El anarquismo, o mejor dicho, la idea que el hombre de la calle tiene del anarquismo, es un híbrido -resistente, pero estéril- de dos leyendas negras: la del terrorismo y la del quijotismo.
A la primera leyenda nos tiene acostumbrados la España "reserva espiritual de Europa" ¡Y qué reserva! Una reserva ante la que hay que reservarse, una reserva adonde sus propios pecados la han conducido, una reserva impotente y sojuzgada, una reserva de indios bajo la bota imperialista. Para ella el anarquismo es conceptuado como una filosofía política terrorista, sanguinaria, vampira, asesina. Quien decía anarquista decía individuo con sombrero de ala ancha y bomba de fabricación casera en el bolsillo. Lombroso hacía el resto.
A la segunda leyenda nos han acostumbrado los demás países, especialmente los anglosajones: la anarquía es bohemia, quijotismo. El anarquista sería un Ingenioso Hidalgo, un Caballero de la Fe Loca, un Gran Desfacedor de Entuertos, la quintaesencia del amor utópico. La fuerza de arraigo de este tópico -que se traduce en el "flores para los anarquistas" de los marxistas- no es menor que la del anterior. Autores considerados especialistas en el tema dicen que el anarquismo es quijotismo, que "tuvo por ello su sede y su último bastión en España, el país de don Quijote" (1). Más de uno confunde aquí, a su vez, los gigantes con los molinos. Quijotismo-anarquismo-españolismo serían las notas tridimensionales del folklórico asunto, del espacio vital anarquista.
Pero del quijotismo al terrorismo no hay ni más ni menos distancia que de Scila a Caribdis. Este libro va a tratar de esquivar tales escollos. Será apasionado, mas no acrítico. No es la panacea el anarquismo, porque Jauja queda lejos. No puede, sin embargo, negarse que la anarquía es una visión de la realidad con pros y contras, que merece algo más que tópicos, y que espera algo más que frases hechas.
Algo, sin embargo, tienen de verdad los tópicos de terrorismo y quijotismo: el anarquismo ha recurrido a la violencia y ha creído en el amor. Acaso parezcan a algunos contradictorios el amor y la violencia. Es en todo caso un hecho que, sin embargo, no podemos discutir aquí, porque no nos proponemos eso. En realidad lo que quiero resaltar aquí es otra cosa, en la que no se ha reparado bastante: terroristas y quijotes quedan al margen de la ley que rige para todos los demás.
El anarquismo es ante todo un anhelo de libertad solidaria; estima en consecuencia que no hay nada más renuente a su espíritu que el espíritu leguleyil. Sabido es que anarquismo y comunismo aspiraban desde siempre al "paraíso" donde no hubiese cárceles, ni policías, ni ley, sino apoyo mutuo, solidaridad, amor. Pero esto último no marchaba, y no se podía esperar más. Los marxistas, más hábiles y minimalistas, adaptaron pronto sus deseos a la cruda realidad: ante la imposibilidad de vivir sin leyes, trataron de hacer leyes nuevas y de signo contrario a las establecidas, aunque manteniendo el esquema de las clásicas: verticalismo, Estado, policía y -en las vacas flacas- incluso terror.
Los anarquistas, más soñadores, se opusieron a sustituir una ley por otra, una legalidad por otra, y fracasaron. Por eso en la actualidad -de la que este libro habla- buscan los anarquismos leyes que no sean las del capitalismo ni las del marxismo ortodoxo. Pero leyes, al fin y al cabo, pues sin ley no se puede vivir. Esto, dicho sea de paso, aunque fue negado por una minoría de libertarios, fue siempre patrimonio de los grandes de la anarquía.
Pero no transemos. La ley libertaria no es la ley que yo he estudiado en la carrera de derecho. No hay nada mejor para creer en la necesidad de una ley nueva que estudiar de modo sistemático, texto a texto, manual tras manual, la nulidad de las leyes al uso. Estudiando derecho, y pasados mis treinta años, me he convencido de que es verdadero eso de que "quien hace la ley hace la trampa" y de que es válido el anhelo anarquista de encontrar, gracias a una vía jurídica nueva, una sociedad metajurídica. Igualmente he comprendido que es cariñoso el reproche que a Sancho dirigiera don Quijote, y que no es tan grave decir: "Sin gobierno, Sancho, has salido del vientre de tu madre: sin gobierno has vivido hasta hoy, y sin gobierno irás a la sepultura cuando Dios quiera."
