Juan Luis Cebrián
El juez de lo Penal de Madrid Ricardo Rodríguez produjo en las vísperas de Navidad, con la inestimable ayuda de la fiscal Pilar Joga, un bodrio intelectual en forma de sentencia, cuya pésima calidad nos permite interrogarnos sobre los criterios aplicados en su día para que accediera a magistrado desde su cargo de secretario judicial. Por si alguno no lo sabe todavía, este juzgador dictó penas de cárcel (un año y nueve meses nada menos) para dos periodistas de la cadena SER acusados del nefando delito de publicar una noticia, diligentemente comprobada y fehacientemente veraz, relacionada con la corrupción política y urbanística en el Partido Popular de Villaviciosa de Odón. Considera el juez tan grave el comportamiento de los condenados que dictamina, además, su inhabilitación para ejercer profesionalmente el periodismo y añade al castigo severas penas de multa, argumentando que sin duda podrán pagarlas porque deben tener un sueldo «verdaderamente importante».
El crimen perpetrado por Daniel Anido y Rodolfo Irago, del que desde ya me declaro instigador, cómplice y cooperador necesario, fue publicar en la página web de la emisora una lista de militantes de dicho partido que se afiliaron irregularmente, burlando los requisitos de sus propios estatutos, con objeto de desbancar a una dirigente afín a Ruiz-Gallardón y sustituirla por alguien leal a Esperanza Aguirre. La calificación jurídica que merece este hecho es la de «revelación de secretos», y la argumentación, revestida de la oscura dignidad de un lenguaje incomprensible, como acostumbran a hacer los malos médicos y los jueces torpes, es tan peregrina que sorprende que nadie pueda basarse en ella para decretar penas de privación de libertad.
No han sido pocas las voces que se han alzado en protesta por tan aberrantes hechos, entre ellas las de algunos representantes políticos que han aludido a que su discrepancia -o su silencio, como en el caso del PP, culpable y víctima a la vez de la corrupción desvelada-, se expresaba desde el respeto. Pero ni desde el punto de vista legal, ni desde el político, ni desde el gramatical, merece el texto firmado por el señor Rodríguez respeto alguno. Y si es verdad que las sentencias deben acatarse, no menos cierto es que también pueden atacarse cuando menoscaban el sentido común y los valores constitucionales y democráticos hasta el punto que ésta lo hace, por lo que es imposible guardar silencio ante los hechos, como algunos pretenden bajo pretexto de que la sentencia no es aún firme.
Hay quien pensará, con toda razón, que escribo esto desde mi condición de periodista, compañero de los condenados en las tareas de la radio y responsable del comportamiento profesional de su grupo de medios. Pero lo hago igualmente como ciudadano preocupado tanto por el buen uso de la libertad de expresión como por la defensa de una cultura democrática en nuestra Administración de justicia. Por último, como académico, no puedo sino lamentar el manoseo que hace del diccionario el juez Rodríguez, cuya impericia en el uso del idioma le impediría ocupar plaza de redactor en ningún medio, incluidos, mal que le pese, los de Internet.
Sobre las deficiencias jurídicas de la sentencia, otros más expertos que yo han expresado ya sus conclusiones, que resumo en tres puntos: a) no se tiene en cuenta la prevalencia constitucional del derecho a informar sobre el de protección de la vida privada, cuando se trata de noticias relevantes y de interés general; b) a dichos efectos se desprecia -aunque se reconoce en la propia sentencia- la veracidad de la noticia y la eficacia profesional con que fue elaborada; y c) se establece el peculiar criterio de que las informaciones a través de Internet no merecen la protección prevista en el artículo 20 de nuestra Constitución, pues no se trata de un medio de comunicación social sino universal (sic). Hay otros detalles menores pero significativos de la chapucería ante la que nos encontramos, por ejemplo el hecho de reseñar como testigo de la acusación a un abogado de la defensa y como querellante a uno de los supuestos perjudicados, pero que no demandó procedimiento alguno.
Todas ellas son razones suficientes para esperar que el tribunal de apelación enmiende el entuerto, entre otras cosas porque una sentencia previa sobre el mismo caso instado por otros denunciantes, y dictada por la sección 10 de la Audiencia Provincial de Madrid, absolvía a los redactores de un periódico local que publicó parecida lista de afiliados al PP, estimando que «los problemas internos de elecciones en un partido también se revisten de interés general y público, al aparecer, como en el presente caso, vinculados a cuestiones de urbanismo». Es cuando menos llamativo que ni el magistrado ni la fiscal hayan tenido en cuenta este precedente, y es más que preocupante que el ministerio público haya ejercido la acusación y reclamado severas penas, aunque en el juicio oral las redujera a cinco meses de prisión, petición igualmente injusta a mi entender, y en la que se ha ratificado la fiscalía en su recurso ante la audiencia. Semejante actitud permite preguntarnos por el entendimiento que la oficina del fiscal general del Estado tiene respecto a los valores democráticos y el enunciado constitucional. Pues hay que decir que sin la disposición del ministerio público a denunciar un delito donde es imposible que lo haya es más que probable que el contencioso hubiera salido del área penal para dirimirse, en todo caso, ante los tribunales civiles.
