Antonio Vilanova - Los olvidados

LOS OLVIDADOS


Editor; Ruedo Ibérico.
Lugar y fecha: Paris. 1969.
Páginas: XIX-511, de 17,5 x 23 cm

CONTENIDO

Se dedica la obra a los olvidados: los españoles republicanos que vivieron y combatieron en Europa y África durante la segunda guerra mundial. «En esta historia se habla de ellos como españoles únicamente» (VII). Tomaron generosamente como propia una causa que no era la suya. El autor agradece la colaboración y los datos merced a los que ha podido realizar esta obra, esencialmente provisional, en espera de que se redacte la historia definitiva. La investigación ha sido muy difícil porque los españoles son largos en facellas, cortos en contallas. El autor ha partido prácticamente de cero en cuanto a obras anteriores de base. «Ha sido preciso comenzar a buscar a estos hombres diseminados hoy por todo el mundo; de Australia a México, de Argentina a la Unión Soviética, y convencerlos de que es preciso que quede para las generaciones venideras el relato de cómo la democracia, ahogada en su patria, actuó, y de forma heroica, por su conducto en aquellos días, mientras el Gobierno franquista apadrinaba y ensalzaba a una división azul del ejército español que, bajo el número 250 del ejército alemán, vegetaba en un frente inactivo y que cuando llegó la hora de los verdaderos combates fue vapuleada en unión de sus compañeros nazis; mientras ellos, los españoles republicanos sufrían torturas y eran exterminados en los campos nazis, resistian valerosamente en Bir-Hakeim, ocupaban Narvik, entraban en Paris, ocupaban el nido de águilas de Hitler» (p. IX). Entre las personas que se mencionan expresamente como contribuyentes al esfuerzo de este libro figuran Rolf Rewentlow, Antonio María Sbert, Manuel Tagüeña, Margarita Nelken, Julio Just, así como otros testigos, desde Moscú a Madrid, entre ellos uno de los hijos del presidente Niceto Alcalá Zamora. Termina la introducción con un índice de ilustraciones (171, además de otras en el texto).

La primera parte de la obra se dedica al estudio de los campos de concentración, y ante todo se recuerdan los situados en Francia. «Desde el 7 de febrero hasta el mes de mayo de 1939 salieron de España, en su inmensa mayoría en expatriación voluntaria, quinientas mil personas, en su mayor parte hombres,» La cifra precisa, procedente de los Servicios Especiales de la Legación de México en Francia, es 527.843. «De este total, y en el curso de varios meses, regresaron a España poco más de cien mil personas» (p. 3). En el momento de la liberación (1945), y según la Prensa francesa, quedaban en Francia unos 350.000 españoles indocumentados. Los españoles provenían en su 90 por 100 del éxodo tras la caída de Cataluña; el 10 por 100 restante había huido por mar al norte de África. Francia se había preparado para recibir cinco o seis mil personas. Francia estimó la riada humana que se le vino encima como «una horda de salvajes y asesinos». Se instalaron ocho campos provisionales de control. De ahí salían separadamente hombres y mujeres. Estas se trasladaban a casas abandonadas en pueblos y los hombres a los campos de concentración de Saint-Cyprien y Argelès, en playas cercadas de púas. Saint-Cyprien era un enorme arenal con 16 campos. En marzo de 1939 albergaba 102.000 hombres. El trato era durísimo y los prisioneros eran sometidos a un sistemático expolio por los guardianes. Montaron una organización autónoma pasados los primeros momentos de anarquía interna. De trescientos mil hombres albergados en los campos de Francia murieron durante los seis primeros meses 14.672. Se les hacían llamamientos continuos para volver a España o alistarse en la Legión francesa. A grupos selectos se les llamaba para emigrar a la URSS, Gran Bretaña y México.