Pues, efectivamente, arreglados estaríamos si las relaciones familiares hubiesen de ser presididas por los artículos 848 al 857 del Código civil; arreglados y bien arreglados, si, creyendo operar una reforma de fondo, substituyésemos el quae non permissa prohibita -quien no está conmigo está contra mí- por el quae non prohibita permissa -quien no está contra mí está conmigo-. Mientras no se trasmute la estructura social y el corazón del hombre, arreglados estaríamos dependiendo de un Derecho laboral plagado de tan "sensatas" contradicciones como ésta: "El contrato de trabajo es el título determinante de la ajenidad de los frutos del trabajo en régimen de trabajo libre" (2). ¿Cómo hemos de entender el contrasentido por el que ser libre consiste en entregar a otro el fruto del propio trabajo? Hay respuestas para todo, preguntad y se os responderá: "En el trabajo libre es el propio trabajador quien elige a quien haya de ser la persona a la que los frutos van a ser atribuidos, mientras que en el trabajo forzoso no ya la necesidad de trabajar para otro, sino quién sea en particular este otro escapa por completo a la voluntad del trabajador" (3). Tal es la respuesta que uno se encuentra en un libro de texto que ha de nutrir a generaciones de juristas. Ser libre es tener la libertad de elegir al verdugo, como en la Edad Media era considerado libre el marido que, luego de los esponsales, entregaba a su aún virgen esposa al disfrute del señor feudal libremente elegido. ¿Sigue siendo nuestro contrato laboral un contrato de pernada?
Entonces, ¿qué pernada de ley estamos viviendo? ¿Y cuál es el orden emanado de tal estatuto jurídico? El estatuto y la ley de Blas: cuando habla Blas, punto redondo. O mejor. Estado redondo. Son las leyes de un Estado moderno al que Otto Mayer, figura del Derecho administrativo, caracteriza con toda impunidad como Polizeistaat, Estado-policía. Los administrativistas reconocen con el profesor Ma-yer que todo Estado moderno es policía. Y, con un lenguaje más francés, es decir, más alambicado, el famoso internacionalista Georges Vedel afirma que el derecho es un "elemento de compañía", algo tan dependiente del poder como una señorita de compañía de su acompañada para la que trabaja. De ahí que el derecho sea el eunuco fiel del harén del poder, partícipe de las migajas de la Gran mesa. Por eso también los juristas alemanes, con su rudeza y su falta de diplomacia habitual, denominan a lo que no es poder Gedankenfabrik, fábrica de ideas. Pero entonces surge con todo su esplendor, junto al poder político del Estado, el poder vicario de la administración estatal: administrar es hacer buena la etimología, es ad manus trahere, enganchar entre las uñas (4).
En estas condiciones, el anarquista podría decir del jurisconsulto lo que Cicerón: que es oraculum totius civitatis (5), oráculo de toda la ciudad, dotado de una función sacerdotal (6), la de ser supremo intérprete del fas o nefas de la voluntad de los olímpicos dioses que hacen la ley para los mortales.
No hace falta, sin embargo, ser anarquista para rebelarse contra tal estado de cosas. El profesor D'Ors, desde Navarra, no puede por menos de echar mano de su honestidad y escribir: "La tiranía de las obras isagógicas ha impuesto a nuestros juristas un esquematismo rudimentario, rígido e infecundo. Nuestro funesto régimen de oposiciones memorísticas, utilizado para la selección de los especialistas a los que la sociedad confía la conducción de su propia vida jurídica, al verse perfectamente servido por aquella modesta literatura pedagógica, ha contribuido también a la esterilización de nuestra Jurisprudencia actual. Se ha creado así como un dogmatismo de manual, con lo que se agrava, en vez de aliviarse, el dogma del positivismo del código" (7).
Por lo demás, en este marco de ruindad, todo son controversias y rencillas en torno al botín común: el civilista ve invadido su feudo por el hoy imperialista y -como no podía menos de ser- expansionista cultivador del derecho administrativo, mientras éste acusa a aquél de complejo de inferioridad, y otras hierbas. Con todo, lobos de igual carnada se entienden.
No se vea, sin embargo, en este prólogo galeato que pretende defenderse de los posibles reproches, un ataque a todo espíritu legal. Anarquía no es anomía, ni es amorfía. Véase un ataque a leyes ilegales, o a intérpretes desventurados. No se aprecie defensa del Termidor ni de la Guillotina. He escrito antes de ahora un libro donde condeno la interpretación del anarquismo como terrorismo, y con decir que soy pacifista creo que bastará. Véase más bien una repulsa radical al gato por liebre, que algún día explicitaremos escribiendo una filosofía del derecho desde el punto de vista anarquista. Por desgracia, la aversión de los libertarios ante la ley burguesa les ha llevado a desconocer su mecanismo, quedando ante él inermes. No basta con despreciar, hay que conocer. Conocer, para que la auténtica legalidad sea rehabilitada, luego de una intervención quirúrgica e implacable.
De la ley de los fariseos ya dijo Cristo algo. Y, aunque no lo parezca, en dirección de esa ley se mueven también los pueblos que no han experimentado la influencia del derecho romano -del que, como se sabe, arranca casi todo el más tardío derecho occidental- en la medida en que para esos pueblos no romanizados la base de su ordenamiento jurídico, de sus leyes, es en unos casos la tradición (es bueno lo que es tradicional) y otros la religión (bueno es lo conforme a religión), como, por ejemplo, en el derecho musulmán, donde se dan por jurídicos deberes estrictamente religiosos; verbigracia, la obligación de peregrinar a la Meca como pena obligatoria. Entonces, ¿hay leyes buenas? Los anarquistas así lo creen, como los sofistas. No en vano anarquistas y sofistas están hermanados al menos por haber visto recaer sobre sí una nube de leyendas negras.
