"Qué difícil es, escribió el duque de Wellington, comprender exactamente a los españoles." Y anotaba después: "España es el único país donde dos y dos no son cuatro." La singularidad del temperamento español, que desconcertó al Duque de Hierro, ha confundido también a los historiadores. No es fácil, por ejemplo, explicar por qué un país que mostró tanta energía, actividad e incluso capacidad organizadora en el siglo XVI, haya sido incapaz, casi, en tiempos más recientes de alcanzar la unidad nacional y la cohesión institucional. En el siglo XIX, el cuadro institucional español, que cien años antes había mostrado su aptitud para sobrevivir a pesar del colapso económico y militar, se quebró. Sólo entonces quedó al descubierto la fragilidad del edificio nacional. Casi toda la historia política española del siglo XIX es el resultado de la búsqueda de una estructura adecuada de gobierno.
Tradicionalmente existían dos instituciones importantes en la vida española: la monarquía y la Iglesia. Durante más de 300 años después de Fernando e Isabel, los españoles fueron devotamente monárquicos, y las reformas del siglo XVIII sólo sirvieron para consolidar el poder real. Pero durante el reinado de Carlos IV (1788-1808) se detuvo el desarrollo del régimen borbónico. La incompetencia del rey, la perniciosa influencia de la reina, la impopularidad de un favorito inteligente pero excesivamente ambicioso, la oposición de grupos aristocráticos y grupos con intereses regionales, la polarización política favorecida por la revolución francesa, una política internacional débil y desastrosa, se aunaron para quebrantar la aparente unidad fraguada por el despotismo ilustrado. Las "dos Españas" del siglo XIX -una liberal y anticlerical, la otra absolutista y clerical- tomaron forma.
El año 1808 fue un momento decisivo en la historia de España, no sólo a causa de la invasión napoleónica, sino ante todo por el colapso interno de la monarquía española que quedó dividida entre el rey y su heredero, entre oligarquías regionales y centralistas. El fracaso político de Carlos IV tenía más bien causas internas que internacionales. Su destitución, impuesta por el grupo "fernandista" -y subrayada por el primer motín popular contra el rey en la historia reciente española- precedió a la invasión y preparó su camino. La independencia nacional fue recuperada en la Guerra de la Independencia (1808-1814) pero no pudo restaurarse la unidad institucional que la monarquía había procurado durante tres siglos.
La decadencia religiosa fue más gradual y al principio menos visible, pero la generación de 1790-1815, que vio poner en tela de juicio los principios políticos tradicionales, fue también testigo de la infiltración del pensamiento racionalista en el monopolio espiritual de la Iglesia -al menos entre la reducida clase culta del país. En la década de 1830-1840 tuvo lugar el asalto de las clases altas y medias contra las tierras de la Iglesia que fueron confiscadas casi completamente durante esa década y la siguiente, y también pudieron observarse en esa época los primeros signos del resentimiento radical de las clases bajas contra el orden social y económico vigente. En las grandes ciudades, este resentimiento encontró su expresión más violenta en el odio vengativo contra la Iglesia, a la que los revolucionarios del siglo XIX acusaban de prostitución espiritual.
La agitación del siglo XIX español no fue, sin embargo, causada sólo por la rebelión de los elementos liberales. El papel de la derecha tradicionalista, que no aceptaba nada de cuanto había ocurrido después de 1808, fue quizás más importante aún: el liberalismo, el republicanismo o el sindicalismo no fueron los solos movimientos de masas de este periodo, sino también el carlismo campesino y reaccionario. No menos de cinco guerras civiles, grandes y pequeñas, fueron provocadas por los intransigentes tradicionalistas.
Las tensiones del carlismo y de la rebelión liberal se agravaron a causa de la apatía cívica de la mayoría de la población, analfabeta o no, y por la extraordinaria persistencia de fidelidades regionales que impedían el nacimiento de un nacionalismo en el sentido moderno de la palabra. Las diferentes regiones españolas -Cataluña, Levante, el País Vasco, incluso Galicia y Andalucía- nunca se habían integrado completamente en una unidad política y administrativa. Habían permanecido simplemente federadas bajo una dinastía común. Cuando desapareció ese principio de autoridad, resurgió el regionalismo medieval. Durante la guerra de la Independencia, el país entero volvió a su estructura de la Edad Media, en la cual ciudades y provincias, separadas por las operaciones militares, funcionaban a veces como cantones autónomos. Después de la guerra, permanecieron desunidas. Razones geográficas son en parte la causa de este fenómeno ya que España está dividida por abruptas cadenas montañosas y verdaderos desiertos; pero más determinante que la geografía fue el retraso del desarrollo cívico y económico. El desigual crecimiento industrial y comercial de las diferentes regiones durante el siglo XIX no tendió a unificarlas, sino a separarlas más aún ya que las regiones litorales fueron casi las únicas que alcanzaron prosperidad.