Además de Argelès y Saint-Cyprien funcionaban los campos de Gurs, Sept-fonds, Brahms, Le Vernet, Agde, Barcarés. Al estallar la guerra mundial los campos fueron cantera de mano de obra esclava para Francia y Alemania. Unos miles fueron a la Legión, casi todos sindicalistas. Tras el armisticio los españoles supervivientes volvieron a los campos, ahora al servicio de Alemania. Lequerica, embajador de Franco en París, con su jefe de Policía, Urraca Pastor, presentó a los alemanes una lista de 800 refugiados políticos en Francia como si se tratase de delincuentes comunes. Fueron detenidos el periodista Francisco Cruz Salido, Teodomiro Menéndez, Carlos Montilla, Miguel Salvador, Cipriano Rivas Cherif, Luis Companys, J. Fernández Vega, los ex ministros Julián Zugazagoitia y Juan Peiró, el diputado Manuel Muñoz, director general de Seguridad; el coronel Antonio Puig Petrolani; el teniente coronel Eleuterio Díaz Tendero, jefe de Personal del Ministerio de la Guerra; el teniente coronel León Luengo Muñoz; el coronel José Villalba; el comisario de División Máximo de Gracia; José Flores; el capitán Manuel Martínez Garry y cien más» (p. 18). Casi todos fueron detenidos y llevados a España, donde a Companys, Zugazagoitia y Cruz Salido se les fusiló. Las gestiones de Antonio María Sbert y la legación de México ante Pétain impidieron el envío de más prisioneros y la ejecución en España de los restantes.

Francia estableció varios campos de castigo como los de Mont-Louis y Riencros, para mujeres, y el de Colliure, para hombres («castillo de horrores» que albergaba 18 secciones de 20 hombres, más una de menores). Les custodiaban salvajes legionarios. Varios miles de españoles desfilaron por el castillo. Las pérdidas humanas de los republicanos españoles en la segunda guerra mundial pueden evaluarse en 15.000 civiles y 5.000 militares. Las cifras son superiores a los muertos de Bulgaria, nación que participó activamente en la guerra.

Al iniciar su estudio de los campos de concentración en África, el autor recuerda la llegada de la flota republicana vencida a Bizerta el 11 de marzo de 1939. Desembarcaron 4.000 marinos, con 800 militares y civiles; dos días más tarde regresan a España 2.200 hombres. En febrero habían huido de Cartagena 7.500 personas. En marzo, de Alicante, unas 9.000; de Valencia no llegaron a 2.000; de Mahón, 600. El último barco que sale de Alicante con refugiados es el «Stanbrook», cuya odisea se relata; en él se agolparon 4.800 personas (el barco era de 1.500 toneladas solamente). Van llegando al norte de África refugiados ilustres: Mangada, Jesús Hernández, Claudín, el aviador Sanjuán, José María Galán, Martínez Cartón. En total arriban al norte de Africa unos 9.000 españoles; 9.000 en Oran. Y el resto en Argel y Bizerta. Además de los ya citados, figuran entre ellos el almirante Buiza, el comisario naval Bruno Alonso, el escritor Max Aub, etcétera. Varios miles huyeron a Francia e Inglaterra a través del norte de África como Mariano Granados y su grupo. Allí se ponen de acuerdo con el republicano antifascista (y combatiente de las Brigadas Internacionales) Randolfo Pacciardi, quien había reorganizado su brigada Garibaldi en Francia. Granados terminaría en México; Pacciardi en Nueva York.

Camp Morand fue el más terrible de los campos africanos. De ahí se reclutaban trabajadores españoles para las obras del ferrocarril transahariano. Penalidades y malos tratos; Max Aub contraataca con poemas agresivos y realistas.

Las compañías de trabajo empezaron a formarse en los campos franceses en mayo de 1939 ante las universales negativas para el alistamiento en la Legión. A ellas fueron unos 75.000 españoles. En la frontera franco-belga, a fines de mayo de 1940 un grupo de trabajadores españoles resistió heroicamente el avance alemán; se ampararon en una bandera republicana. La radio franquista de Barcelona alabó el gesto. El suceso ocurrió en Tourcoing. A fines de 1940 había en Francia unos 245.000 españoles refugiados, de los que 75.000 estaban en compañías de trabajo, 20.000 en otros trabajos de la zona ocupada, 100.000 en zona de Vichy, 25.000 en el norte de África y 25.000 trabajando para la organización Todt.

