Febrero de 1964. Triste invierno en este París septentrional: frío, lluvia, oscuridad, y me deprime pintar con luz artificial. Los colores se endurecen en la paleta, viendo pasar un día y otro a cada cual más gris. Una mano amiga me manda libros para entretener mi inactividad pictórica, y conociendo mis aficiones elige los de temas históricos.
Al recibir el último paquete atrae mi atención El mito de la Cruzada de Franco, escrito por Herbert Southworth, y publicado en París a fines de 1963. La contraportada del libro anuncia una noble intención: que no perdure «el aislamiento intelectual de la España franquista»: «Desde el 17 de julio de 1936 se ha vivido bajo una rígida censura en los territorios controlados por los rebeldes. Si España establece relaciones más estrechas con el resto de Europa, esa censura desaparecerá, y ello representará un grave obstáculo para mantener en pie toda la mitología que rodea al régimen, que no ha sido discutida dentro de España desde el comienzo de la sublevación». El argumento de Southworth es incontrovertible.
Abro el libro y en la primera página leo: «La propaganda franquista, aparte su lado negativo, tiene por base dos mitos positivos: 1) que Franco se levantó para impedir una rebelión izquierdista-comunista, 2) que los asediados en el Alcázar de Toledo escribieron una página de gloria para la historia de España».
Ante estas dos absolutas verdades, de nuevo vuelve a mí con mayor intensidad el recuerdo de Toledo en el trágico verano de 1936. Toledo -la elocuente ciudad, museo viviente donde tantos placeres estéticos sentí correteando sus intrincadas calles, asomándome a sus pintorescos patios, entrando en sus artísticas iglesias, conventos y sinagogas, elevando el espíritu en la Catedral, ante los frescos de Juan de Borgoña, admirando en plácido silencio los múltiples cuadros de su pintor, el Greco-, lo vi la última vez sufriendo la destrucción de la guerra, y recogí algunas bombas incendiarias de origen alemán, que no estallaron, arrojadas por la aviación fascista italiana. Toledo bombardeado, envuelto en humo y polvo, mancillado de sangre, temblando de horror su población civil, es la visión final que de él me queda. Un amanecer de un fin de septiembre eche el postrer vistazo a las ruinas del Alcázar, desde donde se provocó la tragedia.
Son muchos, muchos libros, folletos y artículos periodísticos dedicados a contar el asedio del Alcázar escritos por los rebeldes y sus incondicionales. Dejando a un lado a los cuatro publicados por los autoencerrados en aquella mole de piedra, ninguno de los escritores -tanto españoles como extranjeros- estuvieron en Toledo durante el asedio de la Academia militar, y hablan por referencias unilaterales, repiten lo que oyeron o leyeron sin controlar la historia, sin la más elemental investigación, incluso argumentando con forzados absurdos cuya falta de lógica delata la falsedad, y ya lanzados a involucrar los hechos incurren en graves contradicciones que descubren la irresponsabilidad a veces alarmante del historiador. Su intención se ve clara: confundir, embrollar un hecho histórico, para sostener una leyenda.
Del lado opuesto al fascismo entre los españoles sólo se ha publicado hasta la fecha un libro, el de Antonio Vilanova, escrito honradamente, con mayor buena voluntad que información o equivocada ésta, también de segunda mano y, en consecuencia, con graves errores.
A la vez sucede que la documentación militar de la comandancia de las milicias republicanas en Toledo desapareció completamente, y lo que podemos saber será por referencias de los que actuamos allí durante el asedio a la fortaleza, en lo cual tampoco está exenta de intervenir la fantasía personal.
Como es lógico, todos los que narran la guerra de España dedican su trozo al sitio del Alcázar toledano, generalmente con el ánimo predispuesto por su ideología a ensalzar la gloria. Sin embargo, no faltan comentarios de escritores no españoles dudando del heroismo de los sitiados en el Alcázar. El grito más sonoro en ese sentido lo lanzó Herbert Matthews, en su libro The Yoke and the Arrows, con la ligera información que le dimos el general José Asensio y yo, y que Matthews, aunque cita nuestros dos nombres, la interpretó a su manera. Son únicamente dos páginas en todo el Report on Spain de 1957, las bastantes para conmover las ruinas del Alcázar y motivar gran alboroto en la prensa franquista, seguido de la réplica de Manuel Aznar a Matthews en un folleto, publicado a la vez en español e inglés y repartido gratis, con el título polémico El Alcázar no se rinde: ¿No se rinde a la farsa o a la verdad?
