El año 56 fue para mí, como para tantos otros comunistas, el comienzo de la ruptura con una confortable y optimista representación del estado y las perspectivas de nuestro movimiento. Hasta entonces su pasado y presente -e incluso su futuro- no eran problema. Marx y Engels, Lenin y Stalin, los supergenios de la humanidad, habían despejado todas las incógnitas fundamentales. Cierto, el camino de la revolución resultaba más largo y espinoso de lo que supusimos en nuestra juventud, describía una gran curva -por los países atrasados- no prevista por Marx, pero seguía pareciéndonos diáfano y seguro. Instaurado definitivamente en la sexta parte del globo habitado, el socialismo empezaba a ser construido con el mismo éxito en nuevos países, mientras que el capitalismo se debatía agónicamente en la " segunda etapa " de su " crisis general ". La victoria de la gran revolución china anunciaba el derrumbamiento de la " retaguardia colonial " del imperialismo. En el resto del planeta nosotros, los comunistas, gentes de un "temple especial", constituíamos la única fuerza revolucionaria consciente y organizada. Dotados de una teoría científica, archicomprobada en la práctica, y respaldados por la formidable superpotencia que había aplastado a los ejércitos hitlerianos, el porvenir nos pertenecía indiscutiblemente. Las derrotas pasadas se explicaban por las " condiciones objetivas " y las " traiciones de la socialdemocracia": nuestra política siempre había sido justa en lo esencial. Desaparecida la Internacional Comunista, seguíamos contando con un guía tan sabio y experto como el partido de Lenin y Stalin, cuya ayuda en todos los órdenes compensaba las insuficiencias de los otros partidos comunistas, sus discípulos. En una palabra, el triunfo final, a escala planetaria, estaba asegurado. Era cuestión de tiempo, perseverancia y esfuerzo.
Las revelaciones del " informe secreto " de Jruschev y las sublevaciones de los proletarios e intelectuales húngaros y polacos contra el sistema estaliniano destruyeron de golpe esa representación confortable y optimista. Y sobre sus ruinas se alzaron inquietantes signos de interrogación. Entre ellos, uno que englobaba todos los demás : ¿ Qué marxismo era el nuestro -en su doble vertiente teórica y práctica- que en lugar de servirnos para descifrar la realidad nos la ocultaba y mistificaba ? En mi caso, la respuesta a este interrogante capital fue abriéndose paso a través de un largo y penoso ajuste de cuentas con veinticinco años de educación estaliniana, y de sucesivos conflictos en el seno de la dirección del Partido Comunista de España (a la cual pertenecía desde 1947). Junto con Federico Sánchez [Jorge Semprún] -el más joven de la dirección, cuya evolución había sido similar a la mía- fui expulsado del partido en 1965. Como según la sabiduría popular no hay mal que por bien no venga, este inevitable acontecimiento me dejó tiempo libre y libertad de espíritu para darme hasta el fin, en el límite de mis conocimientos y experiencias, la respuesta que buscaba al interrogante más arriba formulado. Tal es el origen de este libro.
En el curso de la investigación emprendida llegué a una conclusión que inicialmente no era evidente para mí: el movimiento comunista -el partido estaliniano, tanto en sus dimensiones nacionales como internacionales, lo mismo en el ejercicio del poder que como instrumento de lucha por el poder- había entrado en los años cincuenta en una crisis general, irreversible. Y por su propia naturaleza no tiene posibilidad de autotransformarse, de " negarse " en el sentido hegeliano. Lo que no excluye, naturalmente, que fracciones más o menos importantes de ese movimiento contribuyan a crear la nueva vanguardia revolucionaria marxista, cuya necesidad en los tiempos que corren ofrece pocas dudas. Es preciso distinguir entre la subjetividad revolucionaria de innumerables comunistas y el sistema ideológico-organizacional que la esteriliza.
Digo nueva vanguardia revolucionaria marxista, porque a mi juicio -el trabajo sobre el tema de este libro disipó las dudas que me habían asaltado al respecto- lo que ha fracasado históricamente no es el marxismo, sino determinada dogmatización y perversión del pensamiento marxiano. Su esencia crítica-revolucionaria, no pocas de sus principales concepciones y tesis, siguen vivas, actuales. A condición, claro está, de que nos decidamos resueltamente a situar Marx en su tiempo histórico, y a continuarlo de acuerdo con el nuestro. O en otros términos : a considerar y utilizar el marxismo de manera marxista. Lo que implica, entre otras cosas, no perder de vista que en la propia función que desempeña de ideología del movimiento revolucionario existen las premisas de su dogmatización y perversión. Por algo la estaliniana no ha sido la primera, y quién sabe si será la última, de esas deformaciones. Mi investigación de la crisis del movimiento comunista es un intento de utilizar el marxismo, así concebido, para la crítica del marxismo mismo, tanto en sus formas muertas como vivas.
El problema que abordo es tan vasto y complejo que su esclarecimiento sólo puede resultar de múltiples contribuciones en todas las ramas de las ciencias sociales. No pocas existen ya, pero el grueso de la tarea está por delante. La mía es una contribución más, circunscrita en lo esencial a la esfera política. No es una historia del movimiento, sino un análisis de los principales factores y procesos que han determinado su crisis. Lo que acentúa, indudablemente, su aspecto "negativo". Pero si esta negatividad ayuda en algo a desbrozar el camino hacia nuevas formas del movimiento revolucionario, liberadas en la medida de lo posible de los mitos, las ataduras y los errores del pasado, será -como es mi intención- una negatividad dialéctica, marxista.
No hace falta decir que este libro no es sólo una crítica del movimiento comunista sino una autocrítica del autor. Pero este último aspecto no tiene la más mínima importancia.
Fernando Claudín