A fines de 1939 y principios de 1940 se forman en los campos de concentración los «batallones de marcha», que eran unidades regulares de combate del ejército francés. Varios miles de españoles se alistan; después de la derrota han de volver a los campos, que son su domicilio en Francia. Pueden calcularse en unos 20.000 los españoles encerrados en la bolsa de Dunkerque, de los que unos 2.000 son rescatados. Algunos se quedan en Gran Bretaña y se alistan; otros, la mayoría, son devueltos a Francia. La culpa de todos los desastres y calamidades de los españoles en Francia es de las autoridades, fuerzas policiales y también del pueblo francés, que no protestó nunca contra el trato que se daba a nuestros refugiados.

La segunda parte de la obra se dedica a la historia de los españoles en los campos nazis de exterminio; pero esta historia se enmarca dentro de un resumen histórico general sobre el origen y avatares de los prisioneros antinazis (españoles o no) encerrados en los campos. Se habla de los orígenes del partido nazi, de su aparato represivo y de la lucha por el poder entre las SA y sus enemigas las SS, que al fin dominan totalmente la escena. En realidad pocos españoles fueron marcados con las fatídicas siglas NN (Operación Nacht und Nebel) que suponían la condena directa al exterminio.

Más de veinte mil españoles fueron trasladados a Alemania. Varios miles estuvieron recluidos en el campo de exterminio de Dachau, entre ellos el militar republicano Eleuterio Díaz Tendero. Al llegar la liberación quedaban en Dacha 267 españoles y 500 antiguos miembros de las Brigadas Internacionales. Varios miles de españoles estuvieron en Buchenwald. Del campo de Mauthausen se fugaron 17 españoles, y existe allí un monumento dedicado a los siete mil españoles muertos en el campo. La cifra exacta es 6.502.

Se extiende el autor en la explicación histórica de las SS. Los que entonces dirigían los destinos de España colaboraron, por acción y omisión, con esos verdugos. El 13 de septiembre de 1940 el ministro Ramón Serrano Súñer visitó Berlín al frente de un grupo de falangistas (Ridruejo, Miguel Primo de Rivera, Halcón, Manuel Mora, Carceller) y el militar José María Queralt Castell trató de reclutar para la División Azul a los españoles recluidos en Mauthausen. Se describe patéticamente la llegada de los prisioneros a los campos (La apertura del infierno). La vida en los campos se califica como «la sociedad de los esclavos». Los españoles dieron en ellos abundantes pruebas de solidaridad: «Dieron ejemplo de una organización perfecta y sus leyes eran muy sencillas; un español colocado en un buen puesto tenía obligación de obtener por cualquier medio alimento para sus compañeros; un español en dificultades debía poder contar con la ayuda de otros españoles; todos los españoles se debían ayudar y asistir según el principio: el que ataque a un español, ataca a todos los españoles.»

Nuevo dato estadístico: «Más de cuarenta mil españoles fueron deportados a Alemania como presos o como trabajadores forzados. Casi quince mil pasaron por los campos alemanes de concentración. Solamente en Mauthausen y sus «kommandos» estuvieron cerca de diez mil» (p. 147). «En total se estima que unos ocho mil españoles fueron asesinados de diversas formas en los campos y que varios miles más murieron por bombardeos aliados en transportes, a manos de la Gestapo o en accidentes...». (Ib.) Se toma de las memorias de Largo Caballero el relato sobre la estancia del líder socialista en el campo de Oranienburg, del que salió liberado en 1945. Los liberadores fueron polacos, que sacaron del campo a otros ochenta españoles más.

