911 (Trad. Villagardelle.)
9. Charles-Carloman de Rulhière, Anecdotes sur M. de Richelieu, en el tomo II de las Oeuvres de Rulhière, París, 1819.
10. El ejemplar original se titula A la feuille de rose, maison turque. Flaubert decía de esta obra: «Ciertamente, tiene una gran frescura». E. de Goncourt es de otra opinión: «Es una obra lúgubre, con esos jóvenes disfrazados de mujeres, que llevan pintado en sus mallas un enorme sexo entreabierto; y un no sé qué de repulsivo te sobreviene involuntariamente hacia estos actores que se manosean y realizan entre sí el simulacro de la gimnasia del amor. Al comienzo de la obra se nos presenta a un joven seminarista lavando preservativos. Hay a la mitad una danza de bailarinas orientales bajo la erección de un falo monumental, y se termina con una orgía casi al natural». (Journal, París, Flammarion, t. II, p.1189).
11. Journal. t. IV, p. 553.