Ruedo ibérico - Artículos

De cuando España era diferente

M. Vázquez Montalbán


Nos imaginábamos a los hombres de El Ruedo Ibérico como unos contrabandistas políticos que de noche cruzaban las fronteras con las espaldas cargadas de libros que luego encontrábamos en las trastiendas de librerías o en las pesadas carteras de compañeros de Universidad, ganadores de su vida, y sus estudios, gracias a El laberinto español, de Brenan, primer éxito de ventas de la editorial. Años después, José Martínez, en nuestro primer encuentro, en Perpiñán, me revelaría que a veces las cosas son más prosaicas y algún aduanero español había incrementado sus ahorros a base de hacer la vista gorda ante los paquetes de libros antifranquistas de El Ruedo Ibérico.

En aquellos tiempos, la Europa democrática tenía entradas de tendido de sombra para presenciar la corrida franquista, y el nombre de la editorial, por evocar el ruedo y por evocar lo ibérico, traducía el sentido peculiar de la acción intelectual de arrimarse al toro entre los olés y las recolectas de un mundo, al parecer libre, que acallaba así su propia mala conciencia. Inicialmente, el Ruedo fue la obra de una estimulante mezcla de ácratas, postrotskistas, criptocomunistas y republicanos de toda la vida y finalmente quedó como un esfuerzo casi personal e intransferible de José Martínez, más ácrata que cualquier otra cosa. Merced a Cuadernos del Ruedo Ibérico o a las sucesivas ediciones de Horizonte Español, la editorial de París fue estimulando el trabajo de jóvenes universitarios españoles del interior que encontrábamos en ella cauce para propagar nuestro recién adquirido saber sobre la España franquista, en la que vivíamos un exilio interior.

En los años sesenta y comienzos de los setenta, El Ruedo alcanzó un protagonismo intelectual relevante gracias a cuatro factores fundamentales: el éxito del libro de Ynfante sobre el Opus Dei; la difusión de La historia de la guerra civil española, de Hugh Thomas; el no menor éxito de lan Gibson con su obra sobre la represión en Granada y la muerte de García Lorca, y el proceso de Ramírez, es decir, de Luciano Rincón, por su estudio sobre la psicopatología del general Franco.


Varios Luis Ramírez

El proceso de Rincón volvió a excitar a la Europa antifranquista, un tanto distraída por entonces por la apertura de un segundo frente ético y estético en Vietnam. Martínez nos pidió a una serie de escritores consagrados o prometedores que publicáramos en los Cuadernos del Ruedo Ibérico artículos firmados con el seudónimo Luis Ramírez, no tanto para cubrir las espaldas de Luciano, que ya estaban cargadas de petición fiscal, como para demostrar que Luis Ramírez era una voluntad coral de seguir incordiando al franquismo.

Este era en definitiva el sentido fundamental de un esfuerzo editorial que perpetuaba la triste historia de la inteligencia española en el exilio exterior o interior. La transición no sólo significó la pérdida de la razón de ser de un exilio, sino también la aparición de una España oculta de políticos barrenderos que trataron de meter franquismo y antifranquismo debajo de la misma alfombra. Los libros de El Ruedo Ibérico pasaron a los catálogos de otras editoriales y perdieron el dramatismo morboso de fruta prohibida. En cuanto a José Martínez, no encajó bien el signo de los tiempos y desde su alto y plateado escepticismo contemplaba la construcción de la ética de la transición con un evidente desprecio, cuando no asco.

En él la causticidad era la regla, y tal vez por eso en los últimos años asistimos a su espléndido aislamiento como se contempla la puesta de un sol románticamente ácrata, inútilmente ácrata. Sin añorar aquella España diferente que aún conservaba rasgos de ruedo ibérico, ya que esta nostalgia sería un error, sí es sintomático que hombres como José Martínez Guerricabeitia no supieran o no quisieran o no pudieran adaptarse a esta progresiva conversión de España en una mala imitación de la Alemania Occidental pero sin el Ruhr, o de la Confederación Helvética pero sin relojes de precisión, o de Japón pero con Paquirri y la Pantoja. Esta España en la que el miedo al franquismo ha sido sustituido por el miedo a tener miedo del miedo tanto a lo que pueda como a lo que no pueda pasar. José Martínez conservaba en sus ojos otra estampa a la que siempre fue fiel. La estampa de aquel país de su adolescencia de madrileñas colosales que se hacían tirabuzones con las bombas que tiraban los aviones de la entonces Santa Alianza fascista.


In El País, 15/3/86