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Ruedo Ibérico

Luciano Rincón


En la cafetería de la Unesco en París, ante un grupo de personas reducido, atento, respetuoso y con la indignación histórica contenida por la repetición de gestos similares a lo largo de sus vidas, Marcos Ana, a quien recuerdo con la mirada translúcida, con los sueños y desesperanzas carcelarias aún en los ojos, hablaba de su reciente liberación y llegada a París. Era un preso mítico con 20 años de cárcel a sus espaldas y con representación simbólica del antifranquismo en su biografía. Habría otros, había muchos, había distintos; pero Marcos Ana, según la leyenda, había sido condenado a muerte, estando ya preso, por hacer un periódico clandestino para los presos; perseguido dentro de la persecución, clandestino dentro de la clandestinidad. Y allí, Manuel Tuñón de Lara me presentó a un hombre delgado, con cierto aire severo y destemplado, al que me señaló como José Martínez. José Martínez dirigía una editorial -Ruedo Ibérico-, creada casi de la nada, con Nicolás Sánchez Albornoz y otros dos amigos. Era el mismo José Martínez que murió en Madrid un 11 de marzo, hace hoy tres años, olvidado ya hacía tiempo, recuerdo oscuro él y su obra.

La historia empezó así para mí, aunque quizá -han pasado tantos siglos desde entonces-, en vez de la cafetería de la Unesco, fuera otro lugar. Y podía haber sido otro poeta perseguido, pero estoy casi seguro de que era Marcos Ana. Y es verdad que fue Tuñón de Lara el que me presentó a José Martínez, y también es verdad, aunque quizá, desde la perspectiva de hoy, ése sea el dato más impreciso, que existía Ruedo Ibérico. En ese momento, la editorial tenía dos obras importantes en los escaparates, con una creación cuidada y una distribución poco más que militante: El laberinto español, de Gerald Brenan, y, texto fundacional de la casa, La guerra civil española, de Hugh Thomas. Después aparecieron obras de Herbert Southworth, El mito de la cruzada de Franco, -que desmontó con tozudez la historia oficial del franquismo-; mis libros, unos firmados como Luis Ramírez -Nuestros primeros veinticinco años y Franco, historia de un mesianismo-, y otros, con otros nombres, e incluso, en tal abundancia de seudónimos, con el mío propio; el primer tomo de la Crisis del movimiento comunista, de Fernando Claudín, o el texto sobre el Opus de Jesús Ynfante, que cambió el aspecto y el vestuario de los visitantes de la librería de Ruedo Ibérico en París. Y detrás, siempre presente y casi siempre trabajando en un café, tenaz aunque depresivo, alegre en privado y ferozmente enfrentado a sus adversarios, con un malhumor legendario y a veces una ternura casi infantil resguardada de la inclemencia exterior, José Martínez. Allí desarrolló su obra, desde la bella plaza de Saint André-des-Arts hasta la Rue Aubriot, en el Marais, y de ahí, a la Rue Latran, otra vez en la orilla izquierda, hasta que la normalidad pudo al gran marginado, hasta que la necesidad de olvidar obligó a gran número de representantes de la izquierda antifranquista española a procurar que no se supiera demasiado de aquel que había sido tan tenazmente antifranquista, no había obedecido jerarquías y hacía ostentación de todo ello. Memoria dura de digerir.

