Majo Siscar, Periodismohumano.com (México), 08.07.2010
“Vienes a verme porque soy el único que queda” exclama con sorna y se ríe. Federico Álvarez Arregui me recibe en su austero despacho del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Este vasco es de los pocos exiliados republicanos que siguen vivos y en activo en México. Desde este ajustado despacho, de unos 15 metros cuadrados y que comparte con su asistente, dirige desde hace 8 años, la revista Literatura Mexicana, una publicación académica sobre filosofía y las letras en lengua castellana. Es su trinchera particular, desde donde, pese a sus 83 años, sigue aportando al acervo cultural local. Pertenece a esa generación de intelectuales españoles que perdió nuestro país a causa de la Guerra Civil y la dictadura franquista y que en cambio, con su esfuerzo, engrandecieron la cultura mexicana y siguen haciéndolo, aunque son cada vez menos, entre ellos Álvarez Arregui, quien después de la risa, prosigue su primera frase: “no es cierto, quedan algunos más pero ya estan enfermos o muy mayores, con lo cual yo me convierto en bateador emergente”, agrega haciendo un símil con el béisbol que me recuerda sus primeros años de exilio en Cuba.
El hijo del fundador de Izquierda Republicana en Guipuzcoa llegó en 1940 a la Habana a reencontrarse con sus padres después de 4 años de no verlos, pues ellos se habían quedado en Madrid después de la toma de San Sebastián por el bando nacional, y ya en la derrota cruzaron la frontera a Francia donde sufrieron los campos de concentración y finalmente pudieron salir a Cuba. Cuando Álvarez desembarcó solito del Magallanes, tenía 13 años y en la mochila traía 4 años de vivir en territorio franquista, rezar cada noche el rosario con su abuela e ir a la escuela de los Marianistas. Con este equipaje la isla le sorprendió por su luminosidad, su sol, su música, su diversidad racial y su exuberancia. “Soy un exiliado particular porque mi llegada a Cuba fue de una felicidad infinita”, asevera y se le ilumina la cara recordando el colorido cubano.
Allí pasó 7 años trascendentales de su vida, hasta los 20, y asegura que “Cuba nos integró, por lo menos a mi generación pues el pueblo cubano era enteramente antifranquista, entonces nosotros los exiliados, éramos los buenos”. Con esta disposición, estudió el bachillerato e ingresó en la carrera de ingeniería. Allí militó en los movimientos estudiantiles de izquierda radical, y bebió del caldo de lo que pocos años después sería la revolución.
Sin embargo, Cuba no integró a los intelectuales exiliados en sus estructuras culturales como hizo México. En las universidades había cuotas para profesores extranjeros y muy pocos españoles tuvieron cabida. Por eso a sus 20 años, toda la família se mudó a México, donde empezó a relacionarse con la flor y nata de la intelectualidad republicana. Esas relaciones le devolvieron su españolidad pues Federico en ese momento ya se sentía un joven latinoamericano. “Cuando llegué a México no sentí ninguna estrañeza cultural, social o política y al igual que el resto de mi generación de exiliados, que no la de nuestros padres, participé totalmente en la vida política de México. Participaba en las movilizaciones de los ferroviarios, de los mineros, de los estudiantes… Eso sí, en las manifestaciones del 1 de mayo marchábamos en el contingente de la República.
Y es que los exiliados mantuvieron la llama de la democracia encendida desde la distancia. Y México fue uno de sus principales bastiones. Álvarez Arregui recuerda como en 1945, se reconstituyó la II República en la Sala de Cabildos, en la sede del gobierno del Distrito Federal, la residencia de los Virreyes en el periodo colonial. “Durante 24 horas, aquel hemiciclo fue España”, espeta con un repentino brillo en los ojos y continúa, “vinieron diputados de todos lados, exiliados en París, en Argentina, y se reunieron las Cortes por primera vez desde el 39, José Giral fue electo presidente, fue el único que recogió el variopinto sentir de los exiliados”.
Los exiliados no eran una masa uniforme. Por encima de las diferencias sociales y económicas, prevalecían las diferencias políticas que existían en la República y que se acentuaron en la Guerra Civil. Sin embargo, a todos les unía el sueño republicano y la nostalgia de la patria perdida.
“El exilio es un destierro, te fuiste y perdiste la tierra, porque sabes que no puedes regresar, al menos por un tiempo largo. La mayoría de los exiliados teníamos esa sensación permanente de destierro, una desazón que nos acompañaba siempre, y que de repente, se volvía hacía dentro y sentías como angustia de no poder volver a España”, recuerda con los ojos empañados de agua. Y continúa “saber, por ejemplo, que tus abuelos se están muriendo y no puedes ir a verlos…” Es el único momento de la entrevista en que, a este enérgico hombre de 83 años, se le enturbian los ojos, porque, de carácter afable y jovial, recuerda con alegría el peregrinaje vital que le ocasionó el exilio, y de hecho reconoce que ahora ya no vuelve porque ya no quiere. “Yo soy tricéfalo, soy mexicano, cubano y vasco”, confiesa. Y se explica: “este es mi país, aquí vivo, aquí trabajo, aquí me dan premios…”.
Sin embargo hay algo dentro de él que se resiste a serlo del todo. Pese a haber vivido más de 40 años en México sigue conservando, casi intacto, el acento vasco, y mantiene sus relaciones con sus compatriotas ibéricos.