La irresponsabilidad cívica no fue debida a la ausencia de clases medias (las capas medias en la sociedad española eran casi tan amplias como en Italia), sino a la ausencia de vigor, determinación, capacidad para la acción e independencia, de los miembros de estas clases. Las clases medias españolas estaban hundidas en la rutina y la apatía, se preocupaban más de mantener el statu quo y de eludir responsabilidades que de imponer su voz en el gobierno o crear nuevas oportunidades económicas. Las clases altas no tenían mayor conciencia social y a menudo daban pruebas de tener aun menos energía, mientras que los campesinos y los obreros asimilaban rápidamente las ideas modernas y exigían más de lo que la sociedad les daba. Desde el siglo XVI, España ha tenido una población flotante de personas sin trabajo que llegaba a representar un 3 o un 4 % de la población total, y en el siglo XIX esas gentes aprovechaban cualquier oportunidad de agitación.
Estas divisiones verticales y horizontales, causadas por una conjunción de factores regionales, ideológicos, económicos y sociales, dieron lugar a sesenta años de política calidoscópica. La lucha entre ideas e intereses diferentes provocaron media docena de guerras civiles y el mismo número de constituciones y formas de gobierno. En última instancia, esas divisiones sólo podían ser conciliadas por la fuerza. De esta situación nació un nuevo árbitro de los asuntos del país: el ejército. Se convirtió en un factor fundamental de la política, no tanto porque los militares fuesen ambiciosos o voraces, sino porque la sociedad política española se había quebrado.
En los modernos Estados occidentales, los militares se han encargado normalmente de defender al país contra los ataques o las intervenciones exteriores y mantener la seguridad interior. Esta última función, de la que se habla sólo en segundo término en los sistemas constitucionales contemporáneos de occidente, fue sin embargo la principal razón del desarrollo de los ejércitos modernos jerarquizados y disciplinados. El ejército moderno, desde que empezó a tomar forma al final de la Edad Media, fue empleado tanto para defender en el interior del país las bases del Estado monárquico, como para llevar a cabo guerras exteriores. En este proceso, los primeros Estados modernos monárquicos se las arreglaron para mantener una autoridad institucional razonable sobre las fuerzas militares.
El militarismo moderno, en el que las fuerzas militares organizadas luchan por conseguir sus propios objetivos y por influenciar o dominar a su vez a otros sectores del Estado, apareció por primera vez durante la revolución francesa a causa del nacimiento de nuevos grupos de presión incapaces de realizar sus fines por las vías políticas normales. Sin embargo, al aumentar las fuerzas liberales de la Europa occidental su influencia, durante la primera mitad del siglo XIX, redujeron al mismo tiempo el papel, la influencia, el número, el prestigio y los recursos financieros de los militares. Al contrario, en la mayoría de los Estados europeos más grandes -Rusia, Prusia y el Imperio de los Habsburgo- los militares continuaron desempeñando el principal papel en el interior del país al mantener la autoridad del gobierno.
Si el papel del ejército en los asuntos españoles parece insólito al comparar España con Francia, Inglaterra o los Estados Unidos durante el siglo XIX, no lo parece tanto si se recuerda la realidad militar y política en la Europa central y oriental - aunque España se diferenciaba de los Estados orientales en que estos últimos conservaban aparentemente instituciones monárquicas muy fuertes a las que los militares servían en teoría, mientras que los grupos militares españoles se sintieron llamados a veces a sustituir a un gobierno inadecuado.
La historia del ejército español en cuanto institución política se extiende durante 125 años, desde 1814 a 1939, y alcanza su cumbre en la guerra civil de 1936-1939 y durante la larga pax armata de Francisco Franco que le ha sucedido. La importancia primordial del ejército en la vida pública no fue debida a la inteligencia de sus líderes o a la eficacia de su organización, sino simplemente al hecho de que era una fuerza armada capaz, al menos transitoriamente, de sostener o de reprimir a otros grupos. A pesar de ello, le fue difícil al ejército ejercer su papel de poder moderador debido a sus inherentes deficiencias de educación, disciplina y unidad. Antes de examinar el papel del ejército español en la política, debemos considerar los propios problemas institucionales del ejército.
Stanley G. Payne
Agosto de 1966