Los «kommandos» eran centros especializados de trabajo, interiores y exteriores, a los campos de concentración. Entre los españoles exterminados en los campos figura el citado Eleuterio Díaz Tendero, muerto con una inyección intracardiaca de fenol nada más llegar a Dachau en estado de tuberculosis avanzada (pág. 182). El «último crimen» de los nazis fue el exterminio de numerosos prisioneros cuando ya los aliados estaban a las puertas de los campos. Después de compulsar todas las estadísticas disponibles, el autor llega a las siguientes conclusiones que estima muy probables:


Fueron deportados a Alemania 48.000 españoles.
Enviados a trabajar a la Organización Todt, a la Muralla del Atlántico, 15.000.
Internados en el campo de Mauthausen, 7.819, de los que fueron asesinados 4.815.
Internados en otros campos de exterminio, Dachau, Buchenwald, Oranienburg, 1.000, de los que fueron asesinados 200.
Liberados al final de la guerra, 3.174.

Esto significa que la cifra de los españoles asesinados por los alemanes en los campos fue de 5.015. Más 1.000 asesinados en cárceles, bombardeos, transportes etcétera. Y no menos del 50 por 100 de los que fueron liberados fallecieron en el primer año de vivir en libertad.

A fines de 1944 se organizó la resistencia armada en los campos. El primer comité de resistencia había sido un grupo comunista, en 1941. En 1943 los anarcosindicalistas españoles forman un grupo de resistencia totalmente separado de los comunistas. Se forma luego un comité internacional en el que figuraba el ex brigadista internacional Artur London, checo. Los presos se apoderaron por la fuerza de Buchenwald antes de que entrasen los aliados. Alemania entera, no solamente las autoridades fascistas, es responsable de los crímenes nazis. Muchos industriales y jerarcas del nazismo ocupan hoy puestos clave en Alemania Federal.

La tercera parte de la obra se titula «La resistencia y el maquis». Breve historia de la resistencia. La derrota militar de Francia fue inexplicable. Numerosos y dispersos grupos organizan la resistencia; el enviado de De Gaulle, Jean Moulin consigue una cierta coordinación. Después de su detención v muerte fue Georges Bidault quien presidió el organismo central de la Resistencia. Había, al comienzo de la segunda guerra mundial, unos doscientos cincuenta mil republicanos españoles en Francia; en agosto de 1942 solamente quedaban 16.401 españoles en 14 campos de concentración franceses; los demás trabajaban fuera de los campos. Estaban políticamente desunidos v dispersos; desconectados por completo de sus antiguos jefes y organizaciones político-sindicales. Entre los trabajadores españoles del Macizo Central (zona de Vichy) se va organizando la resistencia, pero los líderes españoles exiliados insisten en que los españoles no deberían intervenir directamente «abandonando a sus masas o dándoles consignas absurdas» (pág. 243). Ante semejante actitud varios socialistas y republicanos españoles obedecen las consignas de la «Unión Nacional Española», organización comunista mucho más decidida que contaba con adhesiones tales como la del presbítero Juan García Morales. Otros lucharon en grupos resistentes franceses. Entre ellos, Celestino Alfonso, carpintero de Salamanca, teniente en la guerra civil e incorporado al grupo Manouchian, principal núcleo activista de la resistencia en París. Alfonso interviene en muchos actos de terrorismo y represalia, como los asesinatos de Ritter y Schaumburg. Fusilado en 1944, escribe a su esposa: «Soy un soldado y muero por Francia».

Otro héroe fue Francisco Pozan «Vidal», organizador de evasiones, entre ellas la de Paul Henri Spaak. Murió ejecutado.

Originariamente el maquis estaba formado por grupos de trabajadores huidos para no trabajar en Alemania. Se dividió en tres zonas: Alpes, Macizo Central y Pirineos. Toma forma de resistencia organizada en el invierno de 1942 a 1943. Catorce mil españoles formaban en el maquis al iniciarse la invasión aliada; continúan así las actividades del XIV Cuerpo de Guerrilleros en la guerra civil española. Es en el segundo semestre de 1942 cuando los españoles se incorporan en masa al maquis francés. Uno de ellos, Manuel García Vicente, opera en el maquis de Dole (Jura) y llega a jefe de la zona; interviene en 140 operaciones. Cristino García, jefe de sector en el maquis de Vaucluse, participa en la toma de Foix y en la famosa «batalla de la Madeleine». Muere en 1946, en el maquis español.