Según Arquelao, el nomos, la ley humana, es cambiante, mutable, convencional, hecha por los ricos frente a los pobres; la fisis, por el contrario, las leyes de la naturaleza, son perennes, inmutables, maravillosamente serias y regulares en su comportamiento. Frente a las leyes de la fisis, las leyes humanas son en bastantes casos atentatorias contra el hombre. Mucho de lo que se reconoce justo por ley es contrario a la naturaleza humana. Por naturaleza todos somos iguales: todos comemos, respiramos, nos saludamos con la mano. Es el nomos quien divide: hace la ley, hace la trampa.
Claro que no todos los sofistas fueron iguales. Hubo sofistas predecesores del marxismo en lo que al tema interesa. Por ejemplo, Antifón defiende en su obra Sobre la unidad del criterio que pese a un nomos falaz hay que aceptarlo como un uso con valor social: hemos de respetarlo cual si fuera bueno, funcionalmente, pues la ausencia de toda ley sería más nociva aún que una ley imperfecta. La ley, en todo caso, vendría a garantir el orden (9).
Y hasta hubo sofistas más escépticos que, como Calicles, defienden que la ley sirve, es operativa, por ser obra del más fuerte. El derecho sería la expresión de la fuerza. La fuerza del derecho radicaría por consiguiente en el derecho que da la fuerza. La democracia griega será ahora explicada, desde estas coordenadas, como una reacción de los débiles buscando su fuerza en la unidad (10). Los débiles, según esto, atemorizarían a los fuertes sugiriéndoles que por encima de ellos opera la verdadera justicia (11). Frente a la democracia débil, algunos sofistas se uncirán al carro de los poderosos, los fuertes, los legisladores, para vivir por este procedimiento burlando la ley. Los que dictan la ley son más que la ley, pertenecen a la clase inafectada por su propia obra.
Sólo algunos sofistas deducirán hasta el final de modo coherente las consecuencias del diastema nomos-fisis. Licofrón fue uno de ellos: dada la protervia del nomos, hay que acabar con él, pues mal de muchos es consuelo de tontos. En esta misma línea, Alcidamas combatía el derecho en general, defendiendo la anarquía del nomos y el respeto a las leyes emanadas de la fisis. Historiadores de la filosofía como Windelband, han visto bien el parentesco sofistas-anarquistas. No somos los primeros, pero acaso tampoco seamos de los últimos en tratar de rehabilitar esa parte de la historia. Trataremos de hacerlo en las páginas que siguen.
Y voy a concluir este prólogo. Como siempre, me he metido en un prólogo que no deseaba. En lugar de haberlo escrito, hubiera tenido que limitarme a transcribir en su totalidad el que Miguel de Cervantes dedicara a su insuperable Don Quijote de la Mancha. Por lo demás, no nos duele traer a colación a Cervantes, aun a riesgo de rememorar el viejo ancestro del que huíamos. No a don Quijote, sino al quijotismo es a lo que hay que temer, sobre todo cuando de él se hace una defensa a lo Sancho. Digamos, pues, ya, sin mayores preámbulos, con Cervantes: "Desocupado lector: Sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir a la orden de la naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podría engendrar el estéril, el mal cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien engendró en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?... Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas; antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en mi hijo vieres, pues ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa donde eres señor de ella, como el rey de sus alcábalas, y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te exenta y hace libre de todo respeto y obligación, y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciese, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella."
Carlos Díaz
1. Hobsbawn, E.: Kritik des Anarchismus. Kursbuch, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1969, p. 47.
2. Alonso Olea, M.: Derecho del Trabajo, Madrid, 1974, p,91.
3. Alonso Olea, M.: Introducción al Derecho del Trabajo, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1973, p. 26.
4. Sobre el ad manus trahere, cfr. José Luis Villar Palasí: Derecho administrativo, tomo I, UNED, 1974, p. 46.
5. García Garrido, M. J.: Casuismo y jurisprudencia romana, Madrid, 1973, p. 6.
6. Ibid., p. 40.
7. Ibid.
8. Díaz, C.: El anarquismo como fenómeno político-moral. Editores Mexicanos Unidos, México, 1975.
9. Excusamos decir que Antifón era representante de la nobleza esclavista. De todos modos, el actual positivismo jurídico defiende lo mismo que Antifón. Este sería "premarxista" sólo en cuanto que afirma la necesidad de orden y de leyes nuevas, pero no lo sería en otro sentido, pues el marxismo busca la nueva ley en beneficio del pueblo, no de una nobleza cualquiera. Otra cosa son las diversas praxis marxistas, imperfectas como toda obra humana.
10. Casi lo mismo va a decirnos, incluso literalmente, Nietzsche en el siglo XIX.
11. Freud, más adelante, llamaría a eso el super ego social. La actualidad de la sofística es enorme.