Ruedo Ibérico, imposible de separar de José Martínez -que publicó en 1966 y en 1972 una obra llamada Horizonte español, que suponía una biblia para algunos-, tuvo tres momentos en su vida. El primero, de grandes obras y la apertura de expectación en el mercado de la intelectualidad de izquierdas y de la policía franquista, que fue el que creó un movimiento de curiosidad que llevaba hasta Hendaya y Toulouse caravanas discretas de lectores, y hasta París, a personajes políticos que trataban de conocer el fenómeno, a veces ahuyentados por el carácter de Martínez. A esa época editorial, y en cierto modo entreverado con ella, sigue un tiempo en que Martínez se vuelca en la edición de textos anarquistas y críticos respecto a la izquierda autoritaria, como El eco de los pasos, de Juan García Oliver, y finalmente, con la democracia en España, perdido un poco el rumbo, desconcertado por el cambio, que le exigía un esfuerzo político, y por el silencio de los próximos, que le exigía un esfuerzo cordial, editó algunas obras que interpretaban los nuevos movimientos, como la ecología. Y, entre todo ello, los textos de consulta obligada para conocer aquél tiempo que fueron los Cuadernos de Ruedo Ibérico.

En la primera etapa se puede decir que la editorial conmovió a importantes sectores de la opinión. Y al mismo tiempo fue un test. Martínez suponía, o eso decía, que la editorial iba a verse invadida de textos políticos importantes enviados por personalidades de la oposición a las que en España no dejaban hablar. Y solía comentar con cierta sorna -tenia mucha- que en España no podían hablar y en París no querían o no sabían, pues el caso es que no se produjeron las colas de autores con incisivos o clarificadores originales bajo el brazo. Ruedo Ibérico fue un punto de referencia, pero no únicamente sobre el franquismo, sino también respecto a la izquierda, tanto por sus debates como porque explicaba -como se ve ahora- los problemas, oscuridades y desconciertos de esa izquierda. Antes de la llegada de la democracia, muchos veíamos el posfranquismo de distinta manera, de maneras variadas, pero inevitablemente triunfales. El franquismo se derrumbaba y de sus escombros surgían brillantes construcciones teóricas apoyadas en nuestros textos, debates internos entre la izquierda autoritaria y la izquierda libertaria -y aun en el seno de cada una de ellas-, cambios trascendentales en las relaciones humanas, una transformación de la sociedad. Algo que al no llegar nos defraudó, pero que no era posible que llegara.

Esa era la contradicción en que José Martínez y muchos otros estábamos sumergidos. Buscábamos un futuro que más imaginábamos que construíamos, y que nos hubiera defraudado de todos modos. Defraudado o algo peor, porque, si Ruedo Ibérico era algo importante frente al franquismo, no se trataba tanto de la escuela de formación como de un ejercicio diario de lucidez crítica para aquel momento. Lucidez crítica que, si el modelo político de algunos de nosotros se hubiera materializado, no nos hubiera dejado ejercer. Y eso fue lo que probablemente no supo asimilar José Martínez; además de los silencios, de las espaldas vueltas, de los recelos, su incómoda condición de testigo, y de testigo pronto al exabrupto.

Desde su nacimiento hasta su muerte, Ruedo Ibérico, y casi igualmente José Martínez, exiliado temprano, trabajador en París, editor por la libertad, fue creando un mundo que servía de referencia a los antifranquistas, que ayudaba a creer en la libertad, pero que no coincidía con la historia. A lo que Martínez añadía su propia inflexibilidad. Siempre recuerdo, y a menudo cuento, el día que le llamaron de la prefectura de policía para tratar de no recuerdo qué asunto sobre su condición de exiliado y el policía le propuso verse en un café por si le molestaba acudir a la comisaría. Martínez respondió que de ninguna manera, que a sus amigos no les sorprendería verle entrar en una comisaría, pero sí verle tomar café con un policía. Y así siguió, exigiendo claramente con quién tomaba café, hasta el mismo momento de su muerte. Las cosas habían cambiado, y él, no. En realidad, nunca volvió del exilio, aunque viviera en Madrid. Cuando murió algunos quizá respiraron aliviados: era un testigo incómodo. A otros, su muerte nos hizo daño. Algo, quizá una época, quizá una ilusión, una parte de nuestras vidas, un sueño inalcanzable, había muerto con él. Y, sin embargo, ese final resultaba inevitable y ahogaba ferozmente las nostalgias.


In El País, 11/3/89