«Raymond», jefe español del maquis de Rochechouart, fue el guerrillero que causó a los alemanes mayor número de víctimas. No todo fueron victorias; en el desastre de la cárcel de Eysses, en marzo de 1943, resultó aniquilado el grupo del comandante Bernard, antiguo jefe de las Brigadas Internacionales (pág. 295). La participación española en el maquis arroja resultados considerables: 512 combates, más de 5.000 muertos enemigos, batallas campales como la del Vercors y Glières (en las que los maquisards fueron aniquilados por intentar mantener un reducto fortificado de manera permanente); este error fue motivado por las instrucciones de Londres.

Muchos españoles intervinieron en la ofensiva contra los reductos alemanes del Atlántico. Fue un recurso aliado para militarizar y controlar al maquis; pero casi el 50 por 100 de los guerrilleros se negaron y abandonaron las armas. El 9 de febrero de 1945 el Comité Nacional de la CNT en Francia abre una oficina de reclutamiento de combatientes destinados a derrocar el régimen español; lo mismo hace el partido comunista. Pero De Gaulle ordenó la desmovilización de los «reclutas» y su alejamiento a más de 20 kilómetros de la frontera española. Tres mil españoles participan en el contingente francés que asaltó Royan. Recibieron muchos honores los guerrilleros españoles en Francia; en marzo de 1947 participaron en el homenaje nacional al maquis, en el Velódromo de Invierno de París.

La cuarta parte de la obra se dedica a la Legión. Bastantes refugiados españoles, por huir de los campos, se alistaron en tres regimientos de marcha de la Francia metropolitana. En la Legión se alistaron 5.000. Los regimientos de marcha fueron aniquilados en la batalla de Francia. Muchos legionarios españoles estaban dispuestos y preparados para ir a luchar contra la URSS, tras la agresión de Finlandia; a última hora se desistió del envío de un cuerpo expedicionario aliado. Muchos españoles participaron en la operación de Narvik cantando los himnos de la Legión española. Dieciséis españoles murieron en este episodio.

En las fuerzas de la Francia libre, en Inglaterra, se alistaron unos 1.000 españoles. Muchos colaboraron en la toma del Gabón, y desde el Tchad, en la operación sobre Cirenaica, por el Sur. Colaboran en la conquista aliada de Etiopía y participan en los sucesos del Líbano, de forma más bien pasiva en este último caso. En las Brigadas Ligeras de Levante (Francia libre) había 3.000 españoles. Su jefe más destacado era el antiguo jefe de las Brigadas Internacionales, comandante Putz. Españoles fueron los primeros soldados aliados que cruzaron el Volturno; desembarcan en Provenza y participan en todas las operaciones de las fuerzas francesas libres en la liberación de Europa. Uno de los casos personales más interesantes es el de Miguel Buiza, almirante de la flota republicana, que ingresó en la Legión como capitán. Combatió en Sicilia y Montecassino. Regresó a Oran, se dedicó a actividades humildísimas y murió en 1962 en un asilo de París. De unos 1.100 españoles llevados a Indochina perecieron más de la mitad en Dien Bien Phu. Triste final colonialista de una lucha por la libertad. Alguno lucha actualmente contra los Estados Unidos en las filas del Vietcong.

En la quinta parte el autor estudia la participación de los españoles en la célebre División Leclerc. Entre los españoles que desde los primeros momentos figura en la columna Leclerc estaba el comandante Putz, anterior jefe del «batallón fantasma» formado en gran parte por españoles del norte de África. Putz era comunista y mandó, como teniente coronel, el tercer batallón de la división blindada Leclerc, regimiento de marcha del Tchad.