¿A qué se debe este superlativo interés en la España franquista por sostener rabiosamente «su» historia del Alcázar sin admitir el diálogo crítico? ¿No hay en la posición de intangible que la colocan algo sospechoso? ¿El pregonar tanto heroismo, pues nada menos que de heroismo sublime se trata, no será el proverbial dime de qué presumes y te diré de qué careces? Sin duda estas mismas interrogaciones motivaron que H. R. Southworth haya escrito El mito de la cruzada de Franco, estudiando los textos de los fascistas, como podrá hacerlo un historiador en el futuro, y descubrir con lógica la trama: honorable labor.
Conocí a Herbert Southwoth en Nueva York recién terminada nuestra guerra. Formaba en el grupo de los escritores norteamericanos que, desde fines de julio de 1936, comprendieron la criminal injusticia que se hacía con el pueblo español atacado por el fascismo internacional, más el apoyo solapado que prestaban a éste las democracias inventando la gran hipocresía de «la no intervención». Southworth era uno más de los que ya entonces repetían: «Si en cualquier conflicto degenerado en guerra no se puede asegurar que una sola de las partes tiene la razón, en el caso de la última guerra de España la razón estaba en absoluto del lado del gobierno legal». Desde entonces no ha cesado H. R. Southworth de interesarse por lo que la guerra de España supone en la historia; hábil y pacientemente ha estudiado la casi totalidad de los textos que de ella se ocupan. En el pasaje dedicado a denunciar el mito del Alcázar, se limita a repetir los escritos de los fascistas y sus incondicionales, demostrando con ellos mismos la farsa. Terminada la lectura de ese pasaje, vuelve a tentarme el cosquilleo histórico de contar como participante, testigo visual y oidor directo, lo que allí sucedió.
Se repite en tono axiomático «la defensa del Alcázar de Toledo», igual que si fuese la transcendental defensa de una posición clave conteniendo el avance de un ejército; por ejemplo, el alemán delante de Verdún en 1916. Y el Alcázar no contuvo nada, ni controló la provincia toledana ni tan siquiera la ciudad; sólo distrajo las mal equipadas y peor entrenadas fuerzas de unos dos mil milicianos y el empleo de varios cañones que pudieron servir en otro frente de mayor importancia. Lo justo y preciso es decir «los defendidos por el Alcázar», cuyos sólidos muros de piedra y su emplazamiento protegieron a los autoencerrados en él. Para un ejército bien equipado, ya en 1936, su destrucción total, su arrasamiento, hubiera sido cuestión de poco tiempo, y ningún militar capacitado, si pretendía colaborar con eficacia a la sublevación armada contra el pueblo, hubiera embutido allí todas sus fuerzas, teniendo la magnífica línea defensiva del promontorio de la ciudad y sus viejas murallas al Norte, protegido el resto por el río Tajo. Pero ya veremos como, desde el fracaso de los sublevados en Madrid, la única intención de los rebeldes de Toledo fue la de esperar que sus compañeros les librasen del encierro.
Como quiero dirigirme principalmente a los españoles nacidos después del año 1931, el que terminó con la monarquía en nuestro país, considero oportuno, antes de entrar en la narración de lo sucedido en Toledo desde el 18 de julio hasta fin de septiembre de 1936, repetir la situación de España, presentando la mía personal que me condujo a intervenir en la guerra, advirtiendo que no hice más que cumplir con mi deber, igual que la mayoría del pueblo. También creo necesario explicar que si insisto en algunos detalles conocidos y recalco lo dicho anteriormente en páginas siguientes, es para mejor aclarar quiénes y cómo motivaron la verdadera tragedia del interior del Alcázar.
Luis Quintanilla