Me parece irrisorio que la publicación de la pertenencia a un partido político se considere una violación de la intimidad, cuando lo que denota es el deseo de participar en la vida pública. Y resulta esperpéntico pretender que dicha publicación genera un dolor o daño a esos militantes. En realidad, el perjuicio que sufrieron en el caso que nos ocupa no fue debido al conocimiento de su afiliación, sino al de que ésta se produjera de manera irregular, contra toda norma de transparencia democrática. La democracia interna de los partidos es un requisito fundamental y no puede ser tarea de los tribunales reprimir la revelación de conspiraciones como la de Villaviciosa, que acabaron en el famoso tamayazo, con la anulación de las elecciones a presidente de la Comunidad de Madrid y el pírrico triunfo de Esperanza Aguirre. Antes bien, el ministerio público, en defensa de la legalidad, debería alentar esas revelaciones a fin de que se sancionen y persigan tales conductas irregulares. En el caso del Partido Popular, su reglamento obliga además a que los militantes ejerzan activamente el proselitismo, con lo que mal puede interpretarse que la pertenencia al partido forma parte de su intimidad, y mucho menos que constituya ningún secreto. Pero incluso tratándose de organizaciones privadas, religiosas, deportivas, culturales o de cualquier otro género, es extravagante suponer que la publicación, sin su permiso, del nombre de sus miembros o simpatizantes pueda ser un delito penado con la cárcel. El Gobierno tiene por eso obligación de pronunciarse sobre el comportamiento de la fiscalía, y es de esperar que lo haga en defensa de la libertad de información y la transparencia de la vida política.
Merece la pena ocuparse de la tibieza de los políticos a la hora de protestar por la violación constitucional que supone el documento. Un tal señor Güemes, dirigente del PP madrileño cuyo brillo en el universo parlamentario emana más que nada de su afición al fijador, se permitió un comentario vulgar respecto a las simpatías políticas o ideológicas de los condenados y la cadena SER, lo que sugiere que el silencio al que se acogió el portavoz del PP a la hora de comentar la sentencia es en realidad una aprobación tácita de la misma. Otras declaraciones de un ministro del Gobierno en el sentido de considerar desproporcionada la pena podrían, por su parte, indicar que quizás un castigo menos duro, tal vez como el que la fiscal sugiere, resultaría aceptable. Las declaraciones del resto de los grupos se han alineado en general con la corrección política demandada, y nadie o casi nadie ha denunciado lisa y llanamente que nos hallamos ante una verdadera tropelía: los corruptos en la calle y quienes denunciaron la corrupción, a la cárcel.
El respeto que nuestro sistema judicial merece, reclama una actitud crítica por parte de los ciudadanos. Contra lo que muchos piensan, yo creo que sí se han transformado para bien no pocas cosas en la Administración de justicia durante las recientes décadas, aunque reste mucho por hacer. A pesar de actitudes como las de Rodríguez y Joga, o del guirigay montado en torno al Constitucional, existe en este país un alto grado de seguridad jurídica garantizado por la eficacia de los tribunales. Por eso mismo, es necesario desvelar públicamente los excesos y estupideces que se cometan. La irrupción de la política en la justicia, mezclada con las manías, los errores y las carencias de algunos de sus miembros, así como la tendencia a judicializar los conflictos ideológicos, provoca situaciones tan curiosas como que un magistrado relevante por sus servicios a la comunidad se vea investigado por querer enjuiciar los crímenes de la dictadura franquista, mientras algunos jueces mediocres siguen campando por sus predios a la hora de imponer su particular criterio acerca del ejercicio de la libertad.
La prohibición de revelar secretos personales, relacionada con la protección de datos informáticos, no se prevé en el Código Penal como una limitación a la libertad de expresión, sino como una obligación de confidencialidad a quienes tienen encomendada por cargo o profesión la custodia de determinados datos o informaciones. Paradójicamente, el deber profesional y ético de todo periodista es revelar secretos, sobre todo cuando sirve para desenmascarar los excesos y corrupciones del poder. De manera que el juez Rodríguez quiere enviar a la cárcel a Irago y Anido, tratándoles como a delincuentes, por cumplir con sus obligaciones como ciudadanos y como periodistas, y por rendir así un servicio valioso a la sociedad. Toda una agresión a la convivencia democrática. El artículo 20 de la Constitución garantiza la libertad de informar y de expresar libremente las ideas. La excepción que el juez hace de Internet a la hora de citar dicha protección de derechos resulta un despropósito. Puedo estar de acuerdo con él en que Internet no es, en sí misma, un medio de comunicación social, pero las páginas web que a través de ella se difunden sí lo son. Por lo demás, el artículo 20 del texto constitucional reconoce y protege textualmente «el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». Internet no es sólo uno de ellos, es el principal medio de difusión del mundo. La suposición de que la protección jurídica a nuestras libertades no incluye el uso de la Red es contraria al mínimo sentido común. Aceptarla supone endosar la tesis de que el mayor instrumento de libertad inventado por el hombre en las últimas décadas no goza de la protección de las constituciones democráticas. Es una actitud simétrica a la de quienes se rebelan contra la defensa de la propiedad intelectual y justifican con embelecos intelectuales o morales las prácticas de la piratería. Cuando a diario padecemos toda clase de tropelías perpetradas en la Red por parte de individuos dedicados a mentir, infamar, injuriar y calumniar sin que a nadie se le pida responsabilidad alguna, viene ahora un juez a explicarnos en 35 folios que es conforme a derecho enviar a la cárcel a dos periodistas solventes y honestos por difundir informaciones verdaderas, comprobadas y de gran relevancia social. Para utilizar la acertada expresión de una de las mejores cabezas jurídicas con las que cuenta el Partido Popular, ¡manda huevos!
In El País 10/01/2010