Reproduce el autor el diario de combate del capitán Dronne, Jefe de la nueve compañía, formada casi enteramente por españoles e integrada en el batallón Putz. En ella figuraban muchos anarquistas y republicanos; pocos comunistas que no se incorporaron en África porque «esperaban instrucciones del embajador soviético en Londres». La nueve es la primera fuerza aliada que entra en París y toma contacto con los jefes de la Resistencia en el Hotel de Ville. Al día siguiente Putz entra por la Puerta de Orleans. Añade a continuación el autor el diario del teniente español Granell, de la misma compañía.

Los componentes de la nueve eran casi todos españoles; el primer blindado que entró en París era el «Guadalajara», seguido por los «Teruel», «Ebro», «Guerníka», «Belchite», «Madrid», «Don Quijote», «Santander» y «Brunete». El general republicano Emilio Herrera acudió a saludar a los españoles en el Hotel de Ville. Se dice que fue un soldado español quien desarmó en el Hotel Meurice al comandante alemán de París, general Von Choltitz. Se llamaba Antonio Gutiérrez; pero no hay más pruebas de ello.

Los españoles de la segunda división blindada de Leclerc, con su jefe, Putz, combaten en el frente de Lorena. El 28 de enero de 1945 muere Putz, pero poco antes de que sus tropas invadan Alemania.

La parte sexta de la obra se dedica al estudio de los españoles en los frentes soviéticos. Entre 1937 y 1939 son varios los grupos que llegan desde España a la URSS. En primer lugar, los niños. Trescientos maestros y cinco mil niños del Norte, Levante y Cataluña se unen a los evacuados de Madrid y de otras partes. El total de niños españoles evacuados durante la guerra civil a diversos países puede evaluarse en 34.037. De ellos se repatriaron 20.266. A la URSS fueron 5.291 niños, de los que solamente se repatriaron 34. Muchos huérfanos y procedentes de asilos no volvieron. La URSS les concedió la ciudadanía soviética para no verse obligada a devolverlos en virtud del pacto germano-soviético. Ciento catorce se graduaron allí en 1946, pero el destino de otros muchachos fue bien triste y hasta trágico. Ninguno, prácticamente, combatió en la guerra mundial.

La mayoría de los marinos de los nueve buques incautados por la URSS al final de la guerra civil fueron repatriados. El criterio soviético era permitir la repatriación a España pero no a otros países. Muchos españoles que optaban por esta última alternativa fueron enviados a campos de trabajo.

El 9 de agosto de 1938 salen de Sabadell 85 pilotos para entrenamiento en la URSS; 60, de la Ribera del Mar Menor en noviembre, y más hasta 210. Solamente 25 optaron por quedarse.

La URSS acogió al final de la guerra civil a unos dos mil comunistas selectos: Martínez Cantón, Checa, Castro, Uribe, Mije, Vidiella, Ortega, Llanos, Jesús Hernández, Cimorra, Díaz, Ibarruri, Carrillo, y jefes militares, como Tagüeña, «El Campesino», Cordón, Galán, Líster, Modesto, Ciutat, etc. Los dirigentes políticos fueron destinados a la Comintern; los militares, a las academias de oficiales y milicias, y los funcionarios, a la Escuela Política. Entre los nuevos estudiantes militares (cuya relación completa se da en la página 471), el «Campesino» fue expulsado por incapaz. En 1944, Modesto, Cordón y Líster son nombrados generales, pero ninguno combatió en el frente. Los colectivos instalados por las autoridades soviéticas resultaron un gran error ante el carácter español. En 1967 residen en la URSS 3.000 españoles, entre los que se cuentan bastantes diputados locales soviéticos.

Algunos españoles lucharon, excepcionalmente, en las unidades de guerrilleros. Parece que esta inhibición de los españoles se debió a las gestiones o al menos a la inacción de los dirigentes del Partido Comunista de España. Dos excepciones: los tenientes Santiago de Paúl Nelken (hijo de Margarita Nelken) y Rubén Ruiz Ibarruri (hijo de Dolores Ibarruri), muerto en el ejército soviético en la batalla de Stalingrado.