De hecho, un telefonazo interrumpe la conversación. Es Joaquin Díez Canedo, quién ha continuado la gran labor editorial que hizo su homónimo padre primero en la editorial Joaquín Moritz y en el Fondo Económico de Cultura, publicando tanto a los exiliados españoles como a los grandes escritores mexicanos, incluso antes de que se les reconociera. Le habla para comentarle que ha recibido el último manuscrito de otro exiliado, el filósofo Adolfo Sánchez Vázquez. Álvarez Arregui ya conoce de su existencia.
“Hemos sido como una gran família”, me cuenta. De hecho Álvarez Arregui se casó con Elena Aub, la hija de Max Aub, y uno de los testigos fue Juan Rejano, por no nombrar a todos los intelectuales que estaban invitados a la boda. Al igual que la mayoría de exiliados políticos, la pareja se involucró en la lucha antifranquista. A finales de los 50, participaron en el Movimiento Español (ME/59), con la idea de llenar el exilio de contenido ideológico y organizarse con la resistencia contra el régimen del interior del país.
Cuando ya veían acercarse la caída del dictador, conformaron, junto a otros intelectuales y líderes de izquierda, la Junta Democrática que pretendía movilizar unitariamente a la oposición antifranquista, con un programa político rupturista que abogaba por una consulta ciudadana para volver a la República. Un proyecto que se frustró con la transición, que Álvarez Arregui califica de “vergüenza”. “La transición nos permitió llenar las calles de banderas rojas, ver pornografía e ir a unas elecciones donde acabó ganando la derecha”, apostilla, y continúa: “los pactos de la Moncloa son un pacto de olvido. Se prohibió hablar del exilio y de la guerra, esa fue la tercera y última derrota de los exiliados”.
Y asegura que el exilio fue una derrota permanente, que empezó con el destierro, pero que tuvo su segundo golpe en el 1955 cuando la comunidad internacional levanta el aislamiento al gobierno franquista y lo acepta en el seno de las Naciones Unidas, y por lo tanto, desconoce el gobierno republicano que tenía sede en París y embajada en México. Sólo este último país y Yugoslavia, con Tito a la cabeza, mantendrán el apoyo al gobierno del exilio hasta la transición.
Álvarez Arregui se enerva al hablar de la transición, y aunque fue entonces cuando pudo y quiso volver al Estado español, los 10 años pasados en Madrid, entre el 1971 y el 1981, le decepcionaron. Ahora, va de visita una vez al año, a ver a sus hijos y a Congresos, pero asegura que se regresa tan pronto puede.
“No lo aguanto, cada vez que voy es un golpe, la última vez que estuve en Madrid, estaba sentado en un café y en la mesa de al lado un señor le decía a otro: -Hay que matarlos a todos, y yo digo ¿a quiénes? Antes era a los rojos y ahora es a los ecuatorianos o a los marroquíes. España no ha cambiado, sufre desmemoria histórica”, afirma y empezamos a hablar de la situación política actual.
“Este pobre (José Luís Rodríguez) Zapatero que intentó al principio hacer una política de izquierdas, al final ha tenido que hacer una política de derechas y el Partido Popular todavía está en contra, la derecho española es algo impar, como ella no hay nada. En Europa hay muchos gobiernos de derechas pero el Partido Popular representa la vieja derecha, la historia española, la eterna derrota de la izquierda.
-¿Qué diferencia ve entre el PP y la derecha europea?
La derecha europea es anti fascista. En Alemania está prohibido el partido nazi, pero en España la Falange Española se sigue presentando a las elecciones, en Francia está prohibido llevar una esvástica, en Italia colgaron de los pies a Musolini, en España Franco descansa en un sagrario. Además el poder de la iglesia y del ejército son enormes y no han tenido un saneamiento. En Francia, Alemania o Italia ha habido una desnazificación pero en España los que torturaron a Grimau o a Simón Sanchez Montero, pasean por la calle. Ahí está la diferencia con Europa”.
Es inevitable preguntarle por la suspensión de Baltasar Garzón como juez de la Audiencia Nacional después que iniciase tres procesos sobre las víctimas de la Guerra Civil la dictadura.
“Lo que le ha pasado a Garzón es un ejemplo singular de lo que estoy diciendo. Un recurso de Falange Española, que debe tener un uno o dos por cien de los votos, es capaz de hundir a un juez como este. En cada pueblo hay una fosa común donde estan los abuelos de muchos de los que ahí viven, y la Justicia prohibe que se abran esas fosas, no permite que se reconozcan a los muertos y que sus familiares les den sepultura”.
Esta frustración le provoca un sentimiento agridulce versus España. Por un lado recuerda con nostalgia las playas de Donosti donde jugaba de niño, por otro se enfurece con el olvido de los españoles hacia toda la barbarie que implicó el franquismo.
“No puedo volver a soportar la bandera franquista, un rey, todo lo que representa la existencia del Valle de los Caídos, y encima ver que a millones de españoles no les importa hacerlo,… Esa falta de memoria me desespañolizó y ya solamente me queda la patria chica, Guipúzcoa”.
Hablamos de la ley de Memoria Histórica. Le parece una buena iniciativa, aunque tibia y tardía. “No se podrá reparar la memoria de los exiliados, mientras los españolitos de a pie estén de acuerdo en olvidar”, reitera. “Hay algunas iniciativas positivas, exposiciones, trabajo de recuperación histórica, pero no calan en una sociedad a la que se le cercenó la izquierda, en el exilio, en prisión o bajo tierra. En España cada vez que la izquierda levanta la cabeza, se la cortan. Ya lo hizo Carlos I con los comuneros de Castilla y desde entonces, hasta ahora sigue sucediendo. España es inasequible al desaliento”, concluye.