Un epílogo es, en realidad, la parte séptima, que se abre con la misiva del cónsul general de Franco en Filipinas, Castaño, colaborador de los japoneses. El industrial español Uriarte combate en las guerrillas filipinas.

Afirma el autor que bastantes publicistas del exilio han exagerado los hechos y las anécdotas, con perjuicio de la verdad histórica. Se cierra la obra con una bibliografía selectiva.


JUICIO

Antonio Vilanova es un escritor exiliado que había alcanzado cierta notoriedad por una obra sobre el Alcázar de Toledo, en la que trataba inhábilmente de montar una antimitología de la fortaleza sustituyendo la documentación histórica con alegatos pseudoescolásticos. El lector que emprenda la lectura de este nuevo libro con el natural recelo, proviniente del recuerdo del antiguo, tropezará con una feliz sorpresa. Porque en Los olvidados, como puede demostrarse en el amplio resumen que acabamos de dedicar a la obra, Vilanova ha conseguido reunir un estimable conjunto de datos e invitaciones para una página poco menos que desconocida, pero no exenta de interés de la crónica española contemporánea.

No se trata, desde luego, de una obra científica. La ausencia de formación historiográfica de El Alcazar de Toledo, epopeya o mito no se ha suplido por el autor con una formación siquiera elemental en la metodología histórica durante todos estos años. La obra está plagada de repeticiones enojosísimas y creemos sinceramente que pocos datos auténticos útiles pueden añadirse a los que hemos resumido en los párrafos anteriores; pero en todo caso el libro podría haberse reducido a la cuarta parte de espacio sin mengua alguna de su interés. El estilo es un tanto pedestre y está comido de galicismos que, en ocasiones, como en el jefaturados de la página 456, en los visas, los masacrar, y la arbitraria sintaxis convierten la lectura de este libro en un tormento filológico. Muestra el autor la habitual pereza de los historiadores aficionados en la omisión de un esencial índice onomástico, y demuestra su mala formación, no solamente histórica sino periodística, en un afán continuo de «hinchar el perro», cuando sustituye una escasa información histórica con un anacrónico lirismo, muy propio de los viejos periodistas del PSOE, partido al que el autor dice estar afiliado.

Los errores de facto que se deslizan en medio de este alud de barbarismos y solecismos confirman el poco rigor del señor Vilanova; sus lectores de Vizcaya se extrañarán de que un lugar tan conspicuo como Santurce se sitúe en la provincia de Santander (pág. 466) y los especialistas de la guerra civil española fruncirán el ceño ante la designación de «Marsellesa» atribuida a la Brigada Internacional Centroeuropea XIII, que en realidad se llamaba «Dombrowski» (la Marsellesa era 1a poco afortunada XIX del coronel Dumont (a) «Kodak).

Pero todos estos errores formales y localizados, con los que podría formarse una extensa lista, tienen solamente importancia anecdótica, al lado de la posición partidista, increíble y anacrónicamente partidista, en que se sitúa el autor. Resulta Vilanova injustísimo con la España torturada y animosa que trataba de levantarse de su tragedia justo en los momentos descritos en su libro; toda la obra es un torpe alegato para identificar los crímenes nazis con la responsabilidad de los gobernantes españoles de entonces. Uno de los efectos de esta injusticia es el absoluto desenfoque con que se trata todo lo que se refiera a la División Azul, mientras se reconoce que los comunistas españoles se dedicaban por entonces a vegetar en el exilio moscovita. Otra maniobra ingenuamente planteada por Vilanova es el intento de uncirse al carro del vencedor y considerar como objeto directo de esta historia las hazañas del general Leclerc y de la Resistencia francesa (hazañas bien discutibles, por cierto, y arropadas en la estela de los verdaderos vencedores de la segunda guerra mundial, entre los que sólo con graves reservas podría incluirse a Francia). Ni los orígenes de las SS, ni las famélicas aventuras de la Francia libre tienen nada que ver con la historia de los exiliados españoles en la segunda guerra mundial; cientos de páginas de este libro podrían haberse ahorrado.

El colmo de la inconsecuencia producida por esta actitud se alcanza en la entrada de la nueve compañía en París, sin encontrar la menor resistencia de los alemanes acuartelados en espera de entregar pacíficamente la ciudad, como hicieron poco después. Los nombres de las derrotas de la guerra civil española (Ebro, Brunete...) en los blindados de Dronne no debieron desentonar mucho bajo aquel Arco de Triunfo parisiense, en el que como recuerdan con asombro todos los turistas españoles, se registra Bailen al frente de las victorias napoleónicas en España. El propio general De Gaulle se encargaría bien pronto de volver a la dura realidad a las demasiado famosas divisiones partisanas, ansiosas de montar una marcha sobre Barcelona arropadas en los tanques Sherman, tras haberla montado unos años antes arropadas en los T-26 soviéticos, pero en sentido inverso al que ahora se pretendía. Nada dice Vilanova del trágico final de la aventura del maquis español; la diferencia con el relativo éxito del maquis francés estriba exclusivamente en la actitud radicalmente opuesta del soporte popular en Francia y en España. Ciegos por su propia propaganda, los guerrilleros de 1945 y 1946 decidieron que España entera les seguiría. Y entraron nada menos que por Navarra.

Corregidos estos enfoques parciales y generales, este libro es una obra sumamente estimable y que, a pesar de sus defectos, supone una contribución importante a una página ignorada de la crónica española de nuestros días. Porque la verdad histórica se le impone al autor, a veces contra sus prejuicios estereotipados; por ejemplo, al describir la solidaridad española en los campos -fuera de consideraciones políticas, con una única motivación de españolismo- o en el curiosísimo episodio de los antiguos «rojos» enrolados en la Legión Francesa, dispuestos a luchar con los soviéticos en Finlandia a los sones del «Los novios de la muerte». Ya ha pasado mucha agua por los puentes de nuestra historia reciente y todo español tiene que conmoverse con la patética aventura de estos miles de compatriotas arrojados a esas fieras de Europa que tanto contribuyeron al desencadenamiento y prolongación de nuestra propia tragedia interna. Vilanova ha reunido un gran conjunto de estadísticas que a veces son discutibles, pero que, en general, parecen convincentes; ha estudiado con precisión y competencia temas tan dispersos como el de los trabajadores españoles en Alemania (procedentes de los campos franceses), los campos de concentración en Francia, la evacuación y repatriación de niños españoles (víctimas de un rapto soviético infinitamente más doloroso para España que el de nuestro oro) y ha reunido innumerables anécdotas personales de gran interés para aclarar otros problemas del exilio y aun de la guerra civil, como las aventuras de Miguel Buiza, Eleuterio Días Tendero, etc.

Una impresionante ilustración gráfica avalora notablemente el libro, y una interesante orientación bibliográfica contribuye a sus méritos informativos. En suma, los historiadores de la España contemporánea cuentan con una base de partida sumamente estimable y, por supuesto, imprescindible como una de las escasísimas piedras angulares para la gran síntesis histórica que algún día abrazará -en todos los sentidos de la palabra- a esa «gesta racial» del exilio español, como la ha llamado uno de los protagonistas, que encierra tanta grandeza, tanta miseria y tanto dolor de España. De esa España que, como ha repetido genialmente uno de los grandes pensadores exiliados, no es más que una tierra y una intimidad, a pesar de que las grietas aparentemente insondables de su superficie reseca y sedienta. He aquí la gran lección de unidad básica que los españoles de todos los credos -y el autor de este libro entre ellos- deberían aprender ante la continuada tragedia personal de medio millón de españoles desamparados por un mundo que jamás comprendió la raíz de su odisea.


In Boletín de Orientación Bibliográfica nº 85, enero de 1970, pp. 9-16